Suena Cielito Lindo desde el carrillón del Ayuntamiento de Veracruz. No resulta de lo más apropiado para hoy 2 de noviembre, Día de Muertos. Pero qué sería de México sin música. Y sin las leyendas que surgen al amparo de sus tradiciones. Cada año por estas fechas, los periódicos más populares del Golfo hurgan en lo más profundo en busca de noticias sensacionalistas con tal de engordar la literatura funeraria. Y a ser posibles con historias que impacten, aunque resulten inverosímiles. No bastan las calaveras de azúcar, las calacas, los altares o el intenso olor del cempasúchil -la flor amarilla que evoca al sol-, sino que hay que ir más lejos. He empezado el día en el Café La Parroquia, desayunando un porfirio. Lechero, canilla y jugo de papaya. Fue la última voluntad de Porfirio Díaz antes de embarcar en el puerto de Veracruz con destino al exilio. 31 de mayo de 1911. El dictador murió cuatro años después en Paris. Tenía 85 años. Y sus restos recibieron sepultura en el cementerio de Montparnasse. Donde aún permanecen porque no existe en México voluntad política de reclamarlos. Sobre la tumba de Díaz se depositan a veces rosas rojas, pero jamás un cempasúchil porque en Europa no se da tal flor, que es exclusiva de la tierra mexicana. Clavel chino también le llaman. Hoy en el Puerto sopla viento del norte, muy desagradable y con fuertes rachas. El cielo ha amanecido gris, con nubarrones negros. Y llueve. Estas inclemencias sí que son apropiadas para la fecha, sobre todo después de que ayer, día de Todosantos, transcurriera despejado y caluroso. Leo en los periódicos la odisea de un tal Tintorera. Pescador fortachón, vivía a orillas del Pacífico, en una comunidad cercana a Salina Cruz, Oaxaca. Deprimido por la muerte tres días antes de su esposa, refugió su dolor en la cama permaneciendo durante otros tres días separado del mundo. Como no respondía, y su corazón parecía no latir, sus familiares le dieron por muerto, le echaron a un cajón y le pusieron flores y cirios a su alrededor. Hasta que despertó ante un amigo borrachín que lloraba desconsolado frente al féretro. Y a quién nadie hizo caso cuando reveló el milagro porque se creyó que estaba bajo los efectos del alcohol. Desde entonces han pasado 47 años. Tiempo que Tintorera ha aprovechado para explotar su experiencia en el más allá, pero con gran dote de fantasía e imaginación. El periodista Ángel Ramos ha estado estos días con él. Y en vez de periodismo, que supongo era su intención, le ha salido todo un magnífico relato literario en las páginas del diario Imagen. [“Alertado por la muchedumbre, el sacerdote del pueblo fue a casa del difunto, que todavía descansaba en el interior acojinado de su caja de muertos. “¿Eres de este o del otro mundo?”, dijo el párroco, a lo que contestó una voz débil. “Creo que de este”. El sacerdote tocó el cuello del finado con las yemas de sus dedos y notó pulso en sus venas: estaba vivo”.]
Tintorera reside ahora en Jáltipan, al sur de Veracruz, es curandero y alardea de que ese sueño de tres días le permitió visitar el paraíso. [Todo era blanco, todo hasta donde la mirada alcanzaba a llegar. De pronto, en medio de la nada, Tintorera encontró un camino flanqueado de espinas que lo condujo hasta un riachuelo de aguas cristalinas. A su derecha, sobre una enorme roca gris apareció un hombre de facciones delicadas que vestía una túnica blanca tan limpia como la espuma de la playa en donde él pescaba. “Me preguntó que quién me había llamado. Y yo le dije que el Señor. Entonces por ahí apareció un perro y un ángel. Éste me dijo que el perrito me iba a ayudar a cruzar el río. Pasamos y nos encontramos ante un campo de rosas sin espinas del tamaño de una mano. Había miles y miles de mujeres y hombres vestidos de blanco y, sin mover los labios, uno de ellos me dijo que estaba en el paraíso, que era un lugar mejor que la tierra porque no había envidias, ni celos, ni egoísmos, ni lujos, ni dolor… Allí se amaban los unos a los otros”. Entonces Tintorera se encontró con Dios. Y el hombre viejo, de barbas largas y ojos transparentes, le recomendó que regresara a la tierra porque todavía no era su tiempo”]. Me llevo los periódicos al autobús que me conduce a Xico, muy cerca de Xalapa, pero más aún de Coatepec. Que son los dos municipios en donde voy a pasar el día. Hoy todo gira en torno a los difuntos, una de las celebraciones más arraigadas en México. Y patrimonio de la humanidad desde 20o3. En esta festividad convergen las tradiciones mesoamericanas y la nueva religión que viajó con la Conquista. Los indígenas sostenían como creencia que, para llegar al más allá, las almas debían cruzar un río con la ayuda de un xoloitzcuintle, perro mexicano asociado a su trimilenaria civilización. De manera que Tintorera sabe lo que dice cuando asegura que para cruzar el río que le condujo al paraíso le acompañaron un perro y un ángel, representantes en este caso de las dos religiones sincretizadas. De mi estancia en Ciudad de México en la década de los 90 recuerdo las enormes calaveras de azúcar de la Dulcería de Celaya. El altar que cada víspera de Todosantos levantaban en su casa mis amigos Sabrina Villaseñor y Gabriel Guerra, hijo éste de la escritora Rosario Castellanos. Y la profusión en los periódicos capitalinos de calaveras literarias. Que son versos a modo de epitafio mediante los que se expresan críticas en tono burlesco a personas vivas que en tan señalada fecha son dadas por muertas. Las calaveras tienen su origen en el siglo XIX. Y durante un tiempo fueron perseguidas o censuradas. Con ellas se hizo periodismo atrevido. Y para muchos era la única vez al año en que podían expresar rebeldía. Inconformidad. O protesta. La prensa le dedica hoy una calavera a la jovencísima alcaldesa saliente de Veracruz. Que por lo que leo ha pasado sin pena ni gloria por el cargo. Ay, Carolina Gundiño/ que bueno que ya te fuiste/ pues en el puerto no hiciste/ sino sólo un pinche guiño/ que con todo y desaliño/ demostraba lo ramplón/ al que no faltó un ciclón/ y al viento una calavera/ que contigo fue sincera/ y así te fuiste al panteón.
