La Chunga es una excelente obra teatral de Mario Vargas Llosa, en la que cuatro desgarrados parroquianos beben acaloradamente, fantasean y juegan a los dados en una miserable cantina de la ciudad de Piura, en el norte de Perú. Y ya próxima a la frontera ecuatoriana. La cantina la regenta La Chunga, mujer hosca, intransigente, solitaria y de comportamiento varonil que descansa silenciando el tiempo recostada en una mecedora frente al cuadro que conforman sus clientes. Uno de los parroquianos, más gallinazo que mangache, y de nombre Josefino, se presenta en el local con una incauta (y bonita) joven llamada Mechita. Pero al perder la partida se la entrega como prenda, y para su favor nocturno, a La Chunga a cambio de plata. Ninguno de aquellos hombres sabe realmente lo que pasó entre La Chunga y Mechita la noche de autos, pero todos revelan fantasías, o falsos recuerdos, en los que se mezclan deseos, sexo contenido, proxenitismo e incluso el remordimiento por un abominable delito cometido por uno de los parroquianos con una menor tiempo atrás. Es una obra cínica, cruda y absorbente, que tensiona y silencia al público, pero así se la juega el teatro. La función acaba sin que el espectador sepa tampoco lo ocurrido aquella noche entre La Chunga y Mechita, porque ellas también desarrollan sus fantasías. De manera que el subconsciente tiene la posibilidad de elegir entre el sexo lésbico y la compasión, aunque el encuentro entre ambas mujeres pone al descubierto la debilidad que hacia el amor arrastra desde tiempos mitológicos la bestia sobre la bella. Tan así, que la ternura, momento emocional de la obra, surge rápida, fugaz e incluso desnuda para esconderse de inmediato tras las máscara del drama. Chunga, chunguita. Chunga nomás. Esta noche he acudido con mi querida amiga Rosa Veloso, corresponsal en España de la Radio Televisión Portuguesa, a presenciar esta obra en el Teatro Español, templo de las tablas en Madrid. Y espacio por el que han pasado (y siguen pasando) las grandes obras de Lope, Calderón, Tirso, Zorrilla, Benavente o Lorca. El edificio actual data de mediados del XIX, pero en su manzana se representan obras teatrales desde el XVI porque allí mismo estuvo ubicado el Corral de la Pacheca, después Corral del Príncipe. Fue también el gran coliseo por el que pasó el mejor reparto de actores durante la eclosión teatral de la Segunda República.
Encarna a La Chunga la actriz Aitana Sánchez-Gijón, que se ve obligada a hacer un gran esfuerzo para meterse en la piel de su personaje. Que no es nada facil. De hecho, Mario Vargas Llosa, de quién Aitana es musa, cómplice y amiga, no la veía en ese papel, pero terminó convencido. Pienso que La Chunga será un antes y un después en la biografía teatral de esta extraordinaria actriz, porque nada mejor que una obra dura, y en permanente tensión, como prueba de fuego para alcanzar la madurez en la representación del drama. Cuando bajó el telón, le dije a Rosa: “Ya verás cuando Aitana salude al público cómo le va a costar sonreir”. Y así fue. Porque estoy convencido que a Aitana no le resulta sencillo desproveerse de su personaje mientras suenan los aplausos merecidos. Es más: necesita para ello el silente reposo del camerino. O un golpe de brisa en el rostro caminando de vuelta a casa por las calles de Madrid. Rosa y yo aprovechamos para conversar sobre la obra acabada la función. Lorca sigue frente al Teatro Español sosteniendo su alondra. Mientras las tabernas de la plaza de Santa Ana, y alrededores, rebosan de bullicio primaveral. Nada parecido al de la miserable cantina que hemos contemplado como decorado, magnífica e impactante escenografía de Sebastià Brosa. Porque el teatro no sólo lo conforman el director -en esta obra el catalán Joan Ollé– y los actores de reparto, sino todo un equipo tras bambalinas que cuida de la iluminación, del sonido, del vestuario y, en suma, del movimiento escénico bajo la autoridad del regidor. Utilleros, maquinistas, tramoyistas, sastres, peluqueros y vestidores. Los grandes autores teatrales siempre han tenido actrices favoritas. De Benavente, y después de los hermanos Machado, o también de los Quintero, fue actriz favorita Lola Membrives. Y de Lorca, Margarita Xirgù. Aitana es la actriz favorita de Vargas Llosa, que la ha llevado cuatro veces a las tablas. Tiene más experiencia como actriz de cine que de teatro, con poco más de diez obras. Pero para tales menesteres ha sido reclamada por directores como Miguel Narros, Mario Gris, Ernesto Caballero y la británica Tamzim Townsend.
Mi amiga Rosa ha salido impresionada por el papel de uno de los cuatro desgarrados parroquianos, el paidófilo. Que encarnando a El Mono representa el magistral actor argentino Tomás Pozzi, único que aporta cierta comicidad en la obra. Y a la que da movimiento con su desenfrenada energía. Pero, en desafío a esos críticos que acorazan los sentimientos, a mi me ha gustado el papel de la jovencísima actriz Irene Escolar representando a Mechita. Frágil, inocente, inexperta, sumisa y aniñada, en suma, objeto del deseo. Y nadie mejor que ella, con tan sólo 24 años, para retroceder a la más incipiente juventud y convertirse en la bonita flor que todos aquellos desgarrados en la cantina reclaman. Lo contrario que sucede con Aitana en su caracterización, que salta a las tablas para representar a una Chunga ungida de aspereza y resentimiento, fruto del dolor que le ha acumulado el paso intempestivo de los años. Escolar pisará fuerte en el teatro, pués no en vano debutó con nueve años y arrastra cinco generaciones vinculadas a las artes escénicas. Los actores Pascual Alba, Irene Alba, Julia Caba Alba e Irene Gutiérrez Caba, además de su padre, José Luis Escolar Gutiérrez, productor cinematográfico. Porque España es un país de grandes dinastías teatrales. Y de excelentes actores, a los que no se les puede exigir la madurez prematura pero sí lo mejor sus tiempos biológicos. Si bien soprepasar con éxito esas fronteras en una dirección u otra, como lo hacen Irene y Aitana, es toda una genialidad. Ya alejados del teatro, prosigo mi conversación con Rosa. Recordando detalles, eligiendo momentos. Ella sigue atrapada por la interpretación de El Mono. Que la fantasía castiga sodomizado por un machete que empuñan a la vez las dos únicas mujeres de la obra. Y yo voy reduciendo la tensión que me alberga con el recuerdo de la única canción que en la dulce voz en off de Silvia Pérez Cruz incorpora la obra. Una pieza del peruano Manuel Raygado compuesta antes de que Vargas Llosa escribiera el libreto, por otra parte extraído de la que fue su segunda novela, La Casa Verde. La canción Mechita sólo coincide en nombre con el de la joven deseada, pero es un regalo de fondo que la obra ofrece al espectador. Y que yo interpreto como una fantasía añadida que disimula la ausencia de amor en esa miserable cantina de Piura. Mechita de mis ensueños, /muñequita seductora, /tu juventud atesora, /todo un mundo de esplendor./ El misterio de tus ojos/ ha turbado toda mi calma/ y hace nacer en mi alma/ una esperanza de amor.