Lord Byron me atrae más por sus excentricidades que por su poesía. Tal vez porque me interesó antes su vida que su obra, esta última vivo reflejo de su marcada personalidad, temperamental y rebelde. Tremendamente provocadora. A George Noel Gordon Byron, sexto lord de Byron, lo estudié por primera vez como poeta en el bachillerato, pero algunas de sus andanzas eran ya por mi conocidas al haber sido uno de los escritores románticos que pasaron en el siglo XIX por mi ciudad natal, a la que dedicó hermosos piropos. También le inspiró un elegante poema, The girl of Cadiz (La joven de Cádiz), que compuso más tarde en alta mar cuando navegaba hacia Cerdeña. Byron hizo un corto recorrido en 1809 por el sur de España, entrando a caballo desde Portugal en dirección a Gibraltar, donde le esperaba su equipaje. Fue una viaje corto, previo a la ocupación francesa de ese extremo de Andalucía, para visitar a sus parientes escoceses de Jerez, instalados en el negocio de los vinos desde la llegada en 1754 del primer Gordon -de nombre Arthur- a Cádiz, huyendo de las persecuciones religiosas en Gran Bretaña. Este antecedente me inclinó a conocer aspectos de su agitada vida, que fui descubriendo en mis lecturas con enorme curiosidad, a veces no exenta de pasmo. Extravagante y despilfarrador en su juventud, llegó a ocupar con apenas 21 años un escaño en la Cámara de los Lores. Pese a su cojera, que disimulaba con perfección, fue hábil en la práctica del boxeo, la esgrima y la natación, hasta el punto de atravesar a nado el estrecho de los Dardanelos, emulando la leyenda griega de Leandro. Y en el sexo -que practicó de manera desenfrenada sin distinción de amantes- lo inició siendo aún niño su propia institutriz, una joven calvinista que se desahogaba perversamente de sus pasiones mientras lo introducía en La Biblia.
La personalidad desbordante de Byron está reflejada en su permanente desafío, propio de aquellos exaltados años. Invirtió el mito de don Juan –su principal obra, aunque inacabada-, sustituyendo a aquel burlador libertino de Tirso, y después de Molière, por un don Juan inocente que es seducido por las mujeres. Un personaje apasionado como este poeta inglés no podía ser otro que el inductor -aunque no su inventor– de otro mito, el de Frankestein. Fue en el gélido verano de 1816, año en que las nieves del hemisferio norte se impusieron a las estaciones más cálidas debido a una erupción volcánica. En aquella situación climática anormal, Byron reunió a un grupo de amigos en Villa Diodati, su residencia suiza cerca de Cologny, a orillas del lago Ginebra. Entre los convocados figuraban la joven escritora Mary (Godwin) Shelley y John William Polidori -su médico personal-, a quienes retó a escribir historias de terror. Ahí nació, de la pluma de Shelley, Frankestein o el moderno Prometeo, obra matriz de este mito. Y cuyos primeros capítulos estuvieron acompañados por el aliento de Byron, conversaciones científicas con Polidori sobre la aplicación de rayos eléctricos para dotar de vida a los cadáveres y noches de pesadillas de la autora. Mary Shelley, de vida tan apasionante como la de Byron, rondaba entonces los 20 años. Acudió a Villa Diodati junto a su amante, el poeta Percy Shelley, entonces casado, del que estaba locamente enamorada. Pero Frankestein ya existía en la vida real. No con el nombre inmortalizado por esta escritora inglesa, sino con el de Andrew Crosse, un científico contemporáneo que alardeaba en sus charlas de haber experimentado descargas eléctricas sobre cadáveres.
El mito de Frankestein lo incorporó por primera vez al cine en 1910 el inventor Thomas Edison, que entre sus muchas actividades dirigía una productora, pero el éxito no le llega hasta los años treinta, cuando Universal Pictures lanza una versión libre dirigida por James Whale que protagonizan los actores Colin Clive y Boris Karloff, éste último en el papel de monstruo. Muy pocas películas de la veintena que conforman la presencia de Frankestein en el cine respetan la trama de la novela de Shelley, llegando algunas a presentar al protagonista -originalmente un estudiante de medicina- como un personaje infernal, cuando en realidad nació como un aventurero de la ciencia al que se le fue la mano en su experimento. Entre quienes han desempeñado el papel de Frankestein en la pantalla figura el cantante Sting, que protagonizó en 1983 The Bride (La novia), cinta dirigida por el británico Franc Roddan, que acabó en fracaso. Todo lo contrario a lo sucedido con uno de los grandes del cine de terror, el también británico Peter Cushing, que se convirtió -desde que reencarnara al personaje en La maldición de Frankestein (1957)- en el actor que más veces ha interpretado exitosamente al mito creado en Villa Diodati. Ocho años después de aquel encuentro en Suiza, Byron fallecía en Missolonghi, Grecia, a causa de la malaria. Mary Shelley residía ya en Londres, a donde se había instalado en 1822 tras morir ahogado Percy, ya entonces su marido, en un naufragio cerca de La Spezia. Jamás se casó de nuevo. Ni tuvo otros amoríos, pese a que fue pretendida por el escritor Washington Irving, autor de Cuentos de la Alhambra. Escribió nuevas obras, pero siempre su nombre quedó asociado a Frankestein. Una provocación de Byron en un gélido verano junto a un lago suizo.