Sopla viento de poniente en Cádiz. Y su brisa desfila como ejército vencedor por sus estrechas calles. Como un furtivo postulado brilló el mechero de los cómplices, escribió Caballero Bonald. Y eternamente irradia un son de vida, que sentiría Carlos Edmundo de Ory. Como Caletilla de Rota era conocido otrora un hermoso rincón de la ciudad situado frente a la bahía que la necesidad defensiva transformó para siempre. Cuentan los viejos libros que hasta allí asomaba el Campo de la Jara, cuyos cultivos se surtían de aguas de un único pozo llamado también de La Jara. Esa caletilla debió recibir (y despedir) en su día a los faluchos de vela latina, y de mástil inclinado, que unían a estas dos poblaciones -ciudad una y villa otra- separadas por el mar. De entonces, sólo queda aquí el olor de la marina. Y un paisaje en línea anclado en el horizonte. A este rincón los tiempos incorporaron un jardín en el que florecen rosas y buganvillas. Y al que da sombra una arboleda que discurre por un paseo de tres calles al que los gaditanos llaman alameda porque en sus inicios se plantaron álamos. Desde que se trazó como tal en el siglo XVII ha sufrido diferentes modificaciones que no han llegado a trocar su belleza. Y pasear por allí es como navegar costeando un vergel al ritmo que marcan los vientos, que cuando es de poniente surge fresco (y ligero) e invita a entrar en la ciudad por cualquiera de las calles que allí desembocan. Bendición de Dios. Vea Murguía. Calderón de la Barca. Fernán Caballero. Y Buenos Aires. En tiempos que yo no conocí hasta ese lugar llegaba un tranvía de tracción eléctrica que en verano se transformaba en jardinera. Pero en tiempos que sí conocí había allí una elegante fonda de nombre Bahía cuyos huéspedes concurrían junto a su puerta principal en amena conversación veraniega apostados en butacas de ratán trenzado. Paseo en el atardecer de este mes de julio por este rincón de Cádiz ya camino de sus calles interiores recordando otros tiempos. Y reconstruyendo, ayudado por la memoria, un paisaje de infancia que sé que nunca volverá, aunque en cada momento, y en cada paso, se conjuga de forma espontánea el presente. Tal vez porque estas calles conservan con celo su historia. Y tal vez también porque la muerte nunca es del todo completa si el recuerdo se mantiene imperecedero. En vano recorremos la distancia que queda entre las últimas sospechas de estar solos, escribió Caballero Bonald. Y el día que se rompa en pedacitos el enorme silencio del olvido será un eco anacrónico en mis noches, sentiría Carlos Edmundo de Ory. En Buenos Aires hay restaurantes que tienen nombre de viejos periódicos. El Globo, El Imparcial. Y en Cádiz había ultramarinos que también se reclamaban así. La Unión, El Sol. De mis tiempos de infancia eran estos últimos. Y también otros de referencia americana. Las Antillas, en la calle de San José. Y El Panamá, en la de Fernán Caballero. Yo inicié el parvulario en una pequeña academia de esta última calle. Con una maestra a la que llamábamos señorita Gloria. Y un maestro de nombre don Pedro. No sé por qué motivo, u ocasión, un día nos agasajaron con una Coca-Cola y un bollo dulce que por su forma de trenza era popularmente conocido como corbata. Y nos pidieron que esperáramos unos minutos a que un fotógrafo nos registrara a todos. Conservo esa foto. Y también el recuerdo de mi primer aprendizaje en lectura, de manera que cuando inicié la escolaridad en el Colegio de los Marianistas ya iba precedido de cierta ventaja. Ligera diría yo, porque al entrar en primaria tocó leer de forma tan avanzada que, sobre un tablón caracterizado, nos iban introduciendo también en el idioma francés. Una silla, la chaise. Una mesa, la table. Y una casa, la maison.
