Estoy dejándome llevar por las calles de Roma. Donde casualmente me he encontrado frente al gueto judío, hoy reducido a tres edificios públicos y un conjunto de tiendas, dulcerías y trattorías de cocina hebraica con la garantía kosher. La Estrella de David preside la cartelería. Y las cartas de los restaurantes. Con la especialidad de temporada por excelencia, carciofi alla giudia. Corazones de alcachofas en harina fritos. Es víspera de sabath en este cruce de calles. Donde madres en corrillo esperan a sus hijos frente a la Escuela Hebrea. Y jóvenes cubiertos con kipá conversan amenamente. Cerca del Teatro de Marcelo, uno de los edificios mejor recuperados de la ciudad. Y que se levantó a iniciativa de Cayo Julio Cesar, aunque quien lo acabó, e incluso lo disfrutó, fue el emperador Octavio Augusto -ya por entonces pontifex maximus-, que lo mandó inaugurar antes de que concluyeran sus obras. Con el estreno de los ludi secularis de Horacio. Me estoy refiriendo al año 11 a. c., en plena campaña militar de Germania y poco antes de que Octavio Augusto declarara a Judea provincia romana. En ese tiempo los judíos llevaban ya dos siglos asentados libremente en Roma. Porque el gueto al que me refiero surge en 1555, cuando el papa Pablo IV, a través de la bula Cum nimis absurdum, condena a la comunidad judía a residir en un barrio amurallado sometido al toque de queda. Y con la humillación de tener vetado el acceso a determinadas oficios. O estar obligado a escuchar sermones cristianos durante la plegaria. Aquello duró -salvo en periodos revolucionarios- hasta 1888, que es cuando se inició la demolición de la muralla que conformaba el gueto. Y dieciocho años después de la disolución de los Estados Pontificios por Victor Manuel II, último rey de Cerdeña y primero de Italia. Lo que queda hoy día de aquel enclave hebreo discurre por el rione de Santo Angelo, junto al Portico de Octavia y el Lungotevere dei Cenci, que es donde se alza la Gran Sinagoga de Roma. Una de las mayores de Europa. Y concluida en 1904. Casi al mismo tiempo que los primeros edificios civiles del reunificado Estado italiano.
Cuentan que los judíos romanos -a quienes Victor Manuel II otorgó la nacionalidad italiana- quisieron hacer de su sinagoga un referente grandioso. Que se diferenciara de las construcciones cristianas que se extienden a lo largo de Roma. Que sobresaliera con su cúpula como lo hace San Pedro en el Vaticano. Y que reflejara en su trazado los nuevos movimientos artísticos que se empezaban a dar en Italia. El proyecto fue encargado a los arquitectos Vincenzo Costa y Osvaldo Armanni, que diseñaron un edificio ecléctico inspirado en construcciones de la antigua Babilonia. Y al que incorporaron elementos ornamentales de destacados artistas modernistas, como es el caso de Cesare Picchiarini, autor de los vitrales, y Domenico Bruschi y Anibale Brugnoli, pintores de los frescos. La Gran Sinagoga es un edificio que forma parte ya de la monumentalidad de Roma. Rodeado de vegetación. Y escoltado por plátanos de sombra, cipreses y palmerales mediterráneos. Pese a la vigilancia permanente de los carabinieri, da la sensación de que a sus ciento y pocos años es un edificio de sólido arraigo que no tiene nada que temer. Pero no es cierto. En octubre de 1982 un comando terrorista palestino atacó el recinto religioso, muriendo un niño de dos años y resultando heridas otras 37 personas. Y cuarenta años antes sus muros fueron testigos de las redadas ordenadas por el comandante de las SS en Roma, Herbert Kappler. Cuyo balance fue la deportación de más de mil judíos romanos a los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Donde fueron gaseados, a excepción de una decena de supervivientes. Que milagrosmente escaparon del shoah pudiendo regresar a casa al término de la guerra. Hoy en la capital italiana residen 16.000 judíos, la mitad de los que hay en todo el país. Y entre los que figuran miembros de la comunidad sefardita -en su mayoría joyeros- que se vio obligada a abandonar Libia en 1969 tras el golpe de estado del coronel Muamar el Gaddaffi. He llegado al gueto tras un largo paseo que inicié en el Pantheon -edificio sacralizado en donde precisamente está enterrado Victor Manuel II- y que seguí por Piazza Navona, stadium donde en 304 fue martirizada Santa Agnese, y Campo de Fiori, plaza pública donde Clemente VIII mandó quemar vivo por hereje a Giordano Bruno. Historias que invitan a reflexionar en estas calles del antiguo Campo de Marte. Que en tiempos republicanos era una espacio abierto junto a la muralla serviana donde acampaban las legiones a la espera de entrar triunfalmente en Roma al frente de sus generales.
