En los años noventa mi buena amiga la actriz mexicana María Rojo lideró una maravillosa iniciativa para recuperar uno de los locales nocturnos más emblemáticos del Distrito Federal. Me refiero al Salón México, establecimiento casi centenario ubicado en la Colonia Guerrero, en pleno corazón de la ciudad, y que fue bautizado en su día como la catedral del danzón, baile originario de Cuba que los mexicanos hicieron suyo a finales del XIX, incorporándolo de inmediato como seña de identidad a sus tradiciones, siempre revestidas de colorido popular. Consiguió María Rojo su objetivo y el Salón México, que llevaba años cerrado, reabrió de nuevo sus puertas, pero en un edificio colindante de ladrillo visto, más próximo en lo arquitectónico a los viejos almacenes textiles del Soho neoyorkino que a aquel barrio postcolonial de la capital mexicana. El edificio, conocido por La Nana, había albergado otrora una subestación eléctrica, cuya vetusta maquinaria quedó incorporada como elemento decorativo de su nueva etapa. Y a sus salones empezaron a acudir parejas de danzoneros de todas las edades, pero también gente de la bohemia mexicana, fundamentalmente periodistas, escritores y artistas, que apostados en sus mesas contemplaban con curiosidad los elegantes pasos de este baile entre el humo de sus cigarrillos y sorbos de combinados de ron.
De aquel local remozado mantengo recuerdos inolvidables, sobre todo de sus inicios, con María Rojo entregada en cuerpo y alma a su promoción. Fue allí mismo donde Manuel Polanco y yo presentamos El País México, embrión hoy de la edición americana del periódico. Y también allí fue donde por primera vez presencié este baile y supe de sus orígenes, que todos atribuyen al genial compositor matancero Miguel de Failde y Pérez, hijo de gallego y mulata cubana, cuya primera pieza estrenó el día de Año Nuevo de 1879. Concebido como el baile nacional cubano e inspirado en la country dance llegada de las islas británicas, vía Francia, el danzón entró en México por el puerto de Veracruz y la península de Yucatán, extendiéndose al Distrito Federal en los años de la Revolución y alcanzando su mayor apogeo con la aparición de la radio y la evolución de la discografía. El primitivo Salón México -ubicado en la misma calle del que yo conocí- fue inaugurado en 1920 en un edificio que antes había albergado una panadería. Me contaba María Rojo que allí acudían las muchachas del barrio a bailar descalzas, por lo que se tuvieron que habilitar carteles advirtiéndo del peligro de encontrarse con colillas encendidas en la pista.
El danzón consiste en bailar en pareja dibujando cuadros, con los pies en el piso y haciendo giros, todo ello acompañado de música orquestal. Este baile ha inspirado algunas películas, como Danzón, protagonizada por la propia Rojo, o Salón México, que ha llegado a tener dos versiones, una del Indio Fernández (1948) y otra de José Luis García Argoz (1995), ambas ambientadas en el mundo del cabaret. También ha dado nombre a una composición musical, como la del director de orquesta neoyorkino Aarón Coplan (1936). En su primera etapa, el Salón México abría de siete de la tarde al amanecer, pero en los años sesenta tuvo que cerrar sus puertas al fracasar como negocio por una disposición municipal restrictiva para el horario de los locales de baile. La segunda etapa también ha tenido un final parecido, pese a que el danzón sigue siendo un baile arraigado en México, aunque nada comercial para los establecimientos nocturnos. Cerró hace unos años, pero su pista dormida acaba de despertar de un sueño. Mónica Mateo-Vega contaba días pasados en el periódico La Jornada que volvía a abrir sus puertas, recuperando el viejo nombre de La Nana para convertirse en una fábrica de artes para niños interesados en la danza y en el mundo del circo. Al menos quienes allí se inicien podrán conocer su historia y aprender los pasos del viejo danzón. Pero nunca será lo mismo.