La cantina Belmont está en la calle Milán, en la Colonia Juárez, a orilla de lo que llaman en Ciudad de México la Zona Rosa. Conserva el sabor de los viejos establecimientos tequileros, con una cocina mestiza, en la que se combinan los escamoles a la mantequilla negra (plato prehispánico) con el chamorro (codillo alemán), el ceviche de pescado -robalo o huachinango– o el pulpo a la manera gallega, que se suelen acompañar con tortillas azules de maiz y un surtido de chiles. La cocina en México es cultura y tradición, además de hábito, y cantinas como la Belmont, fundada en 1925, se afanan por mantener en sus cartas platillos anteriores a la Conquista y también aquellos otros que se han ido incorporando con las migraciones europeas. A la Belmont acuden políticos, funcionarios y artistas, además de escritores y periodistas de la llamada Esquina de la Información, por encontrarse cerca de allí algunos de los periódicos cuasi centenarios de México. Dispone de un mobiliario uniforme de madera barnizada, que hace juego con sus paredes y estanterías de cristal con fondo de espejo, en la que se situan ordenadamente las botellas de su licorería. Es un establecimiento en el que se interpretan en vivo las grandes canciones de este país, ya sean de Negrete, José Alfredo o Lara, pero también el lugar idóneo para escuchar los corridos revolucionarios, que es la historia cantada de ese periodo que marcó el México moderno. Carabina treinta, treinta./¡Que los rebeldes portaban!/¡Y decían los maderistas,/que con ellas no mataban!
El corrido es una balada que dignifica al héroe popular, sea bandido o general, pero también glorifica hazañas, muchas de las cuales están unidas a la función que desempeñaron los ferrocarriles mexicanos en la Revolución, al empleo de la dinamita o a las asonadas cuarteleras. La cantaban trovadores populares -en su mayoría gente veterana, a veces invidente-, que recorrían zócalos, mercados, pulquerías y cantinas, acompañados de guitarra, trasmitiendo con música la tradición oral de México. Todavía se componen corridos, sobre todo para dejar constancia en la historia de conductas indecentes en la clase política. Pero los más sonados cuentan episodios de la Revolución, aunque hay otros que narran sucesos de la época, como el de Benito Canales, un campesino endeudado que mató a su acreedor, un huraño y miserable tendero que, cada vez que iba a devolverle parcialmente el préstamo, le subía al doble el coste de las sucesivas entregas, en este caso especies. Hay diferentes versiones sobre lo que ocurrió tras el crimen de Donaciano Martínez, que así se llamaba el tahúr, y parece que Canales huyó a California, donde fue prendido y entregado a México. Escapó de la prisión y se unió a las partidas de Emiliano Zapata y Pascual Orozco, pero fue perseguido sin éxito hasta que, por un descuido amoroso, terminó capturado por los rurales y asesinado por la espalda (ley de fugas), tras veinticuatro horas de sitio en solitario. Cuenta el corrido que esa larga resistencia fue reconocida por el suboficial al frente de la fuerza, que ordenó el toque de corneta cuando el prófugo, reventado por las balas, se desplomó en el suelo. Decía Benito Canales/cuando se estaba muriendo:/mataron a un gallo fino/que respetaba el Gobierno.
Todas las tardes, a partir de las seis, llega a la cantina Belmont Francisco Román Velázquez, un hombre enjuto, de fina voz, nacido en Chiapas y a quien llaman El trovador del sur. Acomodado en una silla, coloca la guitarra sobre su pecho, cruza las piernas, y empieza a interpretar, con candidez y sin cesar, pieza tras pieza del cancionero mexicano más popular, que a veces alterna con melodías musicales -también mexicanas- de nuestros días. Román Velázquez canta ya a los clientes más rezagados, como broche final de un largo almuerzo, pero fundamentalmente es el nexo que une los dos turnos del establecimiento, al que a esa hora empieza ya acudir una clientela vespertina que busca cervezas bien frías, tequilas y botanas. El trovador del sur armoniza el ambiente, pero sus canciones van poco a poco conduciendo, casi al ritmo del viejo ferrocarril revolucionario, a aquellos tiempos de Porfirio y Madero, de Villa y Zapata, de Felix Díaz y Victoriano Huerta, de Carranza y Obregón, de John Red y Rosa King, o de la misteriosa Adelita, más leyenda que realidad, de quien no se sabe si se llamaba así, era una mujer de clase acomodada, enfermera de la soldadera o cocinera de las tropas huertistas, pero al fin y al cabo un icono musical. Sea quien fuere, la Revolución mexicana -cuidadosamente estudiada- tiene también su versión popular y la figura de Adelita, como ocurre también con la de Benito Canales, nos llega idealizada -ésta última a modo de himno– en el cancionero popular, tentando nuestras emociones, como una hermosa historia de amor entre un sargento y su musa. Y si Adelita quisiera ser mi esposa,/si Adelita fuera mi mujer,/le compraría un vestido de seda/para llevarla a bailar al cuartel.