Quedo con Susana Ainziburu a las puertas del Guggenheim. Susana es periodista, pero ahora se dedica a la docencia audiovisual en la Universidad de Castilla y León. Para ello me he desplazado en esta mañana de claroscuros desde los valles pasiegos, donde me encuentro temporalmente preparando mi primer trabajo de narrativa histórica sobre una saga de juristas y políticos que han destacado en la reciente historia de España. Los Rodríguez-Piñero. La mañana ha amanecido fría en Cantabria, pese a la estación veraniega. Llovía ligeramente. Y el cielo despertó en gris. En Bilbao sin embargo luce el sol esporadicamente. Y en esos ratos se nota que estamos en las primeras semanas de julio. Hay turistas en los alrededores del Guggenheim. Franceses, chinos, estadounidenses, norteamericanos y japoneses. También de las provincias vascas. Y de otros lugares de España. Susana residió en su juventud en Bilbao, pese a ser toda su familia de Pamplona. Y como periodista vivió momentos agitados en Euskadi. Hoy Bilbao es otra cosa. Y Euskadi, también. La reordenación urbana de la ría ha cambiado espectacularmente la ciudad. Bilbao ha dejado de ser una ciudad de perfil industrial (y espesa) para convertirse en otra de servicios. Mucho más humanizada. Y con un corredor verde que va desde el Guggenheim al Palacio Euskalduna, que le ha devuelto un color que nunca debió perder. Y un espacio natural por el que ahora discurre su nueva vida citadina. Hacía tiempo que no pisaba el museo. Que en realidad es -pese a su juventud (1997)- una de las principales catedrales del mundo en cuanto a arte contemporáneo. Desde el impresionante edificio de Frank O. Ghery, con sus formas retorcidas y curvilíneas que se comunican con espacios volumétricos, hasta las colecciones que alberga, de las que sobresale por su espectacularidad la del estadounidense Richard Serra. Siete esculturas de acero, unidas a la Serpiente (Snake, 1994-1997), que se aglutinan bajo el título de La Materia del Tiempo (The Mater of Time, 1994-2005).
Emprendemos recorridos diferentes Susana y yo dentro del museo. De manera que me refugio en la sala 105, donde exponen cuatro artistas europeos. Gerhard Richter (Dresde, 1932). Jannis Kounellis (El Pireo, 1936). Christian Boltanski (Paris, 1944). Y Francesc Torres (Barcelona, 1948). Es un reencuentro con el presente. Y en el caso de Torres, un diálogo con la historia. El artista barcelonés es uno de las creadores más reconocidos en el mundo. De su ingenio nació la instalación Memoria Fragmentada: 11-S NY Artefactos en el Hangar 17, realizada con motivo del décimo aniversario del atentado terrorista contra las Torres Gemelas. En la sala 105 del Guggenheim, Torres reflexiona sobre la historia, la memoria y la condición humana. Muestra una instalación que denomina Demasiado tarde para Goya (Too Latefor Goya, 1993). Y mediante una proyección de seis fotografías en vídeo ofrece escenas que cambiaron (y condicionaron) para siempre el siglo XX. La Revolución rusa (1917). La subida al poder de Hitler (1933). La Conferencia de Yalta (1945). La proclamación del Estado de Israel (1948). La guerra de independencia de Argelia (1963). Y el ascenso de Mijail Gorbachov (1985). Demasiado tarde para Goya se completa con la reproducción de un aguafuerte (Subir y bajar, Los Caprichos) del pintor aragonés, un monitor de televisión con la señal en directo del canal de noticias CNN y una escultura en fibra de vidrio de un chimpancé que gira de una lado hacia otro como testigo mudo que observa el paso de los tiempos. Pero quizás el reclamo más importante del museo en estos momentos es la muestra temporal del artista británico David Hockney. Cuyos paisajes expresan la sucesión de las estaciones, los ciclos de crecimiento y las variaciones de la luz. En una visita a Nueva York en 2009, Hockney tomó como referencia una obra de la Frick Colletion denominada El Sermón de la Montaña, pintada hacia 1665 por el francés Claudio de Lorena (1600-1682). Y, dejando a un lado la escena biblíca, transcribió la representación que en ella se plasma del espacio, creando así un proyecto propio que denominó Un mensaje más amplio (Bigger Message, 2010), compuesto por treinta lienzos. Acostumbrado a trabajar primero con la cámara polaroid y después con el fax, e incluso con el iPhone, el artista introduce para el tratamiento artístico de esta obra el iPad y la tecnología Dur de alta definición. Apoyándose en estas nuevas herramientas para ingeniar su obra artística. Y para obtener por ende la inmediatez en el registro de los cambios de luz, así como una percepción más perfecta de las condiciones atmosférica de la escena.