Suenan rastros de luz allá en la noche, escribió Caballero Bonald. Y he vuelto ahora sin saber por qué, sentiría Carlos Edmundo de Ory. Confieso que me siento feliz cuando paseo por Cádiz. Pero generalmente lo hago en soledad. Y también en silencio. En estos días ha habido una excepción. Una fantástica excepción. Porque la mujer tímida cuando arranca es una eclosión de palabras. Y de recuerdos si existe una infancia que coincide o ya después una madurez que acerca semejanzas. Cuando he paseado con ella he sentido pálpitos del pasado. Y he observado como se siente el presente. Una niña rodando con sus patines por la plaza de Mina. Y una mujer labrada así misma convirtiendo el mar en soberanía desde una azotea en plataforma sobre la Alameda. Cuando la conversación sobre la ciudad es horizontal sobran lunas y estrellas. E incluso la oscuridad de la noche. He descubierto que la luz en Cádiz es permanente. Y que sólo cambia en cuanto a tonalidad. La Onza de oro era una platería, propiedad de los Sucesores de la Viuda de Gualda, que se encontraba en la calle José del Toro. Una onza gigantesca, a modo de reclamo sobre su entrada principal, fue durante muchos años para mi un sol distraído que se hacía hueco en la noche. Hoy la echo en falta, pero en cambio tengo la suerte de encontrarme con la imaginaria luz que desprende una enorme bombilla que corona una de las esquinas de las calles Novena y Valverde. Y que, también a modo de reclamo, coronaba un establecimiento llamado La Instaladora Eléctrica. Esa bombilla procedía de una alegoría de la luz que conformaba una carroza del Carnaval de 1933. Y que el propietario del establecimiento adquirió después para instalarla donde todavía se encuentra. Fue siempre para mi una luna distraída que se hacía hueco en el día, pero ahora duerme abandonada por su tiempo en la soledad de la noche. Unas palabras son inútiles y otras acabarán por serlo, escribió Caballero Bonald. Y el inefable asilo de la nada reprime la hermosura, sentiría Carlos Edmundo de Ory. El nombre de Carmen en hebreo significa jardín. Poema en latín. Y viña en árabe. Pronunciarlo (y escucharlo) de forma dulce y delicada me introduce en las faldas de la Alhambra. O me desplaza ante la Virgen Negra de Nápoles. Pero, por lo general, me asigna junto a las espadañas simétricas de su mismo nombre de un convento de Cádiz que se levanta en el extremo oriental de la que fue Caletilla de Rota. De mis olores de infancia permanece el de la rosaleda de la Alameda. Y se fue para siempre el de la canela que desprendían los barquillos que mediante un cono de madera se elaboraban artesanalmente para las heladerías de la ciudad en un pequeño obrador que se encontraba en una esquina de la calle Bendición de Dios. Cádiz es olor más que perfume. Y viento más que aire. Sin embargo, silencio y soledad cohabitan. Y sólo se distancian cuando irrumpe la palabra. Hermosa cuando es bien recibida, desafiante y cruda cuando es insolente. En la plaza de San Antonio grupos de niños juegan a gritos. Y en los veladores de El Mentidero familias enteras se intercambian historias vanas. Huele a pescado frito en la calle del Veedor. Y a dama de noche en el Parque. Vivo allí donde estuve, escribió Caballero Bonald. Y líquenes de esperanza navegan por tu manto, sentiría Carlos Edmundo de Ory.
Gloriosos marinos dan nombre a las calles de Cádiz. Méndez Núñez, Apodaca, Churruca, Gravina. Y otras remontan a la vieja Roma. Columela, Fabio Rufino, Plocia, Pomponio Mela. Pero en la Caletilla de Rota desembocan la liturgia sacramental, los primeros astilleros industriales de la ciudad, La Gaviota, El gran teatro del mundo y el río de la Plata. No muy lejos de aquí se encontraba un colmado llamado La Parra de la Bomba, propiedad de un montañés llamado David Fernández Moratiño. Y al que acudió una noche Lorca con el torero Sánchez Mejías para ver cantar a La Niña de los Peines. Todavía existe, en la misma plaza del Mentidero, un café-bar, otrora también ultramarinos, de nombre El Serrallo. A primera vista, este apelativo podría estar más cerca de la imaginación de su primer propietario montañés que de su verdadero significado. Porque un serrallo como tal es el nombre de las dependencias reservadas en las que residían las esclavas, u odaliscas, que conformaban el harén de los sultanes otomanos. Mi memoria consume sus fronteras entre las turbias órdenes del tiempo, escribió Caballero Bonald. Y todas las aves cantan secretas en la antigua lejanía, sentiría Carlos Edmundo de Ory. Intuyo que mi paseo por Cádiz tiene una deriva que se salta las horas sin que nadie lo detenga. Hay un comienzo, pero no un fin. Y recibo, gozoso yo, el privilegio de la palabra compartida. O de la palabra que brota de la timidez enclaustrada como música que crece y es recibida con agradecido silencio. Noche de poniente en Cádiz, noche de la Alameda. De la Caletilla de Rota. Y de poetas sin sueldo. Caballero Bonald, viejo argonauta de noches sin paredes. De Ory, revolucionario músico de lobo desde el estado de la conciencia. Cádiz en suma, pero en dos variantes. Caballero Bonald ha paseado interminables tardes por esta Alameda que fue Caletilla de Rota. Y De Ory nació en ella, en el seno de una culta familia cuyo progenitor fue también poeta. Y amigo de Darío. En Caballero fluye sangre cubana, pero también instinto marino. Y el abuelo de Ory fue capitán de navío de primera clase (contralmirante hoy), pero él solo tripuló hasta su reciente muerte una choza donde prefería el polvo antes que la hipocresía. No quiero que termine la noche. Y de momento se manifiesta libre. Pero llegará la hora. En la plaza de Candelaria se escenifica una parodia musical desde un balcón. Y en la de la Catedral el caminante siempre encuentra la bienvenida al reposo merecido. Después, un trago, una luz y un blasón sobre el portal de una casa distinguida. Calle Rosario, otrora de olor a vino. Y a pan recién horneado. Hoy espejo de una noche en La Habana. Y fin de trayecto. De un día de poniente en Cádiz donde la brisa desfila como ejército vencedor por sus estrechas calles. Con una estrella de seis puntas al frente. Y un periodista sin sueldo en la retaguardia. Despierta, ya es de día, mira los restos del naufragio bruscamente esparcidos en la vidriosa linde del insomnio (José Manuel Caballero Bonald). Y el sacerdote que en Tanagra presidía la procesión de Mercurio llevaba un cordero sobre sus espaldas… (Carlos Edmundo de Ory).