El genial dibujante y grabador José Guadalupe Posada fue el creador de La Catrina, en un principio llamada La Calavera garbancera porque con ella se criticaba a los mexicanos que durante el porfiriato solían renunciar de sus orígenes embelesados por los hábitos y gustos europeos que fomentaba aquel régimen. A sus 103 años, La Catrina, inmortalizada por Diego Rivera en el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda, se ha consagrado como la imagen mexicana de la muerte. Con su sombrero francés y sus plumas de avestruz a modo de burla. Pero también desnuda, o huesuda, que es lo mismo, como aviso del último destino. Posada -de quién se cumplen ahora cien años de su fallecimiento- nunca dio valor a su trabajo artístico y murió igual que había nacido: pobre. Pero a Don Lupe, como era conocido, no sólo se debe la iconografía del Día de Muertos sino también el mejor retrato en su tiempo de la comedia humana. Vida o muerte. Risa o dolor. Blanco o negro. Bonanza o miseria, en su versión mexicana. Así sintió Rivera al artista grabador: “Tan grande como Goya, fue un creador de riqueza inagotable. Ninguno lo imitará, ninguno lo definirá”. La lluvia me ha acompañado hasta Xico, pueblo mágico de México. Y uno de los santuarios nacionales de la fiesta de difuntos. Para acceder a su colorido cementerio (o panteón) y, tras empinadas cuestas de cantos rodados y agreste vegetación, hay que cruzar el cauce del río Huehueyapan a través de un viejo puente. Es posible que para muchos se inicie aquí el paraíso. Pero en realidad este río se desempeña hoy como frontera entre la vida y la muerte. Desde primera hora, en cada casa se preparan diferentes variedades de tamales, se asegura el abastecimiento del pan de muertos y se elaboran platillos con mole xiqueño, más dulce que el de Puebla. Los ambulantes se apostan en las calles que acceden al panteón pregonando la venta de cocos con chile limón, chamoyadas, nieves y turrones de cacahuate, almendra y nuez. El camposanto es una eclosión de colores. Olores. Y sabores. Pero también un lugar de encuentro, de respeto y de recuerdo en el que los deudos platican con sus muertos. Hay catrinas en la calle del Caracol. Camiones repletos de cempasúchil, nubes, moco de pavo y terciopelos. Y una profusión de altares, con turíbulos de copal, en los que se recuerdan los gustos en vida de quién se fue. Entre Xico y Coatepec, joya colonial del Estado de Veracruz, existen apenas ocho kilómetros y medio. En nahualt, Xico significa nido de jicotes (avispas). Y Coatepec, el cerro de la serpiente. El Día de Muertos traslada a familias enteras de una población a otra. Y viceversa. Pero Coatepec casi triplica en vecinos a Xico. Y además fue en el pasado un importante centro cafetalero, aunque en sus haciendas se cultivaban también cítricos, tabaco y caña. Las fiestas de muertos se desarrollan con gran pureza en los municipios pequeños. Y se desvirtúan o se transforman en los más grandes, aunque sin perder su sentido. Mientras en Xico se reza el rosario. O doblan las campanas. El palacio municipal de Coatepec acoge una exposición de altares sufragados por las principales firmas locales. Muy atractivo como reclamo turístico. Y en el Parque Hidalgo se ha montado un cuadrilátero en donde se va a celebrar al caer la tarde un espectáculo de lucha libre. Muy sugerente para cerrar la jornada. Ha dejado de llover. Y en Coatepec se acaba de encender el alumbrado público. La vida es una muerte sinfín, escribió el poeta mexicano José Gorostiza. Pero también es una nostalgia de la muerte, en palabras de otro gran poeta nacional, Xavier Villarrutia. Octavio Paz ha dejado escrito que la indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. Hoy la muerte ha sido agasajada en México, pero en realidad sólo se trataba de un invitado ya previsto.