Llegué a Argel en abril de 1979. Era mi primer viaje a esa ciudad como periodista. Trabajaba entonces en el diario Informaciones y lancé, desde allí, una exclusiva sobre una partida de armas españolas incautada al Ejército marroquí por el Frente Polisario. Me hice con la primera página del periódico no por las armas en sí -en su mayoría lanzamorteros procedentes de la factoría de Esperanza y Cía (Markina)-, sino porque habían sido fabricadas después de 1976, cuando España tenía prohibido el suministro de material bélico a Marruecos, entonces en guerra feroz con la insurgencia saharaui. Recuerdo que me registré en el Hotel Albert Premier, en la rue Pasteur, muy cerca de la Grand Poste y del único despacho de periódicos extranjeros que había en la ciudad, donde -sobre las tres de la tarde- se ponía a la venta una edición avanzada de Le Monde, que llegaba por vía aéra y se agotaba al instante. Argel me impresionó. Asomada a un Mediterráneo por lo general azul, el blanco que ensalza su majestuosidad es como un hiyab que oculta su verdadero rostro, el de una ciudad de boulevares y alminares, mestiza en lo cultural y adalid de un joven país, que vivía entonces su sueño revolucionario y que jamás se ha desprendido de Francia, a quien profesa pasiones de amor y odio.
En aquellos años setenta en Argel habían tres hoteles aceptables. El viejo Saint-George, rebautizado tras la independencia como El Djazaïr y que fue cuartel general aliado durante la Segunda Guerra. El Aurassi, una gigantesca estructura -para mi, de mal gusto- levantada por el arquitecto Moretti en los convulsos primeros años de la independencia. Y el Albert Premier, entrañable -aunque vetusto- hotel, que ocupaba (y ocupa) un céntrico edificio colonial de finales del XIX. Los salones de aquellos tres hoteles eran, a modo de escaparate, el mejor calco del régimen. Un sistema de partido único, de corte nacionalista y revolucionario, ideológicamente asentado en el socialismo de estado. Pero del que sobresalía una clase dirigente, de gusto exquisito y con la cabeza puesta en Francia, que elegía los glamourosos salones del Saint-George para sus conversaciones (que no tratos) con ejecutivos de las petroleras internacionales, hombres de negocios multivariados, diplomáticos occidentales en busca de información confidencial y agregados militares de todos los bloques. Si ese hotel representaba el lado occidental del sistema, El Aurassi, con vistas excepcionales a la bahía de Argel, ofrecía el otro. Frecuentado por la burocracia del partido único, en su salones se acogían tratos (que no conversaciones) con delegaciones oficiales de todo el mundo, se planeaban golpes de estado, se entregaban talones a las guerrillas africanas y se cerraban operaciones para terceros con padrinos soviéticos, cubanos o yemeníes. Todo a la vista del servicio secreto nacional, generalmente a comisión.
El Albert Premier -que nunca fue rebautizado- era distinto. Despreciado por la clase política, que no lo contemplaba en su escala de escenarios ad hoc, acogía en su salón-bar a una clientela internacional variopinta, compuesta por mecánicos de patentes, vendedores de maquinarias, soñadores de un mundo mejor, aventureros de los desiertos, periodistas y profesores de cualquier idioma, pícaros de todas las profesiones y mucho despistado. Allí conocí a Antonio di Oliva, un viejo colonnello retirado y natural de Génova, con conocimientos de solfeo, que solía viajar a Argel con frecuencia. En una de mis conversaciones con él previas a la cena, me contó que lo mismo vendía armas al menudeo que equipos para perforar pozos o partidas de calzados de uso militar. Hacía sus negocios desde aquel hotel para el resto del continente africano, donde algún estado recien descolonizado llegó a encargarle partituras para su himno nacional. Di Oliva y sus enseñanzas entre aquellas paredes desconchadas del Albert Premier, mi primer pequeño teatro del mundo, dejaron en mi -entonces con apenas 25 años- huellas imborrables. Una de esas tardes, entre copas de martini, el viejo colonnello me comentó, a modo de consejo, que las metas son más fáciles de alcanzar en la vida con música que con ruido. Desde entonces empecé a ser mejor periodista.