Cada año en vísperas pascuales llegaba a mi casa familiar de la calle de la Torre en Cádiz un sobre matasellado en Nueva York, en Londres o en Paris que albergaba una postal navideña con una pareja de baile español. Iba dirigido a mi padre. Que la depositaba a modo de libro abierto en el bureau georgiano del recibidor tras leer su dedicatoria con cariño. En aquellos sesenta Cádiz era una ciudad recogida. Mandaba Franco, que nunca pudo con su espíritu liberal. Que yo creo que tiene más que ver con la tradición heredada de la burguesía ilustrada que con los preceptos constitucionalistas de 1812, que oficialmente es el referente histórico de su forma de convivir. Cádiz era entonces una ciudad de intramuros. Con calles estrechas de cierros y balcones diseñadas para que corriera el viento sin la fuerza con la que sopla en mar abierto. En cada esquina había una tienda de ultramarinos. Que conocíamos todos por el nombre de su propietario. Montañeses que por estas fiestas exhibían ordenadamente en sus mostradores cajas repletas de mantecados, que vendían al peso. Los Tres Reyes, de Facundo Revuelta. La Unión, de Juanito. El Sol, de Ángel Barón. Uno tras otro en la calle Cervantes, donde en parte daba mi casa. Balcón corrido aquel, desde el que yo de niño pasaba horas contemplando el murmullo de la ciudad en clave familiar de barrio. Para nosotros los escolares las fiestas empezaban con el Sorteo Extraordinario de Navidad, que mantenía a las familias pegada a la radio. La voces de esos niños de San Idelfonso cantando los premios emulaban a las del heraldo que anuncia la buena nueva. Que eran relevados en la tarde por los vendedores de Diario de Cádiz que voceban la lista por las calles de la ciudad. La lotería era el motor de arranque de las fiestas. Las mujeres empezaban a preparar la masa de las tortas y los pestiños, a la que añadían vino de moscatel y matalauva, dejándola reposar horas hasta estirarlas para el corte. Que se hacía con vasos de cristal. Exquista masa frita aquella. Enmelada. Que se adornaba con bolitas de anís. Unas sobre otras. Llorando en miel. Sobre una fuente de porcelana blanca.
Cada familia montaba su nacimiento. Con figuras artesanales de barro cocido heredadas de los abuelos. Siempre faltaba una, que mi padre reponía a ojo acudiendo apresurado al Bazar España, en la calle Columela. Proveedor de belenes de los gaditanos. Como Casa Durán, que todavía existe. O Lepanto, establecimiento juguetero en cuyos escaparates circulaban trenes eléctricos que se detenían en estaciones alpinas escarchadas por la nieve. En la calle Novena. Cerca de la antigua confitería Viena, artesanos del turrón de Cádiz. El llamador de casa sonaba más de los normal. Eran los gremios solicitando el aguinaldo. El cartero. El afilador. El fontanero. El panadero. El lechero. El niño del almacen de ultramarinos. El sereno. Que se llamaba Manolo Segura. Y que acudía de paisano, sin el uniforme de paño azul con botones plateados a juego con su gorra de plato de la que sobresalía la heráldica municipal. Colgado de llavines, que sonaban a campanilleros cuando en la noche acudía a la voz del reclamo. En la vecina plaza de San Antonio, botones uniformados con paquetería fina acudían a casa de los Pemán. De los Aramburu. De los Huart. Mientras los guardias municipales que ordenaban el tráfico procedente de la calle Ancha se hacían acompañar de cestas panaderas para recibir también sus aguinaldos. Las oficinas de Hijos de Agustín Blázquez trabajaban más que nunca acumulando hojas de pedido. Y el padre Pepito -de nombre José Serrano Hidalgo– daba las últimas instrucciones al sacristán de la parroquia de San Antonio para la instalación de la Natividad junto al atril del altar mayor. Figuras de Olot de la Virgen y San José. La mula y el buey. Y un ángel anunciador cascarillado por el ajetreo de los tiempos. Faltaba el Niño, que reposaba oculto en el despacho parroquial esperando la misa del Gallo. En el bureau georgiano del recibidor de mi casa de la calle de la Torre aquella temprana postal navideña permanecía abierta, pero ya acompañada de bolsas de peladillas, turrones de Alicante y cajas de hojaldrinas de Alcaudete. Tarros labrados con fruta confitada. Botellas de anís y brandy. Olorosos de Osborne. Vinos finos de Ruiz Hermanos. Moscateles de Primitivo Collantes. Cavas de González Duboc. Todo cuidadosamente ordenado para la primera noche festiva. Mientras dos pavos vivos aguardaban su hora final atrapados en cestas de palma junto al portón. Indultados por nosotros del sacrificio, que finalmente se producía en casa de mi abuela. Último viaje. Hacia aquel caserón próximo a la calle Nueva. Con fogones de carbón. Pesa romana. Y copa con brasa de picón despidiendo olor a alhucema.
