El Teatro Nuevo Apolo anuncia la obra De Carmen. Que no es la de Bizet, sino un homenaje a Carmen Amaya de la coreógrafa catalana María Rovira. La Capitana -como llamaban a la Amaya- murió a los 46 años en Begur a consecuencia de una peritonitis, después de haber conquistado el mundo y cautivado con su arte al presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y a la reina Isabel de Inglaterra. Este año se cumple medio siglo de la muerte de esta genial bailaora que creció en un poblado de barracas que existía junto a la playa de la Barceloneta. Y a quién el crítico Sebastiá Gasch definió como “un producto bruto de la Naturaleza”. Quizás su mayor ocurrencia más allá de los escenarios fueron aquellas sardinas que intentó asar en su suite del Waldorf Astoria utilizando como grill el somier de su cama. Recorro sin prisas, y tras dejar atrás este popular teatro, la plaza de Tirso de Molina y alrededores, epicentro peatonal del Madrid multirracial recuperado de la regresión y la marginación urbana. Esta plaza, nacida de la demolición de un convento mercedario tras la Desamortización, se llamó durante un tiempo del Progreso. Y hacia ese estado la encaminó el alcalde Ruiz-Gallardón en 2004 cuando la limpió de automóviles y ubicó en ella módulos cúbicos a modo de quioscos para la venta de flores. Si bien el proceso para concluir en plaza ideal discurre más bien lento a pesar de que hoy es uno de los espacios preferenciales elegido por los movimientos sociales de la ciudad para hacer valer sus reivindicaciones. Desde siempre fue Tirso de Molina una plaza de Madrid frecuentada por pintores. De hecho, en uno de los inmuebles que la circundan residieron los hermanos Gustavo Adolfo y Valeriano Becquer, este último pintor. También Joaquín Sorolla y su esposa Clotilde García del Castillo, quienes en 1889, a la vuelta de Italia, alquilan aquí una casa-estudio en la que un año después nacería Clotilde, la primera hija de ambos. Llama la atención la Taberna Tirso de Molina, un establecimiento de corte clásico, aunque relativamente reciente, decorado con maderas nobles y azulejos que reproducen obras del pintor y cartelista Toulouse Lautrec, singular personaje más propio de los prostíbulos y cabarets de Montmartre que del Madrid castizo de Lavapiés. El dramaturgo que da nombre a la plaza, fraile perseguido, pero hombre de profunda fe, y el pecador de la bohème parisina, sifilítico y alcohólico, caminan de la mano en este local, lo que para unos es un disparate. Pero para otros, una muestra más de lo diverso, y original, que es este barrio, antigua judería de Madrid. Pocos saben (al menos yo lo desconocía hasta hoy) que Pablo Ruiz Picasso y el desaparecido actor José Isbert compartieron vecindad en el número 5 de la calle de San Pedro Mártir, que se encuentra a espaldas de la plaza. El pintor residió en esa casa entre 1897 y 1898 cuando contaba tan sólo 16 años y se formaba en la capital. Mientras que José Isbert, entonces de 12 años y alumno de bachillerato en el Colegio de San Laureano, vivía allí con su madre, viuda de un ingeniero geógrafo. Durante su permanencia en esa casa Picasso contrajo la escarlatina.
Luce en Madrid un sol radiante, cuya fuerza lenifica una ligera brisa fresca. Es mediodía. Y la plaza de Tirso de Molina, así como las calles de Lavapiés, Mesón de Paredes y Embajadores, se presentan animadas. Me siento en una ciudad diferente, a caballo entre un bazar de Oriente y un suburbio racial de Detroit, pero en pleno corazón de Madrid. Con personajes como los de Tirso (el propio Don Juan, más burlador que amante, y Catalinón. Anfriso, Coridón y Batricio. Tisbea y Belisa. Y otros.) que hablan wu o chino cantonés. Urdu e hindi. Y árabe marroquí. Cuando no wólof, mandinga, soniké o fula, además de cualquiera de las lenguas latinas. En Lavapiés, un bar gallego toca puerta con otro de cocina india. Y una carnicería marroquí con un mayorista chino de ropa confeccionada. Hay casquerías de las antiguas. Y establecimientos que ofrecen ya cocinados entresijos, chorrillos, pitos picantes, zarajos y gallinejas, que es un plato muy tradicional de Madrid hecho con despojos del cordero. Aquí el curry no riñe con el pimentón de La Vera. Ni la pastela con el cocido. O la oración del viernes con el precepto dominical. Da lo mismo el Año Nuevo chino, el diwali hindú, el Ramadán o la Navidad porque los cuatro se celebran, además de la festividad de San Isidro Labrador, patrón de Madrid nacido muy cerca de aquí. Las iglesias de San Lorenzo y de San Cayetano fueron destruidas durante la guerra civil. Y después restauradas. Pero no ocurrió así con las Escuelas Pías de San Fernando, incendiadas por cenetistas al comienzo de la contienda. Y cuyas ruinas siguen tal cual -igual que Belchite-, aunque rehabilitadas desde hace unos años como espacio público. San Lorenzo fue otrora el lugar en donde estuvo emplazada la sinagoga de Madrid. De este barrio son los manolos y manolas de ambientación goyesca que rivalizan con los chulapos y chulapas del barrio de Maravillas, después Malasaña. Y que Ramón de la Cruz incluyó -a través de uno de sus sainetes- en la jerga castiza. Sin embargo, lo de manolo y manola está fundamentalmente asociado a los nombres que le daban judíos y moriscos conversos a sus hijos como manera de manifestar públicamente su adhesión al cristianismo. Junto a la Fuente de Cabestreros conversan animadamente grupos de subsaharianos. Parece un lugar de descanso del top manta que deambula como negra nube por los barrios comerciales de Madrid. Pero en realidad es una plaza pública que usan como referencia estos inmigrantes tras alcanzar la península desde el continente africano. En Mesón de Paredes se encuentra uno de los establecimientos más antiguos de la ciudad, la Taberna de Antonio Sánchez. O también llamada de los Tres siglos, porque fue fundada en 1830. Es un local de referencia taurina, glosado y frecuentado por escritores y artistas de antes y de ahora, que tuvo como propietarios al varilarguero Matías Uceta Colita y a los toreros José Sánchez del Campo Cara-Ancha y Antonio Sánchez Ugarte, de quién recibe su actual nombre. Y que, además de las veinte cornadas que recibió en las ocho temporadas en que anduvo por los ruedos, se popularizó en Madrid por haber estoqueado en la plaza de Tirso de Molina a un toro que se había escapado del matadero. Entre los clientes que han frecuentado esta taberna, regentada desde 1986 por el banderillero gaditano ya retirado Curro Cíes Niño del Matadero, se encuentra el mariscal Pétain, primer embajador que Francia presentó ante Franco al acabar la guerra. Y más tarde responsable del régimen autoritario (y colaboracionista) de Vichy.
