La Casa de Juan Paje nada tiene que ver con la Casa de Alba, aunque suenen parecidos. E incluso bonito. Juan Paje le da nombre a una casa gaditana del XVIII próxima al Mercado Central de Abastos (y recientemente rehabilitada) que hasta hace muy pocos años representó la cara más miserable de la habitabilidad de la ciudad. Con un centenar de infraviviendas a modo de partiditos para cuatrocientas personas. Con un sanitario común. Y una cocina también común por cada piso. La Casa de Alba dispone de 34.000 hectáreas de terrenos en propiedad. Y una quincena de palacios y estancias, entre las que destaca Liria, en la madrileña calle de la Princesa, y cuya edificación -destrozada por los bombardeos de la Guerra Civil, pero después reconstruida- ocupa 3.500 metros cuadrados habitables. Lo que la convierte en la casa más grande de la capital. La boda el miércoles último en Las Dueñas de Cayetana Fitz-James Stuart, XVIII Duquesa de Alba, con don Alfonso Díez acapara las primeras páginas de los diarios españoles. Mientras la televisión abruma con imágenes que de por sí me dan tristeza. No estoy en contra de que la octogenaria Cayetana acuda al altar con su tercer marido. Y me uno a los deseos de felicidad que a ambos les están llegando. Pero detesto el circo mediático. Y la búsqueda innecesaria de popularidad mediante el ridículo en un momento difícil para España. En que su desempleo (4.226.774 hombres y mujeres) alcanza cifras dramáticas. Y algunas comunidades autónomas devalúan el modelo sanitario al que tanto nos costó llegar. Jamás pensé que en España se iba a repetir la máxima del fallecido magnate de la televisión mexicana Emilio Azcárraga. Que en 1979 emitió una telenovela que llevaba como título Los ricos también lloran para distraer a un país de jodidos, según sus palabras. Pero este circo nos acerca a aquel México, con la connivencia de la Casa de Alba que -pese a la diversidad de su entramado- ha sido proclive al juego llevando a la calle un enlace que por naturaleza debería ser íntimo. Y dando facilidades a la carroña para hacer de la boda un espectáculo de lamento. En el que maridan el mundo más friki con lo más rancio de la sociedad sevillana. Y en donde no han faltado toreros que hacen pasarela en vez de paseillo. Sedas extravagantes, tocados y mantillas blancas de encajes despertadas de largos sueños en alcanfor. Y también un joven sacerdote (y aristócrata) ad hoc, que se rifan los ricos de la ciudad para sus celebraciones religiosas y que comparte su cuenta de facebook con lo más granado de la crema sevillana, aunque no con todo el mundo.
Nada tengo contra Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp, elegante sacerdote con alzacuellos de sastrería romana y asiduo de las casetas más selectas de la Feria de Abril y de los balcones más distinguidos de la Semana Santa. Es más, tenemos varios amigos comunes. Pero yo -que estoy distanciado de la Iglesia– conservo un concepto muy distinto de sus pastores. El sábado último paseaba por Cádiz a la altura del Barrio de Santa María. Al observar abierta la Capilla del Nazareno entré a curiosear ese lugar porque me trae gratos recuerdos. Estaba a punto de comenzar una boda, pero los novios aún no habían llegado. Los invitados se encontraban esperando el momento vueltos de espaldas con su cámaras y móviles preparados. Mientras el oficiante aguardaba con serena bonhomía en el altar bajo el retablo barroco que alberga la imagen del titular de la capilla. Una talla de vestir de Jesús Nazareno del XVI al que escoltan una Magdalena de inspiración roldanesca y un Evangelista de los años 50. Los novios llegaron de la mano porque los padrinos ya les aguardaban sentados. Detenidos en el tramo de entrada, se besaron dos veces mientras sonaba una melodía a piano de un popular compositor gaditano. Fueron momentos hermosos, pero intimos. Propios de una boda tan discreta como sentida. Y en el oficiante reconocí, ya de pelo blanco, a un entrañable sacerdote parroquial llamado Marcelino Martín. Hombre sencillo y bueno donde los haya. Que llegó a Cádiz desde Palencia con 25 años como secretario del obispo de entonces después de realizar sus estudios teológicos en Roma. Siempre anduvo por la feligresía de Santa Cruz, a la que pertenecía la Casa de Juan Paje. Que junto a otra llamada Casa Lasquetty, y próxima a la capilla nazarena, representaban la vergüenza habitada de la ciudad, aunque sus humildes moradores fueron siempre gentes honradas y trabajadoras que soportaban en silencio la falta de un lugar decente donde vivir y criar descendencia. Marcelino Martín es un sacerdote anónimo. Y anónima también es la pareja de gaditanos que casó el sábado ante la imagen del Nazareno. Como anónima era aquella gente popular que ocupaba los partiditos de la Casa de Juan Paje. Y que recibían vestidos de domingo a los sacerdotes que acudían a auxiliar a los vecinos enfermos cuando no a darles la despedida tras costearle la comunidad sus entierros puerta a puerta, y duro a duro, en recolecta efectuada por la casera. Por eso me resulta chocante que algún descerebrado llame a Cayetana la duquesa del pueblo. Y tilde los exteriores de su boda de acontecimiento popular. Porque la Casa de Alba nada tiene que ver con la de Juan Paje, aunque suenen parecidos. E incluso bonito.
