Primer sábado de septiembre. Estoy en Colliure, pequeña localidad costera del extremo sur de Francia, a 26 kilómetros de la antigua frontera española. El reloj de la Iglesia de Notre-Dame des Anges (Ángeles), cuya torre de piedra penetra en el mar, marca las cuatro de la tarde, lo que anuncia suavemente su carrillón. La tramontana se introduce a modo de rachas en el pequeño puerto pesquero d’Avall, intensificando su brisa, pero agitando las plácidas aguas -tan azules como su cielo-, donde una veintena de mallorquinas, fondeadas a su abrigo, se mecen al compás. Todavía luce un sol radiante, que extiende su luminosidad por la cala, pero ya en declive, dando sus primeros pasos camino del ocaso. Camino todavía de horas que en este rincón mediterráneo del Rosellón algunos agricultores aprovechan para apurar su jornada de vendimia. Y donde niños y mayores se congregan en sus plazas y rieras, los primeros interpretando pasos de sardanas y los segundos compitiendo en el juego de petanca. Estoy sentado en el Café le Saint-Elme, con el mar enfrente, a espaldas de la cornisa, que escoltan a modo de vigía un viejo molino del siglo XVI y dos fuertes defensivos. Majestuosamente a mi izquierda, se levanta el Château Royal, también de piedra, que en su día fue residencia veraniega de los Reyes de Mallorca. Colliure es una extensión de Cataluña en esta parte de Francia. No en vano perteneció a la Corona de Aragón e, incluso, a los Austrias, hasta que a mediados del siglo XVII se integró definitivamente en Francia.
Es también Colliure un lugar de silencios, solamente alterado en días de verano. Por aquí han pasado Picasso, Matisse, Deroy, Dufy, Chagall, Derain, Marquet y otros tantos pintores, que han dejado inmortalizado en lienzo su bello puerto. También aquí residió el novelista británico Richard Patrick Russ, más conocido como Patrick O’Brian, autor de una veintena de relatos situados en tiempos de Napoleón. Los restos de O’Brian reposan desde 2000 en su nuevo cementerio, pero en el viejo, en la rue du Jardin -dentro del caserío–, descansan desde febrero de 1939 los de Antonio Machado. Y los de su madre, Ana Ruiz, fallecida tres días después. Llevaba más de diez años sin pisar este viejo cementerio de Colliure, pero hace unos meses me propuse renovar la cita al conocer el fallecimiento en México -en marzo pasado- de Eulalio Ferrer, uno de los últimos supervientes del exilio español. Ferrer, extraordinario amigo, era en aquellos meses últimos de la guerra civil un joven capitán del Ejército de la República, que había podido cruzar ya entonces la frontera con Francia en su huida de las tropas de Franco. Me contó varias veces su encuentro en Banyuls, muy cerca de Colliure, con Machado y su madre. El poeta, ya enfermo y triste, descansaba en un banco junto a Ana, preguntando insistentemente por su hermano José, que había quedado rezagado en el éxodo. Cubierto con su inconfundible sombrero, intentaba a duras penas, junto a su anciana madre, combatir el frío. Ferrer los identificó, se desposeyó de su capote militar y cubrió a ambos. Era enero de 1939, semanas antes de su adios definitivo.
La tumba de Machado permanece igual que siempre. Un conjunto de cipreses, el más joven a su izquierda, hacen de aquel lugar un espacio sombrío, monótono, que solo alteran los colores vivos de tres banderas republicanas colgadas de su lapidario ya gris, a las que acompaña discretamente una senyera catalana. Sobre su superficie se extienden flores frescas, pero también otras ya secas, que se mezclan con manuscritos, fotografías, placas recordatorias y otros objetos. Un buzón a rebosar de cartas advierte de que allí hay aún vida. Y sólo el paso de los trenes de la línea que une Port Bou con Perpiñán quiebra la paz del lugar. En aquel momento no había allí nadie, pero la cancela de este viejo cementerio siempre está abierta. Muy cerca se ubica el viejo Hotel Bougnol-Quintana, donde falleció Machado, cuya fachada permanece intacta, pero está cerrado a cal y canto, como si también se hubiera ido con el poeta. Fueron cinco minutos de respeto, que luego he recordado en la terraza del Café le Saint-Elme, frente al Mediterráneo y junto a mi cuaderno de notas. Como también he recordado aquel patio de Sevilla. El traslado a Madrid. Soria y Leonor. Baeza y Segovia. Los años de Paris. La República , la casa de Rocafort y el éxodo que le llevó a la muerte. Ajenos a mis silencios, unos bañistas disfrutan del mar mientras grupos de turistas fotografían la murallas del Château Royal, el pequeño puerto pesquero o la torre de Notre-Dame des Anges. Y cuando llegue el día del último viaje/y esté al partir la nave que nunca ha de tornar/me encontraréis a bordo ligero de equipaje/casi desnudo como los hijos de la mar.