Cuando residía en Sevilla pasaba a diario por una calle llamada Cabeza del Rey don Pedro. Muy cerca de La Alfalfa. Y próxima a otra de nombre Candilejo. En el número 30 de ésta última se levanta una casa hasta hace muy poco habitada por un especulador inmobiliario foráneo que tropezó con la retrafina de la ciudad. La casa estaba protegida por cámaras de seguridad. Y permanecía casi siempre cerrada a cal y canto. Pero no era esto lo que levantaba la curiosidad de los transeuntes. Sino una hornacina en su parte superior que guarda el busto en piedra del rey Pedro I el Cruel. Uno de los personajes de la historia que más leyendas ha dado a la ciudad. El busto no es contemporáneo porque procede del cincel de Marcos de Cabrera. Profuso escultor cordobés del Siglo XVI que ha pasado a la gloria de la imaginería religiosa de Sevilla por ser el autor de la talla serpentinada del Cristo de la Expiración, más conocido por El Museo. La obra de Cabrera vino a sustituir a otro busto -éste de barro- que había sido colocado allí en tiempos del Rey cruel. Cuentan en la capital andaluza que una noche se produjo un crimen en aquella encrucijada de calles. El autor huyó dejando como prueba el crujido de rodillas que le producía al caminar una secuela de la infancia. Defecto que atrajo la atención de una anciana que presenció lo ocurrido. Los herederos del infortunado tiraron de ella como testigo para obtener justicia. Y le tocó a Pedro I dirimir el conflicto. Comprometiéndose a colocar en el lugar del crimen la cabeza del asesino si se descubría su identidad. La anciana fue conminada por el monarca a señalar al culpable ante su presencia. Y convencida de que se trataba del mismo rey, pidió un espejo, lo situó frente a su rostro y dijo: “Fue este hombre“. Poco tiempo después la cabeza del Rey cruel era depositada allí para siempre. Sea cierta o no, esta leyenda me acompaña desde que me la contaron por primera vez. Y aunque tenía referencias muy básicas sobre las crueldades de Pedro I de Castilla (1334-1369), desde entonces me interesé por su figura. Y también por sus víctimas. De piel blanca, cabellos rubios, cuerpo descollado, extremada osadía y desmedida lujuria -según describe el canciller López de Ayala-, aquel rey pendenciero dedicó su reinado a combatir sin escrúpulos a quienes pretendían arrebatarle el trono. Murió en Campo de Montiel a manos de su hermano Enrique de Trastamara. Pero antes procreó a nueve hijos de cinco mujeres distintas. Ninguno de ellos de Blanca de Borbón, su primera esposa. Y también la única legítima. A quien abandonó enfurecido dos días después de la boda tras acusarla de amores falsos. Cuando lo que ocurrió en realidad es que su suegro el rey de Francia se la había entregado sin dote alguna. Blanca sufrió destierros de torre en torre, siendo célebre su cautiverio en el castillo de Sigüenza. Y murió finalmente en Medina Sidonia cuando sólo contaba 25 años de edad. Dicen que asaetada por un ballestero llamado Juan Pérez de Rebolledo. Que se desplazó hasta allí por orden del rey.
Recorro estos días la provincia de Cádiz siguiendo la huella criminal del Rey cruel. Desde las ruinas del castillo de Medina Sidonia hasta una pequeña torre albarrana en El Puerto de Santa María que lleva el nombre de Doña Blanca. Muy cerca de donde discurre el rio Guadalete. Haciendo un alto también en el Alcázar de Jerez. Y en la dieciochesca Iglesia de San Francisco. Que es donde reposan actualmente los restos de la desafortuna reina. Procedentes de un viejo convento que estaba ubicado en el mismo solar. Y que había sido elegido en vida por Doña Blanca para recibir sepultura. En la sacristía de San Francisco existe una lápida en la que reza que Blanca de Borbón “fue grandemente hermosa de cuerpo y costumbres, más prevaleciendo la manceba, fue muerta por mandato de Don Pedro I el Cruel, su marido”. La manceba no era otra que María de Padilla, amante del rey antes (y después) de su boda con Blanca, además de madre de cuatro de sus nueve hijos reconocidos. Y a quien el rey mantenía en una antigua alquería rodeada de jardines y olivos a las afueras de Sevilla. Llamada inicialmente Jibaldón -por la familia árabe que la moraba- y después Torre de Doña María, ya en honor a la manceba. Todavía existe, pero muy reformada, y forma parte de una hacienda privada de Dos Hermanas propiedad de la familia