Un barrio es el espacio donde vivimos y nos sentimos próximos, pero los límites de su demarcación lo fijamos nosotros -los que lo habitamos-, que somos quienes, al fin y al cabo, hacemos de su vida y sus costumbres una manera de convivir. Madrid, aunque parezca mentira, es una ciudad de barrios. Me refiero al Madrid de puertas adentro. No la de Alcalá o la de Toledo, sino aquellas otras que nos ayudan a integrarnos. Yo vivo en una calle céntrica y castiza, que se llama de la Bola. Pertenece a un barrio antiguo asomado al Madrid de los Austrias, que sufrió la refoma isabelina de la Plaza de Oriente -cuyo inductor fue José Bonaparte- y la revolución urbanística de los años veinte que dió lugar a la Gran Vía y la plaza del Callao. La de la Bola es una calle que une la plaza de Oriente -si la extendemos hacia San Quintín y el monasterio de la Encarnación- con la plaza de Santo Domingo, aledaño de la Gran Vía que recibe su nombre de un convento de la Orden de Predicadores que desapareció con la desamortización de Mendizábal. En ella se encuentra la taberna de su mismo nombre, que desde 1870 regenta la familia Verdasco (la del tenista) y que como plato principal ofrece el cocido madrileño, servido en puchero de barro, como mandan los cánones. También a esa calle da la fachada posterior del Hotel Tripp Ambassador, antigua casa-palacio del duque de Granada de Egea y cuyo jardín, hoy abandonado, es un refugio de gatos, que es como popularmente son conocidos los madrileños desde que un joven, de gran habilidad, intentó trepar sus murallas árabes en época de Alfonso VI.
Personas que viven en soledad, como yo, hacen del barrio su propia familia, porque jamás hay que considerar a la empresa donde trabajas como tal. Cerca de mi casa, un edificio isabelino de 1862, rehabilitado, vive María, excelente escritora, Ángeles, admirada periodista, otra María, compañera de trabajo, Daniel, joven director de cine, y su esposa Laura, actriz de éxito, Marga, antigua galerista, José, camarero de un restaurante de la Cava Baja, Paloma, madre una princesa, y Bill, exquisito entendedor de toros que dejó su Nueva York natal para vivir en Madrid. También reside en este caserío mucha gente anónima -la mejor- o famosa, que no viene a cuento citar. Frente a mi casa está el primer edificio -propiedad de una aristocrática familia- que empleó el cemento blanco en su fachada. También se encuentra en esta calle, en su parte más meridional, la Taberna El Mollete, que regenta el matrimonio zamorano compuesto por Úrsula y Tomas, a donde acudimos -tras la caída del sol- algunos vecinos atraídos por su selección de vinos y cocina exquisita. No muy lejos, en la plaza de la Marina Española, está también el restaurante El Senador, que dirige el segoviano Ángel Gutiérrez. Es un horno de asar, del más puro estilo castellano, situado frente al acceso principal del Senado, donde en los días de pleno cohabitamos vecinos y padres de la Patria que no disponen ya ni de conductores ni de escoltas, como mi amigo Joan Lerma, ex ministro y ex presidente de la Generalitat valenciana, Antonio Gutiérrez Limones, alcalde de Alcalá de Guadaíra, o Isidre Molas, presidente de los socialistas catalanes. En una de esas tertulias de barra en torno a los crianzas de la Ribera del Duero y los pinchos recien salidos de cocina que ofrecen con amabilidad Jesús y Aitor, los dos hermanos encargados de atendernos, es donde conocí a Elena Etxegoyen Gaztelumendi, entonces senadora del PNV, pero sobre todo mujer recia para comérsela de lo buena persona que es. Y es que, para quienes no lo entiedan, en esa barra suelen confluir en plena armonía senadores de todos los colores, que dejan a un lado sus diferencias políticas para ejercer la mejor de las virtudes, que es la amistad.
Los domingos suelo ir a comprar el pan al Horno de la Santiaguesa, en la calle Mayor, casi frente a Casa Ciriaco, antigua casa de comidas frecuentada por Cossio, Zuloaga y Camba, que se encuentra en los bajos de un edificio desde donde -el 31 de mayo de 1906- el anarquista Mateo Morral lanzó una bomba contra el cortejo nupcial de Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg. Allí me espera el veterano Jacinto, segoviano también y fiel guardían de su mostrador legendario que, sin yo chistar palabra alguna, me sirve el primer rioja del mediodía, acompañado de unas aceitunas de Campo Real coronadas por un sólo boqueron en vinagre. Con anterioridad ya he hecho los deberes leyendo los periódicos en el Café de Oriente, también de otro amigo, el cura Lezama, en cuyos salones se ha aposentado un gorrión que vuela con libertad por encima de las cabezas de los clientes. Pero también he recorrido algunas calles del barrio, como si no hubiera pasado por ellas nunca. La de la Amnistía, donde vivió y se suicidó Larra. O la de Arrieta, última morada de José Gómez Gallito, hasta que un toro acabó con su vida en Talavera de la Reina. Y algunas plazas, como la de Ramales, donde estuvo la iglesia en la que recibió sepultura Lope de Vega, o la más majestuosa de todas, la de Oriente, frente al Palacio Real, donde residió Verdi cuando dirigió en Madrid La forza del destino. Ya en el portal de mi casa, suena el cuarto para las tres desde el monasterio de la Encarnación. Cargado aún con lo periódicos, el pan y algunas frutas que he comprado en la tienda de chinos más cercana, me entran ganas de escuchar música antes de preparar el almuerzo. Tengo dudas y no sé si empezar por Noa, Soledad Giménez o Concha Buika. Pero siempre hago lo mismo y me decido por Niña Pastori.