Dudo mucho que exista entre los españoles una opinión formada sobre los juicios con jurado, pese a que desde 1995 este sistema forma parte nuevamente de nuestro ordenamiento. La primera vez que se estableció el jurado en España fue en 1820 -por influencia francesa-, pero exclusivamente para los abusos de libertad de imprenta. Así que fuimos editores y periodistas los primeros que tuvimos que comparecer ante un jurado, precisamente en tiempos de libertades (Trienio liberal), si es así como entendemos este período histórico que vivió España tras el levantamiento del general Riego. Sin embargo, es a partir de 1888 cuando empiezan a celebrarse juicios con jurado para otros delitos, pero sobre la base de una ley malhecha que no ayudó para nada a su implantación, generando todo tipo de sospechas entre la ciudadanía sobre la selección de sus componentes. Si ya de por sí era un milagro en nuestro país la supervivencia del jurado -cuya ley siempre estuvo amenazada con reformas-, llegó en 1939 el Movimiento Nacional y, sin contemplación alguna, lo borró de un plumazo de la normativa judicial.
Cuando me refiero a la inexistencia de una opinión formada no es porque piense que somos ignorantes. Todo lo contrario, Dios me libre, ya que está más que demostrado que somos un pueblo de rebosante sabiduría. No hay más que retroceder un poco y comprobar el voto de castigo que se han llevado en democracia algunos de nuestros gobernantes, como le ocurrió a Felipe González, tras el botín que se repartieron Roldán y otros canallas, o a José María Aznar -en la persona de su sucesor Rajoy-, con aquella lamentable apuesta por la guerra de Irak. Pero, en esto del jurado, estoy convencido de que estamos más cerca de lo que nos muestra Hollywood que de la pura realidad. Probablemente también porque en España no se suelen explicar bien los avances sociales. Y a la reciente ley de la dependencia me remito. Importantísimo logro ciudadano que nació distraído por otros ruidos innecesarios del Gobierno Zapatero. Dicho esto, no me queda más remedio que pensar -con el debido respeto- que nuestra idea de un juicio con veredicto popular está más cerca de cintas como la que rodó Garry Flether en 1996, de título El Jurado y basada en la novela The Runawary Jury, de John Grisson. O, ya buscando un clásico del cine, de aquella otra interpretada por Henry Fonda y titulada Doce hombres sin piedad (1957), que discurre en un despacho donde está confinado un jurado pendiente de emitir un veredicto.
Estamos viviendo unos meses de lamentable espectáculo a raiz de la aparición del caso Gürtel, con noticias constantes de corrupción de algunos políticos, fundamentalmente del ala conservadora. Regalos envenenados, trajes que no se abonan, el jaguar que le cae del cielo a un alcalde, bolsas de basura repletas de billetes grandes, tesoreros que se embolsan cohechos, patrimonios que crecen a la velocidad del sonido y, lo que es peor, personajes de la basura nacional trapicheando influencias, esquivando sus delitos o amenzando con chantajes. Esto es muy sucio y no se lo merece el sistema político, cuyos integrantes están obligados no sólo a dirigir nuestra convivencia sino a predicar con el ejemplo. Por eso he recibido con satisfacción la decisión del juez José Flors, que pertenece a la asociación más moderada de la magistratura -Franciso de Vitoria (centro)- de someter al presidente valenciano Francisco Camps a un juicio con jurado por el deplorable asunto de sus trajes de Milano. No es que la ley del jurado de 1995 goce de gran prestigio -está cuestionada por reconocidos juristas-, pero obliga al encausado a someterse al veredicto de la ciudadanía, representada en este caso por nueve jueces legos. Lo que ocurra hasta que se celebre el juicio -si es que llega a sala con este formato- está por ver. Y la sentencia, también. Pero la decisión del instructor de llevar el caso a un jurado ya me convence. Será que soy un ingenuo.