“Desde la calle, un hombre flaco, de sombrero, miró hacia adentro, formando pantalla con las manos para evitar el reflejo del ventanal. En cuanto lo reconoció, abrió la puerta y se acercó sonriendo”. Leo a Mario Benedetti en un banco de la Plaza Matriz de Montevideo, justo donde la catedral. Y el cabildo, antigua sede de la administración colonial. Entre puestos de antigüedades. Y frente a la fuente pública de tres platos en mármol blanco allí existente. Que se levantó en 1871 con ocasión del suministro de agua potable a la ciudad vieja. Unos dicen que esta fuente es un monumento a la masonería. Y otros que también a la alquimia. Es una fuente de gran belleza. Y domina la plaza, cuyo verdadero nombre es de la Constitución por haberse jurado en ella la primera carta magna de Uruguay (1830). Disfruto de un magnífico día del otoño austral. Templado. Y con una ligera brisa procedente del Río de la Plata. Esta parte de Montevideo es hermosa, aunque decadente. Una veces se presenta mutilada. Y otras desesperadamente desnuda. Tuvo que ser urbanamente delicada. De ahí que a Montevideo la llamaran bella Tacita de plata. Así lo canta la milonga. La imagino bulliciosa en los días de Carnaval. Con tablados en sus esquinas a los que van subiendo las comparsas a marcha camión. Separadas unas de otras en cada actuación por máscaras sueltas. Que son los teloneros improvisados que intervienen para evitar los espacios muertos. Eduardo Galeano ha escrito que el tablado era el escenario de la fiesta de la vida. Porque bajo él se producían los primeros besos. Y alrededor de él se bailaba. He sabido todo esto al visitar el Museo del Carnaval. Que está instalado en un antiguo depósito del puerto. Y frente al Comando General de la Armada. Cuando murió Benedetti hace tres años, Galeano escribió este poema: El dolor se dice callando./ Pero me pregunto:/ ¿que será de nuestra ciudad sóla de él?/ ¿qué será Montevideo mutilada de él?/ Y me pregunto:/ ¿qué será de nosotros sin su bondad inexplicable?
Benedetti es uno de los dos grandes escritores uruguayos de nuestro tiempo. El otro es Juan Carlos Onetti, fallecido en Madrid en 1994. Yo no conocía Montevideo, pero sus calles y plazas me resultan cercanas. Diría que familiares. Camino por ellas sin confundirme. Ciudad vieja. Avenida 18 de julio. Tres cruces. Pocito. Y El Prado, que es donde se encuentra la residencia presidencial de Suárez y Reyes. Hoy desocupada, aunque ofrecida hace unos días por el presidente José Múgica a los sin techo que deambulan por las calles. Siempre tuve curiosidad por entrar en un boliche. Pero como yo lo concibo ya no existe. Otrora eran los almacenes de coloniales, o pulperías de barrio, en la que los clientes compartían el trago del mostrador con el juego de bolos. Hoy el boliche es un local nocturno. De copa larga. Y también de baile. La calle Sarandí no es una prolongación de la Avenida 18 de julio sorteada ya la Plaza de la Independencia. Es al contrario. Porque Sarandí nace en el Río de la Plata, al que en Montevideo llaman el mar. Y discurre por toda la ciudad vieja, dejando a ambos lados nombres con historia. La mayoría ya inexistentes. Llevo conmigo el libro de cuentos Montevideanos, de Benedetti. Que he adquirido en la librería Más puro verso. Empecé a leer estos cuentos mientras apuraba un cortado en el Café Brasilero. Y he seguido en la Plaza Matriz. El Café Brasilero es la joya de la ciudad vieja. No sólo es arquitectonicamente hermoso, sino que es un lugar pequeño. Coqueto. E íntimo. Todo aquí es de otro tiempo. Incluso la mesa de la ventana que ocupaba Benedetti. Estos viejos lugares por lo general suelen estár asociados a quienes los dotaron de alma. El London City de Buenos Aires presume de la mesa de Cortázar. Como Casa Lucio muestra en Madrid la de Severo Ochoa. Y Casa Ciriaco -también en Madrid- la de Zuloaga. El Brasilero es el café más antiguo de Montevideo. Y se mantiene intacto desde su fundación. Es un café para soñar. Y también para leer. “Ambos miraban el zapato izquierdo que empezaba a brillar. El lustrador le dio el toque final y dobló cuidadosamente su trapito. Son veintincinco, dijo. Recogió el peso, entregó el vuelto y se fue silbando hacia otra mesa, mientras volvía a masticar la mitad del escarbadientes que había conservado entre las muelas”.
A estas calles del viejo Montevideo suelen acudir los jóvenes lugareños a ensayar el candombe. La música del candombe está asociada a las viejas raices afrouruguayas. Chico. Repique. Y piano. Porque el bombo es otra cosa. Son tambores de negros. Traídos por los esclavos que desembarcaban en esta ribera de la Plata después de la fundación de la ciudad en 1726 por Zabala. Y que hoy aportan ritmo a las comparsas del Carnaval. De otro lado están las murgas, tipos que -según Galenao- circulan por las calles con las caras pintadas, hablan de los problemas de cada día y toman el pelo a los políticos. “El mozo se acercó, dejó el café liviano, y se alejó con las piernas abiertas, para que nadie ignorase que la transpiración le endurecía los calzoncillos”. En la confluencia de la Avenida 18 de julio con la calle Yi, y frente al Bar Facal, hay una pequeña fuente presa de candados que los enamorados dejan allí con sus iniciales como prueba de su felicidad. Es una tradición que ya comprobé en otros lugares de Europa. Entre ellos, el Ponte Vecchio de Florencia. Y supone un oásis de amor en medio de la jungla urbana. La noche se adelanta en Montevideo. Y las principales calles y avenidas comienzan a despoblarse. La 18 de julio es la principal arteria comercial, financiera y administrativa de la ciudad. Es ruidosa. Y en ella compiten con fuerza los luminosos comerciales. McDolnald frente a Banco de Santander. Fue trazada sobre el antiguo Camino Real a Maldonado. Y conmemora la fecha en que fue jurada la Constritución. Artigas, padre de la patria, cabalga en medio de la plaza de la Independencia, hoy entre andamios. Y los 33 orientales que contribuyeron a la segunda emancipación del país dan nombre a una plaza cercana. La Puerta de la Ciudadela recuerda un pasado colonial que se fue. Y el Teatro Solís, una vida más culta que hoy se añora. El Prado fue el barrio de la aristocracia ganadera del XIX. Y el otrora Mercado del Puerto cobija apretadas parrillas de carbón a la que acuden los turistas a desgustar los asados de la cocina criolla. Pero conserva su estructura de hierro construida en Liverpool por la Union Foundry. También le acompaña una pequeña plazoleta con una réplica exacta de la fuente de Canaletas que regaló a la ciudad años atrás el Ayuntamiento de Barcelona. Elijo para seguir con mi lectura una taberna frente al puerto atestada de clientes. La gata que fuma, se llama. Y en ella hay un cartel de la Sala Zitarrosa anunciando un concierto del cantautor andaluz Javier Ruibal. Benedetti sonríe a la ciudad vieja a medida que me la enseña. “Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes y además importados, irrompibles, modernos”. Hoy es domingo. Y la fuerza de la radio provoca silencios en la taberna. Es el fútbol, que en Uruguay también es literatura. “Levanta la pelota Ignacio González. La pierde. Britos avanza. Ubica el esférico en la ratonera. Y gol”. Siento como mía la desolación del arquero.