La Iglesia se fue haciendo poco a poco con el poder que tuvo el Imperio sobre Roma, especialmente a partir del siglo IV. Cuando Constantino legalizó el cristianismo. Y acabadas ya aquellas persecuciones que empujaron a los cristianos a refugiarse en las catacumbas. Que ya era una suerte. Y que tuvieron en Calígula y Nerón primero y en Diocleciano más tarde a sus más crueles impulsores. Hombres, mujeres, ancianos y niños devorados por las fieras a ojos del pueblo en un espectáculo de terror. Con el emperador en el palco disfrutando orgiasticamente de la muerte. La entrada triunfal del cristianismo en Roma no acabó ni con la sangre ni con los castigos perversos. No voy a comparar el martirio que sufrieron los primeros cristianos con las persecuciones por herejía que inició posteriormente la propia Iglesia. Que llegó a condenar a perpetuidad a un científico como Galileo Galilei, inventor del telescopio. Y a ajusticiar a Prisciliano de Ávila, obispo hispano del siglo IV a quien Buñuel recrea en La Vía Láctea. Lo que intento sostener es que ninguna de las religiones se salva. Y que curiosamente muchas víctimas se convierten con el tiempo en verdugos. Los Borgia y los Borghese dieron pontífices tan perversos e indecentes como poderosos de riqueza. Que nada tenían que ver con aquel pescador de Galilea que creó la primera iglesia de Roma. Ya he revelado en otras ocasiones que no me gusta nada lo que hace el Estado de Israel en Palestina, pero nunca voy a permitir que de mi critica personal saquen provecho los antisemitas. Que siguen existiendo en todos los estamentos. Como ocurría en el gueto de Roma. Cuando los papas obligaban a los judíos a pagar un impuesto especial. No le permitían tener propiedades nominales. Y estaban obligados cada año a jurar lealtad al pontífice en un acto masivo que se celebraba ante el Arco de Tito, que está en la Vía Sacra. Dentro del Foro Romano. Y que rememora con representaciones vejatorias las victorias de este comandante militar -y después emperador- sobre el pueblo judío, que incluyó el saqueo y la destrucción de Jerusalen. Cuyo templo fue pasto de las llamas. Dos papas –Woytila y Ratzinger– han acudido a la Sinagoga de Roma a reconocer el sufrimiento hebreo. La visita del alemán en enero último. Y pienso que en el futuro otros papas tendrán que seguir haciendo lo mismo. Porque hay heridas que no están cerradas con el Vaticano. Como las del pontificado de Pacelli (Pio XII), en proceso de beatificación. Que algunos llaman el Papa de Hitler por el silencio que mantuvo ante la atrocidad nazi. O el reciente regreso al seno de la Iglesia oficial de los lefebvristas. Que todavía niegan la existencia del holocausto. A frutibus cognoscitur arbor./Por sus frutos conocemos al árbol. Que diría un viejo romano. Shalom a todos.
Nota del editor. Días después de publicado este artículo nos llega la terrible noticia del ataque del Ejército israelí a la flotilla de la libertad que pretendía acceder a Gaza. Esta acción sangrienta, desmesurada e inhumana, exige una inmediata explicación por parte del Estado de Israel y una condena más enérgica y sin contemplaciones por parte de la comunidad internacional. Mi más absoluto rechazo y toda mi solidaridad con los familiares de los fallecidos y con el pueblo palestino.