Layenne es una transitada calle de asfalto del suburbio marítimo de Yoff, en las afueras de Dakar, muy cerca del camino de los cementerios. Y a espaldas del aeropuerto internacional Leopoldo Sedar Senghor, uno de los de mayor tráfico en África. Paso unos días en la capital de Senegal, en un coqueto departamento próximo a esta calle situado frente al mar, con olas que rugen sin cesar. Y que acusan aún mayor bravura en el silencio pacífico de la noche. De día, la bruma separa el radiante sol africano de la blanca arena de este litoral. Y en la oscuridad. La luna. Y su corte de estrellas. Reposan difusas, como si estuvieran protegidas por una catarata. Sólo el faro del Ngor irrumpe poderoso, pero son sólo destellos de luz que avisan a los navegantes. Y que apenas rompen este monótono espacio de desolada negritud. Ya al alba, jóvenes nativos corretean en grupo como gacelas por la orilla luciendo camisetas de equipos punteros de las ligas de fútbol europeo. Y también envueltos en otras que estampan los colores del equipo nacional. Verde. Amarillo Y rojo. Sueño que se añade al de muchachos (y muchachas) adolescentes que concurren a la vez a estas finas arenas fijando su mirada en el océano. Tal vez en busca de una vida mejor que presienten cercana. Pero que nunca llega. Existe tal pobreza que las rapaces acuden al litoral creyendo que en la bajamar van a encontrar a sus presas. Y las gaviotas vuelan en rasante buscando desperdicios. En una tierra donde apenas los hay. Cuadrillas de alarifes de negras espaldas desnudas asoman con sus utensilios, y herramientas, sobre pequeñas azoteas de viviendas inacabadas representando –al menos aquí- la fuerza trabajadora de África. Cada mañana acudo con mi minúsculo portátil al pequeño hotel Yia Yia, a cinco minutos de la casa, en busca de wi-fi para enterarme de lo que ocurre en el resto del mundo. No tengo televisor, lo que me hace sentir más libre. Y los periódicos locales apenas llegan con facilidad a este desgraciado extremo de la ciudad que el denso tráfico embadurna cada día de olor a diesel quemado. Yoff es un barrio de expertos pescadores lebu, que cada mañana se introducen con sus canoas, o piraguas de colores, en el mar para regresar en la tarde con enormes capturas de crustáceos y pescados. Que venden amontonados a precios irrisorios a orilla de la playa. Todo un espectáculo único, y diferente, de esta parte occidental de África. Cada mañana, me recoge a pie de casa con su desvencijado taxi amarillo (y negro) Abdú, mi conductor en Dakar. Es de confesión musulmana, como el 90% de la población de este país, rico en etnias y culturas. Y otrora colonia de Francia. Reside con su joven esposa e hijos en un pequeño habitáculo por estancias compartiendo morada con su anciano padre, las tres mujeres de éste -entre ellas su madre-, ocho hermanos y el resto de la prole. Desde tiempos inmemoriales los nómadas arábigos se desplazaban con sus dromedarios provistos mercaderías por la ruta de las caravanas hasta estas tierras cerradas por el Atlántico. Café, té, goma y la preciada sal a cambio de oro, marfiles, plumas de aves exóticas y pieles de fieras. Y sólo el descubrimiento del Nuevo Mundo dio al mar continuidad, pero para el cruel, e inhumano, tráfico de esclavos cuya llegada a destino aceleraban los vientos alisios. Y cuya cotización en guineas de oro mejoraba a tenor de la resistencia física, el estado perfecto de cada dentadura o la capacidad de reproducción entre las mujeres jóvenes. El poeta Senghor, primer presidente senegalés, restableció en verso el orgullo de su pueblo, proclamando la complementariedad e igualdad entre blancos y negros. Querido hermano blanco, / cuando yo nací, era negro, /cuando crecí, era negro,/ cuando estoy al sol, soy negro, /cuando estoy enfermo, soy negro, /cuando muera, seré negro.
