Sábado 10 de abril. El sol de mediodía calienta la meseta castellana. Y un ligero viento del este sopla en sus bosques, pastos y campos de labranza. Estoy en la provincia de Cuenca. Donde el paisaje es predominantemente verde. Me cuesta divisar la tierra rojiza, que se esconde bajo las copas frondosas del olivar. Y que está más al descubierto en los viñedos. Reducidos en esta época del año a hileras de cepas ya podadas que esperan de un momento a otro sus primeros brotes. Las fuertes lluvias pasadas han retrasado la entrada de la Primavera. Por eso algunos almendros todavía están en flor. Lo observo en Segóbriga, parque arqueológico próximo a Saelices. Y tierra manchega a la que ya aludía Plinio (el Viejo) en su Historia Natural. Siglo I de nuestra era. Este paraje en excavación está a 104 kilómetros de Madrid. Que se me han hecho cortos gracias a Lamari, de Chambao. Excelente artista, excelente mujer. Ejemplo en la lucha contra el cáncer. Que ha ido superando con fortaleza. La voz de esta joven malagueña me empuja a recorrer el yacimiento. Creyendo que Ahí estás tú. Discurre Segóbriga por un cerro de 857 metros de altura llamado Cabeza del griego. Probablemente por Caio Iulio Silvano, procurador romano originario de Grecia que allí echó raices. El cerro está protegido al sur por un foso natural que propicia el cauce del rio Cigüela. Un afluente del Guadiana que nace junto al puerto de Cabrejas. Entre Tarancón y Cuenca. Y que los romanos llamaron Sego por bañar precisamente la ciudad imperial de Segóbriga. Ciudad (sego) victoriosa (briga), según sus dos voces célticas.
Este paraje conforma un espacio natural protegido al que suelen acudir en vuelo aguilas imperiales y halcones peregrinos. Y por el que a menudo se acercan jabalíes seguidos de sus jabatillos. Ya en tiempos de Tiberio Graco (siglo II a.c.) existía en el cerro un oppidum (ciudad) celtibérico. Que pudo tener su origen en un castro aprovechando que por allí pasa el río. Y que daría más tarde origen a un cruce de caminos favorecido por la trashumancia. Que evolucionó con el emperador Augusto hasta convertirse en municipium, dejando de ser ciudad estipendaria y pasando sus moradores a ser ciudadanos de Roma, con el privilegio de acuñar moneda propia. Segóbriga perteneció a la provincia Tarraconense, pero era conocida en todo el Imperio por sus minas de lapis specularis. Popularmente llamado espejuelo blanco. O piedra de la Luna. Uno se imagina a los romanos cruzando el Mediterráneo desde el puerto de Carthago Nova (Cartagena) con remesas de oro y plata. Incluso cargados de ánforas de aceite o vino. O de lotes de salazón. Pero no de piedras de mineral de yeso. Porque el lapis specularis es una formación yesífera con placas de una extraordinaria transparencia. Fáciles de laminar. Que los romanos empleaban como cristal de ventana para sus viviendas. Y como objeto decorativo de algunos de sus edificios públicos. Como fue el caso del Circo Máximo, en Roma.
Estoy pués en una ciudad minera del Imperio en plena Mancha. Que llegó a tener 5.000 habitantes. A los que habrían que añadir los que poblaban sus villas rurales. Y que debe fundamentalmente al yeso cristalizado su esplendor. Que era extraído de pozos profundos que se encontraban a su alrededor dentro de un círculo de 148 kilómetros de radio. Y de los que todavía hoy quedan vestigios en Noblejas, Torrejoncillo del Rey y Osa de la Vega. El lapis specularis era fácil de encontrar en Sicilia, Chipre e, incluso, en la Capadocia o en el norte de África, pero el mineral de Segóbriga era el más cotizado del Imperio. Convirtiéndose así en su primer yacimiento. Con el auge minero surgieron actividades artesanales dependientes que -junto a la prosperidad agrícola- hicieron de esta ciudad provincial un lugar importante de Roma dentro de Hispania. Con una muralla de 1.3o0 metros de perímetro, bellos edificios de piedra caliza y una red de alcantarillado que no tenían hace cincuenta años algunos de los pueblos seculares de esta comarca manchega. Segóbriga es hoy un conjunto monumental extraordinariamente conservado. Diría yo que por partida doble. Porque al ser enclave rural mantiene inalterable el paisaje de entonces. Prueba de su monumentalidad la encontramos en el teatro, con capacidad para 2.500 personas, y en el anfiteatro, para 5.500. También en el foro, principal hallazgo de los últimos tiempos junto al circo, construido en el siglo II pero que está inacabado. Las termas, el acueducto que la abastecía de agua potable y un templo flavio. Tras los romanos, fue una ciudad visigótica que llegó a tener sede episcopal, pero con la invasión árabe fue abandonada. Con los restos visigóticos y parte de la sillería del anfiteatro romano -que siempre permaneció al descubierto- fue levantado entre los siglos XVI y XVII el cercano Monasterio de Uclés, hoy seminario menor y otrora sede de la Orden de Santiago. Cuyo conjunto arquitéctonico -en parte herreriano- es conocido como El Escorial de La Mancha. Y a donde ahora me dirijo, tras dejar atrás Segóbriga y sus edificios romanos custodiados por la Naturaleza. Buscando un lugar donde yantar. Que esta es tierra de acreditado queso y buen vino. Me acompaña de nuevo Lamari, de Chambao. Esta vez prestando su voz. El campo no termina de ser verde. El olivar mece sus frondosas ramas empujado por el viento. Y el sol ha llegado al momento más radiante del día. Tu recuerdo sigue aquí, como un aguacero./ Rompe fuerte sobre mi, pero a fuego lento./ Quema y moja por igual./ Y ya no sé lo que pensar,/ si tu mirada me hace bien o me hace mal.