En los primeros 70, veinteañero y foráneo, cada domingo frecuentaba a mediodía la elegante confitería de Lhardy, en la Carrera de San Jerónimo, cerca de la Puerta del Sol, próxima también al Teatro Reina Victoria, más joven que aquel en el tiempo. Pues Lhardy como restaurante se inauguró en 1839, año del abrazo [de Vergara]. Y el teatro, que lleva el nombre de la esposa de Alfonso XIII, en 1916. Con el paso de los años comprendí que aquel capricho dominical no lo hacía por esnobismo. Tampoco por gozar de un temprano y exquisito gusto, que lo tenía a mi manera, pues de niño -acompañando a mi padre- me había empinado ya a mostradores de establecimientos si no tan ceremoniosos sí igual de distinguidos, como La Predilecta, de Mariano González, en Cádiz. O el Bar Sport, de Pepe Guillén, en la sevillana calle de Tetuán. Mis dominicales entradas en Lhardy estaban motivadas no solo por la curiosidad. O por el halo de misterio que su nombre entonces me producía, sino porque tenía verdadera necesidad de desempolvarme del provincianismo que me lastraba. Que era aún grueso. Lo cual me desfavorecía para incorporarme a un Madrid real que hasta entonces solo había conocido en visita breve. O de oídas. Solo tocar las paredes de Lhardy. Disponer de un consomé en delicada taza de porcelana procedente de su samovar. O saborear un jerez en fina copa de licor. Me permitía una sensación diferente que daba alas a la imaginación, pues incursionaba en un Madrid ilustrado y elegante, literario y artístico, cuyas conmociones políticas han marcado la historia de España en los últimos doscientos años. De Lhardy retengo recuerdos de ayer y de ahora, pues no en vano almorcé a últimos de febrero en su salón principal con dos amigas jerezanas, Paz Ivison y Blanca Fernández de Bobadilla, disfrutando a los postres -un soufflé sorpresa- de una culta conversación. Jamás se me borrará aquel 16 de septiembre de 1978 en que un grupo de periodistas compartimos mesa con el respetado general Gutiérrez Mellado [Manuel], a quién había conocido yo tres años antes como comandante general de Ceuta. Impulsor de la transición militar del franquismo a la democracia. Y digno ejemplo después de integridad -junto a Suárez y Carrillo- durante el asalto al Congreso el 23-F. Con tristeza recibo la noticia de que la pandemia ha puesto a Lhardy al borde del precipicio. Como también ha puesto a otros lugares emblemáticos de la ciudad, unos en delicada supervivencia. Y otros, en cierre temporal cuando no -quién sabe- definitivo. En esta oscura noche de marzo, con la ciudadanía aún bajo el toque de queda, los recuerdos en serie de Lhardy brotan junto a mi escritorio. En sus salones supe que la receta del consomé [consommè, reducido] es de origen español, pese a que se la atribuye Francia. Pues el general Junot [Jean-Androche] la robó en 1907 de la biblioteca del Conventual de San Benito, en Alcántara, Cáceres, cuando allí se presentó con sus devastadoras tropas. La receta pasó a su esposa Laura Permon, que tras el suicidio de Junot acabó en brazos de Balzac [Honorè de]. En un amor efímero, al que siguieron deudas. Y desesperados momentos en la indigencia, muriendo al poco tiempo. Pese a que Lhardy fue fundado en 1831, la decoración que ha llegado a nuestros días es de 1880. Y se debe a Rafael Guerrero, padre de la actriz María Guerrero. Que adaptó el establecimiento al gusto del Segundo Imperio, pues residió en Francia en su juventud. Todo en esa casa tiene glamour francés, como en Paris la Brasserie Lipp -fundada en 1880 y rediseñada en 1920- tiene glamour alsaciano. Ambas son emblemáticas en sus respectivas ciudades, diría yo únicas en sus estilos. Y sus vidas transcurren en paralelo, pues si algún día Lhardy desaparece se va parte de la historia de Madrid. Lo mismo ocurriría con Lipp, cuyos salones son una crónica parisina de un siglo XX marcado por las dos grandes guerras. Lhardy, al igual que ocurre con Lipp, no es un restaurantes con historia sino una historia que pervive, ahora amenazada. Isabel II se refugiaba allí con sus amantes. Galdós, Cavia y Azorín frecuentaron sus comedores. También Primo de Rivera, Zuloaga y Alcalá Zamora. Domingo Ortega y Manolete. Lorca y Benavente. Los parisinos tienen a gala de que por Lipp han pasado Verlaine y Apollinaire. Malraux y Hemingway. Proust, Sartre y Camus. Belmondo e Ives Saint-Laurent. Kate Moss, Sean Penn y Monica Belluci. Y presumen de que en una de sus mesas se enamoraron Catherine Deneuve y Marcello Mastroianni. O que en otras resolvieron asuntos de Estado presidentes como Pompidou, Giscard D´Estaing y Mitterand. Los turistas cuando van a Paris gustan curiosear desde fuera la Brasserie Lipp porque se lo indican las guías, que recomiendan el chucrut. Que es una guarnición. Mientras que en España, las guías apenas se hacen eco de Lhardy, de su media combinación. O de su cocido madrileño en dos vuelcos. Porque prefieren destacar los huevos rotos de Lucio. Que es otra guarnición, pero en origen un antiquísimo plato popular -jamás sobre receta- que incorporó a la cocina mesonera de la Cava Baja la ya fallecida bailaora Pepa Cotillo, La Polaca, cuando regentaba el restaurante El Viejo Madrid. Tan sencillo como que es historia por ella misma contada.