En las calles de Dakar circulan modernos automóviles de alta gama junto a pequeños utilitarios de fabricación francesa –Peugeot, Renault, Citröen-, que tienen que sortear a cada momento un amplio parque vehicular de tracción animal que traslada a diario carga y toda clase de enseres de un rincón a otro de la ciudad. Existen rápidos autobuses públicos de color azul –Dakar dem dikk (Dakar ida y vuelta)-, pero las clases populares prefieren utilizar en sus desplazamientos los populares cars rapide, pequeñas camionetas de gestión privada sorprendentes por su colorido exterior. Mientras tanto, la publicidad urbana va reclamando esquina tras esquina las ventajas que para la modernidad aporta la telefonía móvil –Orange, Tigo, Exprèsso-, el sabor de siempre de Coca-Cola Zero pero sin azúcares, la facilidad en la recepción (y envío) de remesas de Western Union y la seguridad que garantiza al depositante el poderoso Bank of Africa. Este último en competencia con la Banque Islamique du Senegal, eficacia y compromiso social según sus lemas. Un euro equivale a 655 francos confederados. Y una carrera de taxi entre el cementerio cristiano de Bel Air y el musulmán de Yoff, tras cruzar de este a oeste la ciudad, cuesta poco más de dos euros. Ana oua keurgue (¿Qué tal la familia?), pregunta un taxista en wolof a un cliente local tras agradecer a Dios el inicio del servicio. Niungui fi. Diera dieuf (Está bien. Gracias). Cédric es un francés de Toulouse que desde hace unos meses regenta el Bar Le Kermel, junto al popular mercado de su mismo nombre, cubierto y de hermosa construcción colonial. Los franceses lo levantaron en 1860, durante años fue epicentro de la vida comercial de Dakar y fue reconstruido en 1993 tras un aparatoso incendio. Allí acudo cada mañana, ante un café expreso y con la mirada puesta en el mercado. Contemplado la entrada y salida de las cajas de pescado. Montañas de verduras y hortalizas. Flores y aves enjauladas. Y recibiendo, cuan privilegio, olores a especies que me regala desde su interior. Unidos a aromas a hierbabuena, cocos, papayas y mangos. Expertos tablajeros afinan sus cuchillos para dar certeros, y precisos, cortes a las piezas de carne. Tres ciegos caminan alineados, y ayudados con sus brazos, pidiendo limosnas al tiempo que recitan aleyas coránicas. Y una extranjera discute el precio de un kilo de moluscos, en los que entran mejillones, caracolas de mar e incluso algunos percebes en flor sobre roca. El Bar Le Kermel dispone de mostrador y estantes de oscura madera africana, taburetes giratorios y grandes ceniceros para fumadores. Presenta aspecto de los años 60. Y ofrece café, cervezas importadas, licores espirituosos, refrescos y especialidades francesas mientras un televisor plasma acerca colores de otros rincones del mundo a través de Canal+ Francia en su versión para esta parte de África. Este bar supone un alto en el camino, pero también un fantástico regreso en el tiempo. También representa una singularidad dentro de una ciudad que supera largamente el millón de habitantes. Y que desarrolla sus pasiones en los graderíos de los campos de futbol –el estadio Leopoldo Sedar Senghor o el estadio Demba Diop-, en los cuadriláteros de lucha senegalesa –Bombandier frente a Baya Bèye II, alias Baboye– o en la orilla del mar recreando entre sus gentes fantasías sobre el horizonte. Los griot son poetas que cuentan leyendas e historias recibidas por tradición oral. Y el bombolong es un tan-tan utilizado ancestralmente para enviar mensajes. La kora es el laúd africano. Y el balafón, un xilófono de madera. Son nombres que forman parte de la cultura secular senegalesa. Y que se emplean para la interpretación musical. O para maridar con ritmo la palabra. Los ancianos juegan al dominó junto a la playa o en otros espacios -siempre al aire libre- sobre gigantescos tableros de madera. Y los musulmanes más piadosos visten los viernes de impoluto blanco. Existen hermosas mezquitas con doble alminar a orillas del mar. Pero también una impresionante catedral con dos campanarios construida en los años veinte cuyo crucero cubren bóvedas apiñadas. Senegal es un país digno. Y de dignos profesos creyentes.
