La sevillana Feria de Abril tiene su origen en el caluroso verano de 1846, en plena Década Moderada, cuando un catalán y un vasco –Narciso Bonaplata y José María de Ybarra– proponen al Cabildo organizar del 19 al 21 de abril del año siguiente un mercado de ganado a repetir cada primavera. Este mercado acarreó desde su inicio el acompañamiento de casetas entoldadas, puestos y sombrajos, y quioscos y tiendas de quita y pon en las inmediaciones del Prado de San Sebastián, desde la Real Fábrica de Tabacos a las Puertas de San Bernardo y de la Carne. Y nació exitoso, puesto que ya en su primera edición, pese a primar la trata de ganado, en su alrededor se levantó una ciudad efímera en dónde abundaban los despachos de vinos y licores, o de gaseosas, y los puestos de lechugas y de menudencias variadas, o las freidurías de ruedas de pescadillas de Cádiz, la presencia de aguadores con sus búcaros anisados, la instalación de atracciones y teatrillos, y hasta un café-cantante -con velones, quinqués y escenario para actuaciones-, además de la venta de un extenso y variado género de dispar consumo, puesto que, al calor de quienes allí acudían, desde los tenderetes se voceaban frutas frescas y confitadas, tortas, turrones y garrapiñadas, cocos de allende los mares y dátiles de Berbería, avellanas y buñuelos, juguetes y baratijas, bronces, latones y canastos, y hasta ropa hecha, esta última desde los zaguanes de las casas de la calle de San Fernando que, protegidos del sol y libres de la polvareda, resolvían también la ausencia de probadores enganchando improvisadas cortinas junto a las cancelas. Con el paso de los años, este primitivo mercado de ganado con su correspondiente logística fue tomando cuerpo mayor y, sin perder la esencia de su origen, se convirtió en lo que hoy conocemos como Feria de Abril, estilizándose e incorporando sus propios cánones con el riguroso y sublime concurso del pintor Gustavo Bacarissa, de ahí la sevillana dualidad de los colores en vertical de sus casetas. Verdes listados, unas. Y granas listados, otras. Pañoletas, barandillas, reja fingida y farolillos de papel rizado. Enganches o troncos enjaezados, ya sean de mulas. O de caballos trenzados de crines y colas. Trajes de faena y de flamenca, con sus sus enaguas y volantes. Y el paseo de caballos, con sus amazonas y caballistas. Sobre albero alcalareño. Y entre cañas de manzanilla o catavinos de vino fino, que desterraban así del recinto los latigazos de Valdepeñas en pellejo tan tradicionales en la ciudad. Coroneles, en El Rinconcillo. Siempre al compás del jaleo y las sevillanas. Que en la segunda mitad del siglo XX llegan a las discográficas de hermanos en hermanos. Primero, los Hermanos Toronjo, de Alosno. Y después, los Hermanos Reyes, de Castilleja de la Cuesta. Pero esa ciudad efímera, edificada sobre costumbres andaluzas, se fue construyendo poco a poco, que es como las empresas que ambicionan futuro logran consolidarse. Y sentar sus reales. Por ejemplo, en 1863 se instala el Circo Price. Y, al año siguiente, se exhibe el primer castillo de fuegos artificiales. En 1869 ya escribe con todo detalle de ella Gustavo Adolfo Becquer al tiempo que la pinta su hermano Valeriano. Los farolillos son incorporados en 1877, coincidiendo con la visita de la reina Isabel II. Y en 1893, dada la fuerza que toma la Feria, los casinos sevillanos de la época se establecen poderosos entre la marabunta de pequeñas casetas montando estructuras de hierro por lo general ornamentadas con vistosas alegorías. La Exposición Iberoamericana de 1929 marca un punto de inflexión en el desarrollo de la ciudad, pero también de la Feria. Y así, mejorándose año tras año, ha llegado plena de veterano mérito a nuestros días, con la particularidad de que este año la Feria de Abril comienza en mayo.
Sevilla es dual. Y las dos mejores definiciones de la Feria que yo conozco proceden de dos maestros del periodismo hispalense que influyeron en mi formación. Pertenecen a Antonio Burgos y a José Antonio Blázquez, ya fallecido. “La Feria es mujer solicitada, en cuya conquista juega lo suyo el desdén”, escribía Antonio, entonces de 24 años, en Abc de Sevilla el lunes 22 de abril de 1968. “La Feria es un milagro de color, donde se adecuan luces y formas”, apuraba Blázquez en ese mismo ejemplar, transformando en pincel su ya de por sí elegante y sutil pluma. Yo ya conocía la Feria de niño, pero fue en ese mismo 1968, recién cumplido los 14 años, cuando descubrí toda su dimensión y grandeza. Como estaba interno en el Colegio Claret, en Heliópolis -paraiso bético, pero confín entonces de Sevilla-, la espera al sábado -primer día de paseo en el fin de semana- fue larga, aunque tengo que reconocer que me ayudaba a hacerla más corta mi compañero de dormitorio y buen amigo desde entonces Antonio Rivera Pérez, único escolar a quien los curas le permitían salidas extraordinarias en los días de farolillos puesto que su hermano Paquirri cada tarde que hacía el paseillo en la Maestranza le mandaba al mozo de espada con una entrada de tendido de sombra. Recuerdo que tras la cena del lunes, un grupo de bachilleres -entre ellos Francisco Jurado Montijano, Honorio López Peral, Tomás León Domecq y el malogrado Manolo Arenas Bocanegra, hermano mayor de Javier- nos conjuramos a mantenernos despiertos hasta alcanzar la medianoche para, desde los ventanales del internado que se abrían hacia