Ybarra. María de Padilla murió por causas naturales en Sevilla en 1361, el mismo año en que fue asesinada Blanca de Borbón. Pedro I el Cruel pretendía con este crimen poder contraer matrimonio de inmediato con María para hacerla reina. Pero no lo consiguió, aunque años después forzó un arreglo con el arzobispo de Toledo para coronarla post mortem y legimitar así su descendencia. Que se había reducido a tres vástagos, puesto que el único varón de sus cuatro hijos (Alfonso) había muerto muy niño. La infanta primogénita (Beatriz) profesó como clarisa, la segunda (Costanza) se casó con el duque de Lancaster y la tercera (Isabel) lo hizo con el de York, ambos hijos de Enrique III de Inglaterra. Castilla entroncaba así con la Casa de Plantagenet, pero estuvo a punto de pasar a manos extranjeras. Lo que finalmente no sucedió. De las dos torres de la provincia de Cádiz donde estuvo encerrada Blanca de Borbón no permanece ninguna en pie, si bien la de El Puerto de Santa María (y que data del siglo xv) podría estar reconstruida sobre la original. Pasa igual en Medina Sidonia, cuyo castillo sirvió como cantera en los siglos posteriores para abastecer de piedra tallada a las principales construcciones civiles y religiosas de la ciudad. Pese a ello existe un torreón ciego, de estilo mudéjar y planta cuadrada, que el vulgo llama de Doña Blanca por creer que allí estuvo encerrada la reina. Y que alberga una placa de 1859 redactada por el académico Modesto Lafuente a instancias del erudito local Doctor Thebussen (Mariano Pardo de Figueroa) en la que se da cuenta de que allí mismo murió la reina a manos del ballestero enviado por su cruel esposo.
Hace una excelente temperatura en estos pagos gaditanos, impropia del mes de agosto. Y me resulta extraña la ausencia del Levante, que es un viento caluroso que suele azotar con fuerza en la zona. Medina Sidonia es de las ciudades que más lo acusa. Pero lleva gran parte del verano esquivándolo. Me detengo en el Ventorrillo del Carbón buscando la penumbra de sus comedores. Y sobre una mesa empiezo a ordenar mis notas. Fueron muchos los que murieron por orden del Rey cruel en aquellas luchas dinásticas con los Trastamara. Tras tomar Toledo, Pedro I mandó decapitar a 24 vecinos de la ciudad, entre ellos dos miembros de la nobleza. Profanó las tumbas de Alfonso X el Sabio y Beatriz de Suavia. Mató a su hermano Fadrique. Hizo lo mismo con la reina Leonor. Y envenenó a la viuda de un infante aragonés. No tuvo reparos en llevar a la hoguera a un clérigo que creyó que le había traicionado. Y persiguió sin piedad al niño Nuño Diaz de Haro, señor de Bilbao. Que finalmente falleció en Bermeo con sólo cinco años de edad sin que se sepa a ciencia cierta si detrás de aquella muerte estaba el rey. La lista es interminable. Y el terror dio lugar a situaciones desesperadas. Como la de la joven María Coronel, viuda de Juan de la Cerda, alguacil mayor de Sevilla y señor de El Puerto de Santa María. Que fue ejecutado por orden real en la Torre del Oro. Recuerdo que esta historia me la contó con todo detalle el duque de Alba (Jesús Aguirre) un día de 1991 que me pidió que le acompañara al convento de Santa Clara, desacralizado recientemente. María Coronel nunca superó la muerte de su esposo. Pero menos aún la lujuria del rey. Que intentó poseerla utilizando todos sus medios, incluido la incautación de sus bienes y tierras. Para evitar caer en sus manos primero se refugió en Santa Clara. Y después decidió desfigurarse el rostro con aceite hirviendo. Aterrado el rey por aquel episodio, intentó compensar sus descrédito con regalías. Que la desdichada jovén empleó para levantar un convento -hoy conocido como Santa Inés– en la que fue casa de sus padres. María Coronel da nombre a una calle de Sevilla. No muy lejana a la de Cabeza del Rey Don Pedro. Pero en una crece pureza. Y en otra se da fe del delito. El Rey cruel consiguió siglos después de su muerte que algunos apóstatas intentaran registrarlo en la historia como Pedro I el Justiciero. Pero no lo consiguieron. Un romance anónimo ya lo había sentenciado: Encima del duro suelo,/ tendido de largo a largo,/ muerto yace el rey don Pedro,/ que lo matara su hermano./ Nadie lo osa alzar del suelo,/ nadie quiere sepultarlo./ Ante la gente plebeya,/ querían despedazarlo./ Por ser hombre tan cruel./ Y tan mal complexionado.