Searching for sugar man (En busca del hombre azúcar) es una reciente película dirigida por el cineasta sueco (de origen argelino) Malik Bendjelloul, que ha obtenido con ella un óscar. Cuenta la historia real de un misterioso cantante de rock de origen mexicano residente en un suburbio de Detroit, y llamado a secas Rodríguez, que graba dos albúmes en Estados Unidos que concluyen en estrepitoso fracaso. Sin embargo, sus canciones llegan casualmente a África del Sur en los años 70 -en pleno apartheid– y se convierten -mediante edición pirata- en referentes de la juventud de aquel momento. Pero ni los surafricanos saben quién es Rodríguez -sobre el que corre la leyenda de que se había quitado la vida en un escenario- ni este es consciente de su éxito fuera de Estados Unidos. Veinte años después, normalizada la situación en Suráfrica, dos de aquellos jóvenes entusiastas de sus canciones rastrean el mito con intención de conocer alguna referencia sobre el hombre que fue capaz de escribir (e interpretar) Cold fact, adoptada como símbolo de la lucha contra el apartheid. La sorpresa fue mayúscula. Porque aquel cantante que creían muerto –Sixto Díaz Rodríguez (Detroit, 1942)- no sólo estaba vivo, sino que se trataba de una persona sencilla, padre de tres hijas, que se ganaba la vida realizando obras de reparaciones domésticas. Y que jamás se había embolsado un sólo dólar por sus copias, pese a haberse vendido medio millón de sus discos en Suráfrica. Porque siempre fue un anónimo. Y porque nunca fue proyectado (y planificado) por la discográficas para el éxito como lo fueron las grandes figuras del rock blanco. Llámese Elvis, llámese Dylan. En tiempos globalizados como los de hoy es impensable que se repitan historias como éstas. Pero afortunadamente en todas las ciudades del planeta existen Rodríguez. Y el cantante de Detroit, de la misma forma que durante años fue un ciudadano anónimo, también lo podría ser de este barrio multirracial, cuando no contracultural, de Madrid. Emplazado en primera línea frente a los grandes problemas urbanos que afectan a nuestra sociedad. Pero con una enorme capacidad creativa para la supervivencia. Igual que en estas calles otrora residieron el arquitecto Churriguera, el músico Bocherini o el alcalde Alberto Aguilera, promotor del madrileño Parque del Oeste. Y también Isbert, Ruiz Picasso e, incluso, Antonia Mercé La Argentina. O el mismísimo Luis Candelas, verdadero Don Juan de Lavapiés. En estos tiempos presentes residen otros nombres (pero sobre todo hombres y mujeres) asiáticos, europeos, africanos o latinos tan anónimos como desconocidos. Pero que en sus países de origen han sido, y son, excelencias artísticas. Y también los mejores de su oficio o profesión. No lo sé, pero lo delatan esos ojos con los que me cruzo en estas plazas y calles. Toutcoluleur de la etnia fulani. Shindis y penjabies de India. Árabes y bereberes del Magreb. Chinos de Qingtian. Peruanos, ecuatorianos y brasileños. Ya a mi regreso a la plaza de Tirso de Molina observo una placa que advierte que en uno de sus edificios residió el pintor Timoteo Pérez Rubio, esposo de la escritora Rosa Chacel. Y artífice de que las obras del Prado no fueran destruidas durante la Guerra Civil. Pero momentos antes he pasado por la calle de la Magdalena. Y me he detenido unos minutos en el Club de Payasos. En cuyos salones cuelgan pinturas y fotografías. Y se guardan grandes recuerdos de la historia del circo y de sus mejores artistas españoles. Tonetti, que se llamó antes Jovirio. Eduardini, nacido en Lavapiés y reclamado para el cine por Ingmar Bergman. O Daja-Tarto, de nombre Gonzalo Mena Tortajada, el mejor faquir que ha pasado por una pista de circo en España. El sol comienza a apretar. Y me despido de este rincón de Madrid convencido de que he realizado un largo viaje sin noción del tiempo dentro de una pequeña caja de sorpresas.