Tengo en mi casa de Madrid un óleo sobre tabla de la Alameda de Cádiz pintado por Pedro Serra Farnés. Paisajista barcelonés de la primera mitad del siglo XX que recorrió media España plasmando rincones. Es la joya de la corona de mi modestísima colección de pinturas. Que no pasa de más de treinta obras. De autores que van desde el tetuaní Ahmed Ben Yessef -excelente artista y amigo- al jienense Juan Eugenio Mingorance, pintor del exilio español en México. En esos cuadros hay más valor sentimental que artístico. Me ocurre principalmente con la Alameda pintada por Serra. Porque recoge uno de los lugares de mi infancia que permanecen tal cual. Pese a que la pintura es anterior a 1928. El año en que este jardín gaditano que se asoma al mar fue reformado por el arquitecto Juan Talavera Heredia, uno de los maestros del regionalismo andaluz. Todo esto me viene al recuerdo hoy domingo. Dos de mayo para más señas. Cuando paseo por la Alameda de Cádiz. Llamada también de Apodaca. Y del marqués de Comillas. Disfrutando del atardecer. Que se encarga de refrescar un ligero viento de Poniente. Tengo frente a mi la otra orilla de la bahía. Las costas de El Puerto de Santa María. Y la parte más oriental de Rota. Rebosante de construcciones. Todo lo contrario a la pintura de Serra, que plasma naturaleza en ese horizonte. La de entonces. Los pinares de El Puerto. Que son los de La arboleda perdida de la infancia de Alberti. El otro lado de la bahía es desde hace décadas distinto. E incluso también de noche. Con potentes reflectores que advierten de las instalaciones de la Base Naval de Rota. Pero este otro de aquí sigue igual. La misma palmera. La misma balustrada. La misma buganvilla. Y el mismo color del mar.
Esta alameda la preside un conjunto monumental inaugurado en 1922 en honor del segundo marqués de Comillas. Don Claudio López Brú, artífice del éxito de la Compañía Trasatlántica. Que fue un importante pulmón naviero para Cádiz durante el siglo XX. El marqués está reconocido en un busto de marmol que destaca dentro de una composición construida fundamentalmente en piedra azul y plagada de motivos hispanoamericanos. Con una maternidad que representa el mestizaje. Y la figura de un león que se funde con un cóndor (hoy decapitado). Símbolo de la unión de España y América. Colón, Cervantes, la Marigalana y el vapor mixto Cantabria convergen también en este monumento. Obra del barcelonés Antonio Parera, autor de la estatua ecuestre de Alfonso XII que se encuentra en el estanque del Retiro, en Madrid, y del Hércules de Plaza de Catalunya, en Barcelona. La Alameda es jardín desde el siglo XVII. Cuando se alzaron las murallas sobre el mar. Hasta entonces aquel lugar era conocido como caletilla de Rota. Hoy todavía existe un azulejo con ese nombre en la primera línea del caserío. Después fue transformado en jardín inglés. Ya en 1848. Permaneciendo así hasta la reforma de Juan Talavera. Que le dio impronta regionalista. Con farolas de hierro forjado, azulejos para sus bancos y cerámica de Triana para sus fuentes. El pasillo central que discurre por esta Alameda está compuesto por baldosas de marmol ajedrezadas. Perfectamente alineadas a los setos de tuyas, gimnospermas y aligustres que protegen los jardines. Que son frondosos, además de bellos. Con dos ficus (macrophylla) gigantes en uno de sus extremos cuyas ramas centenarias penden sobre el mar. Que son similares a los de la plaza sevillana del Museo. Y al del parterre de Valencia. Con el tiempo se han ido colocando entre la vegetación bustos de personalidades vinculadas a la ciudad de Cádiz. O con América, dada la peculiaridad del recinto. Erigidos sobre pedestales allí están José Martí, prócer cubano. Juan Pablo Duarte, primer presidente de la República Dominicana. Miguel Grau, héroe naval de Perú. Ramón Power, diputado doceañista por Puerto Rico. Y Francisco Prieto, pintor vallisoletano afincado en Cádiz. Que ha sido el artista que mejor ha retratado este hermoso jardín asomado al mar.
La Alameda acoge también entre rosaledas a Rubén Darío y César Vallejo, poetas universales del siglo XX nacidos en América. Nicaragua y Perú. Poeta uno del modernismo, poeta el otro del dolor humano. Diferentes, pero profundos. Llenos de sentimientos. Tal cual es Darío: Darme otra boca en que queden impresos/ los ardientes carbones del asceta/ y no esta boca en que vinos y besos/ aumentan gulas de hombre y de poeta. Y como es Vallejo: Subes centelleante de labios y de ojeras!/ Por tus venas subo, como un can herido/ que busca el refugio de blandas aceras. Emulando aquellos años de mi infancia, recorro ahora los salones de este jardín. Identificando lugares. Haciendo mío su paisaje. Contemplando el mar desde su balustrada. Y buscando silencios. Que aquí sólo quiebran el trino de las inquietas golondrinas. O el rugido de las olas que rompen contra la muralla. Que hoy son apacibles. José Ramón Ripoll es un excelente poeta gaditano. Pero también un buen amigo de la infancia. De los que frecuentaban de niño esta Alameda. Llevo conmigo en este paseo uno de sus libros de poemas. Que me regaló con cariñosa dedicatoria hace unos días. Y que me apetece repasar sentado aquí frente a una fuentecilla cuyo borboteo crea filigranas de agua. En medio de la brisa del mar. Y entre olores de Primavera. En un rincón de hoy. Que ayer lo fue de mi infancia. Y que me acompañará siempre. El tiempo es otro tiempo en su horizonte/ y ni el aliento se repite./ Su palabra puede que sea la misma/ que los abrazos anteriores,/ pero el silencio de ese instante/ es la sorpresa, /la llamarada destructora/ que nos enseña la inquietud y el sosiego/ de lo que nunca se acaba.