Susana y yo salimos del Guggeheim comentando la revolución que ha generado el iPad como instrumento para transmitir arte. Y la sustitución del tradicional cuaderno de notas por la tableta mágica que lleva su nombre. Creada en 2010 por el recientemente fallecido Steve Jobs, fundador de Apple. Dejamos atrás el impresionante edificio de cristal y titanio que alberga el Guggenheim, con el espectacular atrio central desde donde se accede a los niveles acondicionados como espacios expositivos. En el reencuentro por separado con Richard Serra. Francesc Torres. Y David Hockney. Nos sustituyen nuevos grupos de turistas que se acercan a las puertas del museo. Observo de lejos que entre los que salen del edificio se encuentra el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, pero no le puedo saludar porque él camina ya lejos con otras personas en dirección a la plaza de Euskadi. Y nosotros marchamos hacia el casco viejo de Bilbao buscando Las Siete Calles, icono histórico de la ciudad. Para compartir sobre mantel de papel las famosas cazuelitas del Bar Río-Oja, otra catedral. Pero de la restauración clásica. Y de la bonhomonía (y elegancia) de esta gran ciudad vasca. El Río-Oja se encuentra en la calle de los Perros, muy cerca de Las Siete Calles. Somera. Artecalle. Tendería. Belosticalle. Carnicería vieja. Barrencalle. Y Barrencalle Barrena. En el mostrador se encuentra José Ramón Sáez Uribe, segunda generación de propietarios e hijo del fundador, el magnífico pelotari José Gabriel Sáez Anguiano, El Riojano. Nacido en Cenicero. Cuentan que un día de 1959 El Riojano se encontró antes de competir con otro pelotari mítico, Katxi de Sondica. Al verlo cojear, le dijo -al igual que hacen los boxeadores antes del combate- que le colaría la pelota entre las piernas. Y así lo hizo, batiéndole en el duelo y coronándose campeón. El Río-Oja era el establecimiento preferido de Juan Carlos Eguillor (San Sebastián, 1947), uno de los grandes del comic y de la ilustración en prensa durante la transición. Dibujante en los mejores años de El País, de su genialidad se nutrieron también otras grandes (e inolvidables) publicaciones de la época. Triunfo. Fotogramas. Y Hermano Lobo. Pese a haber nacido donostiarra, su profundo amor a Bilbao lo unió para siempre a la villa. Para la que creó innumerables personajes que hoy permanecen vivos en el recuerdo de las generaciones que le conocieron. En el Río-Oja existe una mesa que lleva su nombre. Y en la cenefa del azulejo blanco que envuelve al local viajan en el tiempo sus personajes bilbaínos, con Miss Martiatur y el Hombre de la gabardina a la cabeza. Este último inspirado en una fotografía del lehendakari Aguirre. Susana me lleva ante la fachada del número 14 de la calle Erronda. Que es donde residió cuando con sólo 19 años trabajaba como becaria en Tribuna vasca. Y que está situado puerta con puerta con el 16, en cuyo edificio nació Unamuno. La tarde comienza a ser desapacible. Y toca dejar Bilbao. Me despido de Susana. Y el tranvía me lleva a la Plaza de Euskadi. Me espera poco más de una hora para regresar a los valles pasiegos. Primero llegará el bravo mar de Castro. Y también el de Laredo. Luego vendrán maizales, colinas, majadas y pastizales. En el Café Español de Selaya siempre suena música cántabra. Unas veces los hermanos Cossío, otra los hermanos Agüero.