En junio de 1986, siendo entonces corresponsal del diario El País en Rabat, acudí a un coloquio de intelectuales marroquíes que se celebraba en Tarudant, hermosa ciudad al sur del reino conocida también como La pequeña Marrakech. Quién me embarcó en aquel viaje fue Mohamed Benaissa, antiguo alcalde de Asilah y en aquel momento ministro de Cultura de Hassan II. Benaissa, hoy jefe de la diplomacia marroquí, se lamentaba con vehemencia ante mi de que los españoles no prestábamos atención ni a la densa historia ni al rico bagaje cultural marroquí, arguyendo para convecerme que -en los momentos dorados de Al Andalus- una y otra orilla del Estrecho compartían una misma y única civilización. Así que, para limar asperezas, me encaminé, con sahariana y pantalón a juego, una libreta, un bolígrafo y un pequeña bolsa de viaje con ropa para dos días, hacia aquella ciudad amurallada y capital de wilaya -a 70 kilómetros de Agadir-, que se encuentra enclavada entre dos cordilleras montañosas que dan lugar al valle del Suss, donde en tiempos califales se cultivaba la caña y cuyo azúcar era llevado en caravana por mercaderes hasta la misma Córdoba.
El coloquio reunía allí a poco más de un centenar de intelectuales marroquies de lo más dispar, celosos y desconfiados entre ellos, pero unidos por un profundo sentimiento nacional, adhesión a la causa árabe y encendido malestar contra los paises de Occidente, a quienes culpaban -unas veces con sorna y otras con desacato- de falta de oportunidades y de incomprensión hacia sus trabajos artísticos y literarios. Había también mucha exageración en ese encuentro, la antitésis de lo que era un simposio porque los allí reunidos discutían desordenadamente haciendo de sus foros ambiente de cafetín. Benaissa no había advertido de mi llegada y cuando me presenté en el hotel que acogía aquellas reuniones, me dirigí en francés a un grupo amplio de congresistas que me recibieron como intruso, observando yo que varios de ellos se llevaban las manos a la cabeza como diciendo la que nos ha caído encima. Aquellas caras atónitas, y cuanto menos malhumoradas, me lo decían todo. Podía pasar perfectamente yo como una provocación del occidentalizado Benaissa a los sentimientos más árabes de sus creativos compatriotas. Y como si mi presencia allí -la de un periodista extranjero interesado por las discusiones- fuera la de un exorcista con pretensiones de ahuyentar demonios. Cuando estaba a punto de darme la vuelta, escuché una voz fuerte que en árabe coloquial me reclamaba ante sí y que provocó un inmediato silencio entre los presentes. Era un tipo alto, de larga barba y ataviado de chilaba, con un impresionante collar que descansaba sobre su pectoral, que empezó a interrogarme de forma recriminatoria en un español con acento tetuaní, exigiéndome mi credencial. Terminada la farsa, empezó a reirse, contagió a los demás y me dijo que vivía en Sevilla. Entonces todo cambió, dándome de beber el té y ofreciéndome así su hospitalidad en aquel encuentro.
Aquel árabe grandullón que lideraba el grupo de intelectuales de Tarudant no era otro que el mismísimo Ahmed Ben Yessef, uno de los pintores más importantes de Marruecos entonces y ahora. Tenía la autoridad entre los presentes de haber triunfado en Europa, de ahí su liderazgo y carisma. De aquellos días en el sur marroquí nació una fraternal amistad entre nosotros que permanece hasta hoy. Hemos paseado y conversado juntos muchas horas, en Rabat, en su viejo estudio del Barrio de Santa Cruz, de Sevilla -ciudad en la que reside desde 1967-, o en su casa veraniega de Restinga Smir, junto al mar y en las cercanías del Rincón de M’diq, pequeño pueblo de pescadores entre Tetuán y Ceuta -con las antenas de televisión dirigidas al vecino del norte-, donde han sido enterrados la joven madre Dalila, primera victima mortal de la gripe A en España, y su hijo -el neonatao Ryan-, víctima de un espantoso error médico. Ahmed es un hombre integrador, con el pensamiento siempre puesto en la convivencia entre españoles y marroquies, profundamente religioso, enemigo de la corrupción y del tráfico de personas, e idolatrado en su ciudad natal, Tetuán, La Paloma blanca, como las que él suele pintar en sus óleos orgulloso de su identidad norteña. Sé que estos días lo está pasado mal -diría yo tremendamente mal- por esta doble desgracia que nos tiene horrorizado a todos, españoles y marroquíes, mientras otros -los más cercanos a la responsabilidad de lo ocurrido- se echan las culpas mutuamente en un lamentable espectáculo que me avergüenza.