En la esquina de las calles Cánovas del Castillo (después Presidente Rivadavia) y San José, los empleados de La Predilecta, de Mariano González, preparaban las primeras bandejas de charcutería navideña, en finas lonchas que desplazaban con diminutas paletas de madera desde la máquina cortadora. Y en la frutería de los Lombardía, junto al Cine Gades, comenzaba el ritual de seleccionar los aguacates, piñas africanas, mangos y peras de grano gordo de sus pedidos. Que Peco -boina calada, conjuntado de azul mahón– se encargaba de llevar a cada domicilio en cestos de mimbre perfectamente presentados. En la plaza de San Antonio una familia de acróbatas internacionales tensaba a modo de ensayo el cable de acero sobre el que ya en la noche escalarían uno de los dos campanarios a modo de espectáculo navideño. Y en la plaza de España, un conjunto de atracciones configuraba lo que se conocía tradicionalmente como la Feria del Frío. Con un circo para niños que cada año se instalaba en lugares remotos de la ciudad según el solar disponible. En Cádiz sólo se iluminaban sus calles elegantes. Que eran las del paseo. Plaza de San Juan de Dios. Pelota y Compañía. Nueva y San Francisco. Hasta confluir en los dos extremos de Columela. Novena y Ancha. Puestos de castañas asadas. De garrapiñadas. Rondallas con campanilleros. Cafés repletos para merendar. Escaparates con maniquies de etiqueta. Y trajes de noche. Ornamentados con botellas de champaña, dos copas a juego y variedad de confettis. Pañería inglesa para regalo. Artículos de complemento. Bolsos de fiesta. Bisutería. Panderetas, matracas y zambombas. Con el barrio de Santa María regalando música de fondo. Donde familias gitanas y castellanas sin distingo alguno cantaban villancicos flamencos mientras freían sus tortas. Pablito. Gineto. Ezpeleta. Donday. Niño de los Rizos. Alfonso el de Gaspar. Curro la Gamba. Y La Perla. Cocedero de Baro. De Ortiz. Compás de Santo Domingo. Sultanas de coco y curruscos de maní. En el Colegio Arbolí -antigua Casa del Pueblo- los títeres de la Tía Norica representaban sus autos de Navidad, siguiendo la tradición del XVIII. Eran días de vísperas. De preparativos. Que en mi casa de la calle de la Torre adelantaba aquella postal navideña ya abierta sobre el bureau georgiano del recibidor. Cuyos remitentes eran José Luis (S.) Rodríguez y Pepita Sarazena, bailarines internacionales de España. Intérpretes de Turina. De Albéniz. De Falla. Él de El Puerto de Santa María y ella de Colwyn Bay, ciudad balnearia de Gales. Pero como si fuera de la tierra. Más de veinte años llevando la danza española por el Mundo. Descubridores de Enrique Morente, que fue niño seise en la catedral de Granada. A quien incorporaron en una de sus giras a Japón. Con apenas 25 años. Formando parte de su compañía de danza. Entrañables amigos de mi padre, que los animó años más tarde a retirarse en Cádiz concluida su carrera artística. Recuperando José Luis su antiguo puesto en la Caja Nacional. Con su piso de la calle Pintor Clemente de Torres, comprado con los ahorros de tantos años por el Mundo. Tokio, Osaka, Londres, Dublín, Paris, Munich, Montreal, Nueva York. Con quienes acudí en 1988 la presentación de la Bienal Flamenca de Sevilla. Los amigos ausentes de mi familia. Con nosotros cada Navidad en aquel bureau georgiano del recibidor de mi casa. Calle de la Torre, Cádiz de mi infancia. Postal de España, Navidad añorada.