Dostoviesky describe en El jugador (1866) una ciudad ficticia que llama Roulettenbourg. Tal ciudad no es otra que Wiesbaden, importante balneario alemán próximo al Rin que era frecuentado desde mediados del siglo XIX por la aristocracia rusa. En realidad, lo que hizo Dostoviesky fue trasladar su propia experiencia a la literatura, pues fue una víctima más del juego en esta ciudad termal, quedando atrapado por las deudas. Y siendo perseguido durante un tiempo por sus acreedores. Aquel edificio en cuyo salón de juegos se arruinó Dostoviesky desapareció en 1905, pero en su lugar se levantó otro de grandes dimensiones con predominio del color blanco que sigue cobijando hoy día ruletas y mesas de juego: el Kurhaus. Cuya fachada principal representa un pórtico clásico sostenido por seis columnas corintias. Wiesbaden y la vecina ciudad de Mainz, o también Maguncia, distan apenas 13 kilómetros. Y están separadas por el Rin, que deja en una orilla al estado de Hesse. Y en otra al de Renania-Palatinado. Son ciudades con cultos diferentes, pero pertenecientes a la más próspera Alemania. Desde tiempos romanos, el poder curativo de sus 24 fuentes termales convertía a Wiesbaden en uno de los lugares más concurridos al norte de los Alpes. Templo de aguas termales y capital del vino de Rheingau -cuya fiesta principal se celebra estos días frente a la antigua residencia del duque Guillermo de Nassau, hoy sede del Parlamento de Hesse-, Wiesbaden me retrae a un glamoroso siglo XIX en el que la vieja Europa se comunicaba a través del Rin, con Brahms y Wagner recorriendo sus calles. Goethe, Bismarck y el propio Dostoviesky alojados en sus más distinguidos hoteles. Mansiones fantásticas con carruajes apostados al hilo de los porches. Iluminados salones de baile amenizados por selectas orquestas de cuerda. Y una corte rusa que prefirió al croupier antes que al zar en los años previos al 17. Maguncia, por el contrario, es la patria de Guttemberg, inventor de la imprenta moderna. Erigido en estatua de bronce, obra de Thorvalsen, el viejo herrero Guttemberg preside desde 1837 la ciudad. Flanqueado por la catedral de San Martín y los grandes almacenes Karlstad. Y frente a frente con el Teatro Nacional, con capacidad para 2.500 espectadores. En septiembre inicia la temporada de ópera, con La Traviata, de Verdi. Y El Barbero de Sevilla, de Rossini. Dos clásicos para una ciudad eminentemente clásica, que el 27 de febrero de 1945 fue ferozmente bombardeada por 435 cazas de la RAF con un balance de 1.209 muertos. Y el 80 por ciento de su superficie urbana destruido. Los ingleses querían aniquilar las instalaciones ferroviarias de la ciudad, pero no lograron su objetivo puesto que tres días después del bombardeo se reanudó el tránsito de trenes.