I ka kené (Cómo estás)?, preguntó Diane, mi conductor en Mali, al recogerme en la puerta de Le Grand Hôtel, de Bamako. Toro té (Muy bien), le respondí en bambara, la lengua local más hablada. Es 24 de diciembre. Diane ha preparado su Mercedes 190 diessel verde metalizado para hacer una pequeña tourné por Bamako, que significa caimán de pantano en esa lengua. Estoy en África Occidental. En un hermoso país que otrora formó parte del Sudán francés. De gente educada. Orgullosa de su cultura. Con una música espectacular, que se interpreta en percusión de calidad. Mali fue uno de los tres grandes imperios que controlaban en la Edad Media el comercio transahariano. Oro. Sedas. Piedras preciosas. La sal gema del desierto. Hace un día templado en Bamako, capital del país. Tirando a caluroso. La tierra roja me devuelve recuerdos de África. En la década de los ochenta. Cuando pisé por primera vez esta ciudad, que se encuentra entre colinas. Y que observo transformada. Doblemente poblada. Más extensa. Con mejores infraestructuras que en aquellos tiempos en que mandaba todopoderosamente Musa Traore. Con ocho años ya de feliz democracia. Que le ha dado estabilidad y respeto en África. Y con ese colorido que acentúa su identidad. Presente en todos sus rincones por la indumentaria bubú. Pero más contaminada que nunca por el humo que despide el gasoil quemado. Con un segundo puente sobre el Níger donado por el rey Fahd en los noventa. Más allá del que yo ya conocía, el de los Mártires. Y con un tercero que está construyendo China para sustituir a aquel otro casi al ras del cauce. Levantado en la época colonial. Que conducía a la vecina localidad de Sotuba, ya clausurado. Me llama la atención el crecimiento del parque vehicular. Que colapsa sus avenidas y bulevares. La mujer conduce aquí el ciclomotor erguida. Con la elegancia de una amazona. Moderando la velocidad. Enseñando al hombre. Tiene la mujer en Bamako un museo (Muso kunda) dedicado a su condición. Y desde hace quince años forma parte activa del Ejército. Las calles están a reventar en esta mañana víspera de Navidad. Los sotramas verdes (transporte popular) circulan abarrotados en zig-zag uno tras otro, emparejados con los duduruni, que son furgonetas a modo de jardineras. También repletas. Sorteando camiones, autos particulares y taxis, que aquí se distinguen por su color amarillo. Escoltados por centenares de motociletas chinas del tipo yakarta, que se detienen en bloque y sin apenas espacio entre sí ante la llamada roja de los semáforos que regulan el trafico en cruces y rotondas. Permitiendo apenas el paso de transeuntes. Y el de todo tipo de viandantes. Porque en las calles de Bamako se vende lo inimaginable. Tarjetas para teléfono, tapices, telas africanas, calzados, frutas de temporada, hortalizas, verduras, bolsas con alcuzcuz, especies, animales vivos, golosinas, muebles, neumáticos, muñecos hinchables, collares, huevos frescos, hojas medicinales, bolsas de agua helada para calmar la sed. Y una impresionante variedad de productos de manufactura procedente de China. Que se ha hecho con el comercio local.
