Viento de libertad

Me ha visitado estos días en Cádiz Adriana Kràsovà, directora del Centro Checo en Madrid. Un Instituto Cervantes en pequeño, con 23 oficinas repartidas en el mundo desde donde se propaga la riqueza cultural de este pequeño país centroeuropeo -desde 1992 separado de Eslovaquia-, que cuenta con una de las ciudades más bellas del Universo, Praga. Llevaba detrás de mi varias semanas para hablarme de Václav Belohradsky, intelectual checo con el que voy a participar en un encuentro a dos el 25 de septiembre en el The Guardian Hay Festival de Segovia con ocasión 20 aniversario de la caída del muro de Berlín. No conozco a Belohradsky, filósofo y profesor de Sociología Política de la Universidad de Trieste, pero es una de las figuras más representativas del pensamiento de su país, de la talla de Milan Kundera y de Václav Havel, el intelectual que dirigió primero Checoslovaquia y después Chequia, ya en democracia. Tremendamente crítico con la globalización, Belohradsky respira desencanto por los derroteros de Occidente, que ve amurallado en la intolerancia y recuperando los desechos del pasado para marcar una nueva era de ricos y pobres, donde los paises hegemónicos levantan peligrosas fronteras humanas, destruyen el ecosistema y banalizan la democracia. Comprendo a este pensador checo, y hago mía parte de sus posiciones, pero yo estoy inmerso desde hace unos años en un viaje hacia la nostalgia, que es donde encuentro las ilusiones (y la moderación) que no me ofrecen estos nuevos tiempos de miserias, aunque suene a contradictorio. Esa es mi diferencia.

15La nostalgia es precisamente la que me ha acompañado en las horas de paseo con Adriana por las calles de Cádiz, ciudad milenaria y atlántica, bañada por el mar, que para mi siempre ha significado libertad. La misma que alcanzamos los españoles de mi generación con el advenimiento de la democracia o los checos con la caída del bloque soviético, que ya fue un logro. Cádiz atesora un pasado de esplendor, que tuvo su mayor apogeo durante la Carrera de Indias, pero también de decadencia por el declive mercantil y cultural que sucedieron a aquellos tiempos de bonanza. Por esta ciudad, entre los siglos XVIII y XIX, entraron hacia el resto de España lo mejor del pensamiento moderno y muchas corrientes artísticas y literarias nacidas en Centroeuropa, entre ellas el romanticismo. Y aquí se labró la primera constitución liberal de nuestros tiempos, que se extendió a la América hispana pero también a otros paises de nuestro entorno continental. Cádiz estuvo siempre más cerca -gracias al mar- de Europa y América que de Madrid y en su hermoso y uniforme caserío, que protegen sus defensas, cohabitó un mundo multirracial de negros, mulatos y blancos, en el que predominaba por su influencia una burguesía ilustrada en la que estaban integradas las múltiples colonias extranjeras de la ciudad, compuesta por británicos y franceses, centroeuropeos de las cuencas del Rhin y el Danubio, portugueses y malteses, genoveses y griegos, entre otros orígenes. Todos unidos por el mar, sin distingo de creencias o monedas.

Esta huella está aún presente, a modo de legado cultural, en las calles de Cádiz y en la personalidad de sus gentes, que se precian de haber heredado lo mejor de aquella burguesía que le dio seny a la ciudad y la ha convertido hasta nuestros días en espacio de tolerancia. De toda esa riqueza, elegí para mi paseo con Adriana lo que consideré más cercano al ámbito de la vieja Europa.  La tabla de Zurbarán que representa al beato Juan de Houghton, prior de la Cartuja de Londres salvajemente martirizado por Cronwell, que forma parte de la colección de Zurbarán en el Museo de Cádiz. La Sagrada Familia, de Rubens, también de esa pinacoteca. La casa familiar de Cecilia Bölh de Faber, nombre real de Fernán Caballero. Y el Oratorio de la Santa Cueva, donde en 1783 se estrenó, por encargo del tercer marqués de Valde-Iñigo, Las Siete Palabras, de Joseph Hadyn. Nuestra conversación sobre Cádiz la alternábamos con la salida de Chequia del bloque soviético y su inmediata incorporación a Occidente, a finales de 1989. Pueblo culto el checo, con referentes emocionales en su Primera República, sufrió con el comunismo, pero también con el cambio, al que muchos de sus ciudadanos llegaron tarde y sin estar preparados, porque todo fue súbito y con prisas. Me contaba Adriana que, mientras España ya tenía consolidada sus estructuras económicas cuando llegó la democracia, en Chequia la ilusión de idealistas como ella por tocar la libertad compitió con una carrera de intereses espúreos, que no permitió completar la revolución soñada por los firmantes de la Carta de Praga. Ex comunistas y tecnócratas, que fueron los privilegiados del viejo regimen, tomaron ventaja y acabaron compartiendo ex aqueo las mismas posiciones que aquellos comprometidos luchadores, pero esa es -le dije- la letra pequeña de los contratos engañosos a que hoy día nos vemos todos sometidos. El paseó acabó por una de esas estrechas calles de Cádiz que desembocan en su Alameda y por la que discurre suavemente la brisa que sopla de la bahía, que yo en ese momento interpreté como viento de libertad. Mientras tanto, Adriana adelantaba el paso buscando ansiosa el mar.