En los cruces de los grandes bulevares, y avenidas, de Dakar los ambulantes venden tarjetas telefónicas, accesorios de baño, toallas y alfombrillas, o relojes de pared y de mesa más toda una diversidad de pequeños productos de manufactura china interminables de contabilizar. Sólo detienen su actividad ante la llamada de las sirenas del camión de bomberos, las patrullas de policía o las ambulancias, que aquí lucen el doble distintivo de la Cruz y la Media Luna Roja. Son vehículos que siembran respeto. Y a los que hacen calle con temerosa inquietud. También se vocean periódicos, da igual el local L’Observateur que el francés Liberation. Hoy L’Observateur arranca en primera página con una entrevista con el nuevo director general de la Policía Nacional senegalesa, Abdulaye Niang. De adolescente fue pescador lebu, en 1967 se aficionó a la música reggae a través de Radio Sud de Gambia y de chaval practicaba el fútbol como lateral derecho, sosteniendo que fue un excelente jugador. Como lebu que es, se confiesa marcado por los principios de la igualdad y la solidaridad. Los lebu son orgullosos pescadores que se organizan administrativamente de forma autónoma, de manera que se rigen por normas y creencias musulmanas propias hasta el punto de que son responsables de la convivencia y el orden en su propia comunidad e incluso se saltan observancias clásicas de su religión. Yoff es un suburbio marítimo altamente lebu, que hoy domingo celebra en vísperas la festividad de la cofradía religiosa que les agrupa. Y cuyo fundador Saidi Laye descansa en permanente veneración en un morabito sagrado de verde cúpula que se erige junto a la playa. Los lebu de Yoff conmemoran su fiesta religiosa en devota peregrinación, algarabía y cánticos religiosos. Permanecen reunidos en familia bien en casas particulares o en acampada por los alrededores del morabito. Y se acompañan de camellos, terneros, chivos, corderos o aves de corral vivos que, al amanecer del lunes, son sacrificados a degüello, desollados y despiezados en plena calle para convertirse horas después en plato principal de esta confraternización. Cuentan que, cuando la marea es adversa, estos pescadores de ortodoxa confesión islámica suelen ofrecer alimentos al océano para que les devuelva capturas rebosantes de prosperidad, pues estas aguas son su único medio de subsistencia. Mientras Yoff inicia las fiestas en honor de Saidi Laye, el resto de la ciudad, y en especial el viejo barrio de Plató, toma como asueto la jornada dominical. La plaza de la Independencia, centro neurálgico del Dakar administrativo, apenas acusa tráfico. Junto a sus escasos, y vetustos edificios coloniales –la Cámara de Comercio o el Ministerio de Asuntos Exteriores-, se levantan modernos inmuebles gubernamentales o de la actividad financiera. En el Palacio Presidencial un plantón con uniforme de gala advierte que en esta estancia reside el primer poder republicano de la nación. Y un poco más al norte, junto a la dársena del puerto, y ya en la plaza de los Tiradores –símbolo de la hermandad franco-senegalesa en la Primera Guerra-, se encuentra la vieja estación de ferrocarril, un espléndido edificio de 1883 en ladrillo, con variados azulejos en su ornamento y marquesinas de hierro fundido sobre sus puertas de acceso. Pero se encuentra en deplorable estado de abandono, vencida en sus cimientos y con sus cubiertas en ruina. Cuando Europa se comunica con rápidos trenes que unen sus ciudades casi a la velocidad del sonido, el ferrocarril en Senegal permanece detenido en los tiempos de la colonia. El reloj de la estación de Dakar marca siempre las 8 horas 11 minutos, pero no se sabe desde cuando. Ni de dónde. Sin recursos gubernamentales para su conservación, por este rail de vía estrecha sólo circula dos veces a la semana un miserable expreso de pasajeros que unos dicen que llega a Bamako tras 36 horas de trayecto, con enlace en Tambacunda. Y otros cuando lo quiere Dios con su ayuda. También desde este terminal parte un obsoleto ferrobus de color azul claro a apeaderos vecinos, pero los pasajeros, tanto en aquel como en éste, deben de acudir directamente a las vías al encontrarse clausurado el vestíbulo principal de la estación. Y sus andenes invadidos por matorrales, deshechos y escombros. De aquí partió el primer ferrocarril de África Occidental, allá en 1885, que unía Dakar con San Luis. Legado memorable de la grandeur de Francia. Y aquí ha quedado enterrado para siempre todo deseo de un mayor acercamiento entre los pueblos ya libres de este incomprendido, desasistido y desgraciado continente. En cuanto que tú, hombre blanco, / cuando tu naciste, eras rosa,/ Cuando creciste, eras blanco, /cuando te pones al sol, eres rojo,/ cuando tienes frío, eres azul,/ cuando tienes miedo, te pone verde,/ cuando estás enfermo, eres amarillo, /cuando mueras, serás gris./ Así pues, de nosotros dos,/ ¿quién es el hombre de color?