Sábado, 11 de junio. Esta tarde he ido a ver a La Dama del Armiño. La impresionante obra alegórica de Leonardo da Vinci que se expone en el Palacio Real de Madrid como pieza estrella de la exposición dedicada a Polonia. De Leonardo conocía hasta ahora La Gioconda. Y también La última cena, su mejor obra. Que se encuentra en Santa María delle Grazie de Milán. Frente a La Gioconda he estado detenido serenamente las tres veces que he visitado el Louvre. Hoy hice lo mismo ante a La Dama del Armiño. El retrato de medio perfil de Cecilia Gallerani tambien conocido como La Belle Feronnière. Por la similitud que tiene con un grabado del mismo autor que lleva ese nombre. Y he vuelto a salir tocado con una obra de Leonardo. Y del Renacimiento italiano. Por su belleza. Y también por su quietud. Patente en la mirada. Y en la ternura que esta joven mujer le ofrece al pequeño animal que sostiene en sus brazos. Un armiño blanco. Mascota salvaje historicamente asociada a la aristocracia. Pero que en la Antigüedad era símbolo de sosiego y equilibrio. También de pureza. Cada obra arrastra su propia historia. Y La Dama del Armiño acumula tanta como belleza y calidad posee. Por primera vez Rembrandt se me ha quedado pequeño. Porque en esta exposición actua de telonero de Leonardo con un extraordinario retrato de gran valor (y pintado en 1641) que preside la sala anterior. Y que lleva como título Niña en un marco. Propiedad del Castillo Real de Varsovia. Pero quién mejor que el pintor holandés para dar paso al maestro del saper vedere en una de su más cualificadas obras. Por su técnica y porque Gallerani irrumpe -vestida alla spagnola– como si estuviera escuchando a alguien que está fuera del cuadro. Y a la que dirige una sutil sonrisa.
Cecilia Gallerani fue amante de Ludovico el Moro, duque de Milán. Y de quien tuvo un hijo. Pero al casarse éste pro verba con Beatrice d’Este -hija del duque de Ferrara-, fue alejada de la Corte no sin antes ser compensada con posesiones y otras prebendas. Terminó casándose con un rico aristócrata. El conde de Bergamino. Que cayó rendido ante ella por su belleza y el dominio exquisito que poseía para la composición poética, de la que por desgracia no se conserva obra alguna. El retrato fue pintado por Leonardo en 1490 cuando Gallerani tenía sólo 17 años. Pero a su muerte -46 años después- se le perdió el rastro al cuadro. Tres siglos sin noticias hasta que en 1798 fue adquirido en Italia por el príncipe polaco Adam Czartorysky. Desde entonces su vida ha sido tan convulsa como la de Polonia. Al igual que La Gioconda -que es obra posterior-, La Dama del Armiño arrastra viajes, exilios y traslados. También un éxodo secreto. La Gioconda estuvo en manos de reyes, acompañó a Napoleón en sus aposentos privados y fue víctima de un robo. Y el retrato de Gallerani huyó de invasiones, revueltas y guerras. Siguió a la familia Czartorysky en su exilio por Europa. Permaneció cuarenta años bajo la égida comunista. Y desde 1991 está asignada a una fundación que se encarga de su custodia y conservación en el Museo Czartorysky de Cracovia, pero bajo la supervisión de sus herederos legales.
Los nazis confiscaron el cuadro tras la invasión de Polonia. Y La Dama del Armiño pasó a formar parte de la colección del Museo Kaiser Friederich de Berlín. Pero el representante de Hitler en Polonia, el general Hans Frank, logró su devolución a Cracovia. No para que fuera exhibida en un museo sino para que le acompañara en sus oficinas militares. Tal como hiciera Napoleón con La Gioconda. Que la extrajo del Louvre para colocarla en su dormitorio. Sin embargo, La Dama del Armiño regresó forzada a Alemania tras la liberación de Polonia. Y los aliados la encontraron al poco tiempo en el castillo que Frank poseía en Baviera. En donde había sido escondida junto a otros objetos valiosos también robados. Resulta sorprendente que obras como éstas corran igual riesgo que los seres humanos. Y que rebasen en el tiempo a quienes representan convirtiéndose en piezas artísticas universales de incalculable valor. Por el pincel de Leonardo hemos sabido más sobre Cecilia Gallerani. Y sobre su contemporánea Lisa Gerardini, La Gioconda. Como gracias a Goya supimos más de aquella duquesa de Alba que posó desnuda como maja. Y gracias a la pintura de Frida Khalo también supimos de los sufrimientos que la atormentaban. Cuando Picasso pintó La Mujer en azul nos llevaba a los ambientes femeninos más osados del Madrid de primeros de siglo. Y cuando después pintó Las Señoritas de Avignon reflejaba en clave protocubista el colorido de los burdeles de la calle Avinyó de Barcelona. Leonardo da Vinci fabrica belleza con La Dama de Armiño, pero también nos traslada con su pintura la candidez y la inteligencia de quien retrata. Cuenta Janusz Walek, conservador del Museo Nacional de Cracovia, que ya de niña Gallerani era tan cualificada en sus dotes artísticas y literarias que la comparaban con Aspasia de Mileto, la esposa de Pericles. Y con Asiotea, alumna de Platon. Esta tarde de sábado existe bullicio en torno al Palacio Real de Madrid. Y en la Plaza de Oriente concurre gente de todo tipo. Niños que juegan con sus padres. Parejas de enamorados que se tienden sobre el cesped de sus jardines. Barquilleros, mimos y masajistas chinos. También turistas de un sinfín de paises que fotografían los exteriores palaciegos. Dentro, y ajena a este murmullo, permanece Cecilia Gallerani con su armiño. Me ha encantado conocerla.