He contado alguna vez que fuí amigo en vida de Jesús Aguirre, segundo marido de Cayetana. Fueron muchas horas de confidencias allá por los años 90, algunas al calor de un café en los salones de Las Dueñas. Concluí entonces que aquel hombre no era feliz en aquella Casa. Y que pese a la protección de la duquesa, siempre fue tratado como un extraño por algunos de sus hijos. E incluso por el propio portero de palacio. Uno de esos días de difícil convivencia, me dijo con cierta sorna que tenía elegido el lugar donde le gustaría morir en soledad. La habitación del Palacio de Liria donde el 11 de julio de 1920 -a las 8 de la mañana- fallecía nonagenaria (y también en soledad) Eugenia de Montijo. Condesa de Teba y de la Mora. Y emperatriz de Francia por su matrimonio con Napoleón III. Aguirre murió a los 66 años el 11 de mayo de 2001 en Liria a consecuencia de una embolia pulmonar que le obligaba a guardar cama. No sé si falleció en aquellas dependencias de las que me habló, pero si sé que murió en soledad. Porque cuando se produjo el óbito, su esposa Cayetana se encontraba en Las Dueñas. Como es habitual durante sus primaveras sevillanas. No sé si don Alfonso Díez sobrevirá a la octogenaria aristócrata, pero si así fuese dudo que le permitan prolongar su estancia en solitario en cualesquiera de los palacios de la Casa. Tampoco lo veo (al amparo del próximo duque) en esa habitación en la que murió en soledad Eugenia de Montijo. Que no estaba emparentada por sangre con los Alba, pero sí por ser cuñada del XV duque, Jacobo Fitz-James Stuart y Ventimiglia. Casado con su hermana Paca. Junto a La duquesa de Alba con vestido blanco, de Goya, cohabita en Liria un retrato de Eugenia de Montijo pintado por Winterhalter. A la duquesa de Goya (Cayetana de Silva) la casaron a los doce años con su primo, del que enviudó a los 23. De vida excentrica y caprichosa, no sobrepasó los 40 años. Y hoy es la imagen femenina más universalmente conocida de la Casa de Alba, pese a las extravagancias mediáticas con las que intenta su homónima Cayetana superarla en la historia. Eugenia de Montijo llegó a los 94, pero rondando los cincuenta perdió primero a su marido el emperador y después a su único hijo Luis Eugenio, el último Napoleón. Que murió atravesado por ocho azagayas cuando se enfrentaba a guerreros zulúes en Africa del Sur combatiendo para Inglaterra para demostrarle a los republicanos franceses que era hombre de arrojo. Entre la Casa de Alba y la Casa de Juan Paje existe algo en común. Que en la primera (Liria) residió Paca de Montijo, consorte del XV duque, y en esta última Paca la Chica, que fue una de sus caseras. Dicen que era la lengua más pérfida de la ciudad de Cádiz. Suerte ha tenido la recién casada Cayetana de que ya no se encuentre entre nosotros.