Café sin humo

Hay en Ciudad de México un lugar especial que se llama Café La Habana, que se ubica en la confluencia de las calles Morelos y Bucarelli, cerca de lo que allí llaman El Reloj chino. No tiene tinte colonial ni siquiera sus austeras paredes que bajan de sus altos techos transmiten esa nostalgia que muchos españoles buscamos en tierras de América, pero encierra leyenda. Fue fundado en 1952 por un personaje del México cantinero llamado Apolinar Rodríguez, a quien le conocían por el sobrenombre de El Centavo, tal vez por su pasión por reunir para sí esta pequeña moneda de pobres que representa la centésima parte del peso nacional. No sé si Apolinar era de origen español, como la mayoría de los dueños de cafés y cantinas mexicanas de la época. O si había llegado al Distrito Federal desde Cuba, también procedente de nuestra emigración. Pero me da que sí, porque el Café La Habana conserva los cánones de ese estilo inconfundible que impregnó la emigración española a México, con jóvenes asturianos y montañeses que acudían al reclamo de parientes ya establecidos para trabajar duramente primero como empleados y después relevarlos al frente de la propiedad, dando así continuidad al negocio. Lo cierto es que Apolinar Rodríguez nos ha dejado para la posteridad un establecimiento que compite en historia con otros lugares de esta gran ciudad, que tiene por costumbre avanzar hacia la modernidad sin desprenderse de lo que en cada momento considera parte de sus valores.

anuncio20luminosoCada vez que viajo al Distrito Federal es para mi parada obligatoria (y tempranera) el Café La Habana, que conocí hace años de la mano de un viejo amigo que solía frecuentarlo en la década de los setenta cuando en sus mesas se fraguaba el llamado movimiento infrarrealista (versión mexicana), que fue una insurrección cultural de corta vida que aglutinó en aquellos años a un grupo de intelectuales nacionales y exiliados chilenos que estaban en contra la cultura oficial. Pero por allí acudían también clientes de los más variopinto, desde poetas que escribían en sus mesas cuartillas que nunca llegaban a publicar a personajes cantinflescos del México urbano y popular, pasando por conspiradores y soñadores revolucionarios a los que seguían con disimiluada discreción toda una legión de policías secretos y soplones de la vecina Secretaría de Gobernación. Era también lugar de cita de escritores, fotógrafos y periodistas, puesto que también muy cerca se encuentran las redacciones de cuatro de los más importantes diarios de México, entre ellas las de Excelsior y El Universal. De todo esto queda ya poco en el Café La Habana, puesto que los hábitos de los clientes han ido cambiando al paso de los años, pero sí sigue acudiendo al olor a grano tostado que despiden sus cafeteras un mundo de personajes de distinto origen y profesión que le da aún a aquel lugar -donde se muele también café veracruzano de venta al público- un sello especial, no exento de decadencia.

El Café La Habana estuvo amenazado años atrás por la piqueta, pero sus clientes se movilizaron y aquella iniciativa especuladora no prosperó. Recientemente se ha convertido en un espacio sin humo por la reciente disposición gubernamental que prohibe bajo sanción fumar en los lugares públicos. Pero un Café La Habana sin humo, pese a sus lecheros, largos americanos e, incluso, expresos, o sus molletes, cuernitos y dulces de fina bollería, no es lo mismo ya que reduce los aromas de su más preciada leyenda, que se transmite oralmente de mesero (camarero) a cliente en las últimas cuatro décadas. Y es que entre aquellas paredes, en las que se cruzaban olores a cigarro habano y café veracruzano, se reunían a mediados de los cincuenta Fidel Castro, Raul Castro y el Ché Guevara para conspirar contra Fulgencio Batista. Unos dicen que acudían por la nostalgia del nombre habanero del establecimiento y otros para su propia seguridad porque al lado está la Secretaría de Gobernación. Pero lo rigurosamente cierto es que en una de las mesas del Café La Habana aquellos jóvenes insurgentes (y después guerrilleros) prepararon minuciosamente, entre cigarros y cafés, el desembarco del yate Granma, que supuso el definitivo regreso de Castro a Cuba (estaba exiliado en México) y el origen de aquella revolución. Una leyenda que seguirá presente, allí junto a El Reloj chino y las redacciones de aquellos viejos periódicos, pero ya sin uno de sus más preciados aromas.