la Palmera, contemplar el impacto de la prueba del alumbrado, que creaba una inmensa corona de luz artificial sobre una ciudad entonces de farolas tenues. Era todavía aquella la vieja Feria del Prado, que enganchaba con otra vecina entre los pabellones del 29 llamada Feria de Muestra Iberomericana, donde la Casa Braun regalaba una maquinilla valorada en poco más de mil pesetas a todo aquel barbudo que se sometiera en público a un rasurado. En ese recinto, los concesionarios de automóviles exponían sus mejores vehículos, aunque el coche familiar de moda entonces era el Seat 124. Y la inmobiliaria de la Ciudad de los Condes de Rochelambert cerraba operaciones para parejas casaderas con ventajosa financiación por parte de El Monte. También se mostraban motores de inyección para faenas agrícolas, además de una amplia gama de tractores y utensilios para el campo. La Casa Cola-Cao obsequiaba batidos fríos en vasos de papel cera. Y Avecrem hacía lo mismo con su caldo de pollo. Esta no era una feria de buñuelos o de manzanas caramelizadas, como la del Prado, sino de algodón americano, que pronto se infiltraría en aquella otra instalándose para siempre entre las atracciones de la Calle del Infierno. Como la Feria de Abril es siempre efímera, apenas nada material queda conservado de su historia, salvo la primitiva estructura metálica de la caseta del Real Círculo de Labradores, que hoy se puede ver en la finca Majuelo de Soto en la vieja carretera que une Bollullos del Condado con Almonte, puesto que sus propietarios la adquirieron como capricho en 1930 instalándola a modo de marquesina junto al caserón familiar. Cosa que es de agradecer, puesto que no sólo salvaban de la chatarrra a fundir un elemento histórico de aquella primitiva feria de la última mitad del siglo XIX sino una importante estructura de hierro contemporánea a la arquitectura eiffeliana.
Recuerdo someramente aquella Feria de 1968 a la que acudí como adolescente. Pero tengo suerte. Y la crónica del entonces joven reportero Burgos, leída ahora en la hemeroteca digital, no sólo me devuelve la memoria sino que me acerca a ese tiempo. Y a un variado universo de mecedoras, consolas y cornocopias en las casetas. Retratos de la Macarena, de Jesús del Gran Poder y de la Esperanza de Triana. Carteles taurinos de la escuela impresionista de Ruano Llopis y Juan Reus, de la Litografía valenciana de la Hija de José Ortega, desde 1871 al servicio de la Fiesta. Tamborileros de Umbrete y Escacena. Y camareros de Sanlúcar la Mayor, Huévar del Aljarafe y Villalba del Alcor. Aquella era una feria con armarios en las trastiendas para el queso y la caña de lomo. Con medias botellas de vino fino o de manzanilla ahogadas en la nieve. Y de cigarrillos emboquillados, Goya del estanco para los que fumaban negro. Y Graven A de Gibraltar, para los que preferían rubio. Quedábamos en la puerta de La Raza o en la del Bar Citröen si se trataba de extravíos. De la Pasarela a la Calle del Infierno. O de la Calle del Infierno a la Pasarela. Vestíamos chaqueta azul, pantalón gris y corbata de elástico. Y comprar un abono de fichas para los coches locos salía más barato que ir pagándolos de uno en uno. Los blancos puestos de turrón se alineaban con sus luces a lo largo de la calle San Fernando. Y las casetas de buñuelos rodeaban las Estación de Autobuses con su particular humareda, gitanos ellos, de impoluto blanco. Y gitanas ellas, también de blanco, con sus delantales de encaje. Y sus pulseras de oro, de la que colgaban centenarios mexicanos. Si en la Feria de 1850, la cuarta de su historia, acudieron 60.000 cabezas de ganado, a la de 1968 sólo llegaron 3.434, de manera que en los años siguientes la tradición se fue perdiendo hasta quedar extinguida con el traslado de la Feria a Los Remedios, su emplazamiento desde 1973. Desde entonces, pocos años he faltado a la Feria. La despedí en El Prado. Y la inauguré en Los Remedios. Pero aquella Feria de 1968 la tengo como punto de partida. Eran tiempos de Massiel y Eurovisión. De las apariciones de El Palmar de Troya. Y de las fiestas de Hornacina de la Escuela Superior de Arquitectura. Sevilla era una ciudad consumidora de radio. Costumbrista. Y que se miraba cada mañana en las páginas de huecograbado de Abc. Una ciudad que ya homenajeaba oficialmente por entonces a la duquesa de Alba. Que asumía como seña de identidad la sonora, y particular, publicidad emanada de la emisoras de la ciudad. Que nos familiarizaba con el Café Catunambú, Muebles Rodri, Lámparas El Porvenir [en Valparaiso, 15] y Almacenes Vázquez. Con el Betis. Y con el Sevilla. Con los Relatos en la noche, de Juan Bustos. Y con el Rosario radiado de los dominicos de San Jacinto de Triana. Ya sin su Ora pro nobis. La feria de 1968 terminaba para mi con el encendido del alumbrado, viernes y domingo. Mis dos únicos días de Feria como adolescente, aunque ya conocía sus luces desde la distancia. Y desde su comienzo. Con los zapatos empolvados de albero, emprendía entonces camino de regreso hacia la Palmera en busca de la parada del 19 que me devolvía al Colegio. En Heliópolis, confín de Sevilla, aunque paraiso bético. Con sus hotelitos. El Avelino, cuando no el Jamaica. Y el olor de azahar. O el de sus jazmines y damas de noche. Lejos. Y cerca. Pá jartarme de reir./ Le puse la cama en alto. / Ole salerito y ole. / Le puse la cama en alto, salerito. / Y no se podía subir.