La ciudad es como un gigantesco bazar que emana desde el Grand Marché, el principal espacio de abastecimiento público. Enlazando con la Casa de las Artesanos. Encrucijada de tiendas que exiben tallas de madera, máscaras tribales, bisutería africana y un conjunto de trabajos a mano sobre bronce, cuero o tela de algodón. Frente a la Gran Mezquita. Y a 800 metros de N’Golina. Otro mercado importante. Cerca del lujoso Hotel L’Amitié, levantado por Gaddafi. Como la mezquita a la que popularmente asocian su nombre. La segunda que ha donado el líder libio a Bamako. Blanca con trazos verdes en su alminares. Construida al mismo tiempo que la embajada americana. Que está enfrente. Dicen que fue un desafío. Cierto, pero ahora cohabitan. La primera como atalaya vigilante, con el despacho del embajador con vistas al Islam. Y la mezquita cumpliendo mision espiritual ante Occidente. Con las cinco llamadas del muecín. Hemos cruzado la vía férrea que une Bamako con Dakar, dejando a la derecha la vieja estación colonial levantada por los franceses. Diane me lleva hacia Culoba, la gran colina desde la que se divisa en panorámica el paso del Níger por la capital. Un atajo junto al Hospital Du Point G nos conduce al lugar aparentemente más alto de Bamako, donde se erige el poste de la televisión nacional, la ORTM. Lugar solitario aquel, pero el mejor para apreciar la grandeza de este río que nace en Guinea Conakry, atraviesa Mali, Níger, Benin y Nigeria, donde desemboca formando delta en el golfo de Guinea. El río de mayor longitud de África, navegable hasta Bamako. Que Plinio creyó que formaba parte del Nilo. Creando un misterio que permaneció rayando el XIX, hasta que el explorador escocés Mungo Park fue descubriendo poco a poco para Occidente su actual trazado. Que no pudo presentar en vida al rey de Inglaterra porque murió ahogado en sus aguas a la altura de Busa (Nigeria) asediado por los haussa.
Uno de los mejores lugares para tocar el río es el Hotel Mande, en la llamada Cité del Níger, a 4 kilómetros del centro de Bamako. Donde crea una postal natural de gran belleza al atardecer. Que en las puestas de sol con bruma convierte a sus aguas en estanques de plata vieja, con islotes verdes ensombrecidos entre los que navegan en pinazas los pescadores bozo ya de regreso a casa. Formando siluetas que sólo las permite África. Desde el 2001 no se ven hipopótamos en el Niger a su paso por Bamako. El ruido de la gran ciudad, los nuevos puentes, el desorden climático de estos tiempos y la irregularidad en el torrencial de las lluvias estacionales les ha alejado de aquí. Mali significa en bambara hipopótamo. Me dice Diane que él fue testigo del paso de la última pareja. Que iba remontando el río hacia Guinea. Lo que provocó una avalancha de gente hacia el puente de los Mártires. Que no quiso perderse el espectáculo. Convirtiéndose aquello en una fiesta. Junto a la embajada rusa, se erige el centro de formacion profesional Père Michel, de los Salesianos. Que desde hace décadas viene formando en oficios a muchos malienses. Sin distingo de creeencias. En un país donde el 90% de la poblacion es musulmana. Tolerante. Que ha incorporado el día de Navidad a su calendario festivo, pero sin boato alguno. Diane me comenta que su familia no celebra estas fiestas, pero si acude a felicitar a sus amigos cristianos. Es consciente que Al Qaeda anda por el norte del país. Y lo lamenta. Todo esto viene de Argelia, me confiesa. Es muy cortés Diane. Un hombre sincero, diría yo. Me asegura que los malienses son buenos musulmanes. Nada que ver con quienes propagan el terror invocando a la religión. Los franceses tienen poder en Mali, pero aquí caemos mejor otros europeos. A lo españoles nos identifican con Messi. Con Casilla. Y es común entre los jovenes malienses vestir camisetas del Real Madrid. O del Barça. Emulan a sus ídolos nacionales en el extranjero. Desde el mítico Tigana a los Kanouté, Diarra o Keita. Ni un producto español en los supermecados a los que acuden las élites locales, que están regentados por libaneses. Salvo un vino de mesa envasado de una marca muy popular. Que empezó hace unos años a introducirse en Guinea con doble proporción de azúcar. Hoy extendido en todo África Occidental. Y del que no puedo presumir ante Diane. Por ser él musulmán. Y porque no es lo mejor para alardear de España fuera de nuestras fronteras. Acabamos de llegar a Le Grand Hotel. Siete de la tarde, una más en Madrid. Ha sido un día intenso por las calles de Bamako. En el hall del hotel un grupo de franceses espera impaciente la apertura del comedor para la cena del reveillon de Nöel. Sin importales que todavia el muecín no haya llamado a la quinta oracion del día. El isha, que aquí conocen como safô. Kan bé sini sokoma, monsieur (Hasta mañana, señor), me dice Diane después de despedirse. Inichallah, (In cha’a Allah/Si Dios quiere), mon ami.