Pasión apagada

Ya Eugenio Noel lideró en el primer tercio del siglo XX una de las más sonadas campañas abolicionistas de la lidia. Desde su posición intelectual. Así que nadie me va a convencer a mi ahora de sumarme a tal corriente. Que no es nueva. Ni va a acabar con lo que llaman Fiesta Nacional. Una cosa es que quien suscribe, que lleva muchas tardes de toros a sus espaldas, esté ahora de salida. Apagado. Pero que sepan los abolicionistas de hoy que jamás me verán detrás de una pancarta antitaurina. Entre otras cosas porque la lidia conlleva arte. Es tradición. Y también un espectáculo que da de comer a mucha gente. Dicho esto, quede aquí mi respeto para quienes están en contra. Y también para los que defienden la Fiesta. A quienes añado mi cariño. Entre otras cosas porque llevo esto de los toros de cuna. Desde que mi padre fuera gerente de la plaza de toros de Cádiz con José Ignacio Sánchez Mejías, su amigo. El hijo del malogrado torero del llanto de Lorca. El sobrino de los Gallos. Una excelente persona, que murió de un infarto en el callejón del Acho en 1966 cuando presenciaba una corrida. En Lima, donde un siglo atrás un toro acabó con Ponce, aquel torero gaditano del barrio de Santa María que en su agonía llamaba desesperado a su amada Cristina. La lidia está en la historia, en el cante, en la poesía, en el teatro, en la pintura, en las fiestas de los pueblos de España. Y en los de América. También en el cine, en el periodismo. En el baile. Y en la buena mesa. El toro y el hombre se enfrentan en combate de lances. Aquél con su bravura. Éste con la suerte, con el arte, con la burla. Es un duelo, que suele ganar el hombre. Pero que también puede perder. Con la vida, que es la que se juega. Todo esto es emocionante. Y produce respeto.

picador1Un día Fernando Quiñones me contó que acudió con su hijo de corta edad a Las Ventas. Los borbotones de sangre echaron a ambos de la plaza. Jamás volvieron a pisar un tendido. Pero nunca escuche de Fernando maldición alguna hacia la lidia. Siempre silencio, que es veredicto taurino. Otro día, a principios de los 80, acudí a Los Canasteros -el añorado tablao madrileño de Caracol– para presenciar una tertulia taurina tras la corrida de ese día en San Isidro. Manuel Vicent, excelente escritor, pero abolicionista declarado, cargó cruelmente contra la Fiesta, ridiculizando a sus personajes, especialmente al que protagoniza la suerte de varas, del que se mofó por los petos con que protege a sus caballos, que saltan al ruedo cubiertos desde la bragada a las cuartillas. Colchón le llamó Vicent, por otra parte buen amigo. Pero no me gustó aquello. Como tampoco a Paquirri, que desde una mesa cercana le rebatió con contundencia. Con respeto. Defendiendo la Fiesta. Y a sus gentes. Aquello fue una anécdota. Una discusión sobre principios, pese a la boutade del autor de Tranvía a la Malvarrosa. Prefiero los argumentos de un abolicionista que los de un periodista que se sale del guión. Y aquí me va a permitir Miguel Ángel Moncholí, cronista taurino de Telemadrid, que discrepe de sus comentarios, en los que ahonda en exceso sobre las cornadas, con imágenes ralentizadas -ampliadas igualmente- que hacen del percance un drama. Que si parte del público las recibe en vivo con los ojos cerrados, otros -como yo ante el televisor- las rechaza de principio. Cambiando de canal. Dicéndole adiós a la Fiesta, aunque luego me arrepienta. Cronistas así me invitan a salir de esto, cuando historicamente una cornada -siempre que no se eleve a tragedia- es más parte médico que periodismo literario. Prefiero a un cirujano explicando el éxito de su intervención a una cámara filmando los cortes en un quirófano. Puedo estar equivocado, pero pienso así.

Pese a ello, guardo grandes registros de la lidia. De su belleza. De la estética taurina, en suma. Compartí internado en Sevilla con Antonio Rivera, hermano de Paquirri. En días de farolillos se presentaba en el colegio el mozo de espadas del malogrado barbateño con dos entradas de tendido para verle en la Maestranza. Allí estaba yo, que ya era un privilegio con 15 años recien cumplidos. Tuve también la suerte de acompañar a José Bergamín -gracias a mi amigo, el ya fallecido doctor  Barros– por varias plazas españolas siguiendo a Rafael de Paula. Cuando el arte de torear era música estelar. Música callada. También viví en primera persona el dolor de la familia de Yiyo, a la que me entregué por amistad en aquellos momentos que siguieron a su muerte en la plaza de Colmenar. En aquel modesto piso de Canillejas, atendiendo el teléfono. Atemperando a mis compañeros de profesión que intentaban entrar en la casa para obtener unas palabras de aquella madre destrozada. Encerrada durante horas en una habitación. Distanciada del mundo. Escapando de la tragedia. He sido abonado de Sevilla. Me he visto el ciclo completo de Fallas. Frecuenté Sanfermines. He viajado a Nimes, a Palmira, en Colombia. Me he sentido en familia en Las Ventas, en La Maestranza, en la Plaza México, en Valencia, en Castellón, en La Malagueta, en El Puerto, en Santander. Y tuve el privilegio de conocer en 1983 a Domingo Ortega, ya anciano. Torero de leyenda. Que se retiró de los ruedos el año en que yo nací. Ídolo de mi abuelo materno. He sido amigo del inolvidable Manolo Vázquez. Y lo sigo siendo de Curro Romero. Cuento todo esto para evitar sospechas. Para que se sepa como he formado mi afición. Hasta donde llegó mi pasión. Pero estoy en reflexión. No quiero ver más cornadas. Huyo de la sangre. El riesgo no me atrae. Y me voy de esto, aunque parezca arrebato. Pero sin regalar mi decepción a nadie. Con mi contradicción a cuestas. Porque conmigo sigue vivo el recuerdo. La nobleza del toro. La luz de la plaza. Aquella música callada. El oro y la seda. Lances de belleza. Tardes de gloria. Siempre la poesía, que también es llanto. ¡Qué no quiero verla!/Que mi recuerdo se quema/¡Avisad a los jazmines/con su blancura pequeña!/¡Que no quiero verla!