Por cuestión de vecindad, suelo pasar un par de veces al día por la Puerta del Sol. Fue mi primera estampa madrileña, recien iniciados los setenta. Siempre sentí curiosidad por un establecimiento allí ubicado, La Mallorquina, en la esquina con la calle Mayor. Los sábados acudo a media mañana a tomar café. Me gustan su mostradores, en los que se dan cita en constante relevo gente castiza, familias de provincias y muchos extranjeros. La mayoría acompaña el café con napolitanas, que es la especialidad más solicitada de la casa. Yo les observo en silencio, pero lo que me lleva a mi allí son recuerdos de nostalgia del otro lado del Atlántico. De otro establecimiento de su mismo nombre -también de su mismo siglo- que se encuentra en el viejo San Juan, en Puerto Rico. Cuentan los cronistas de la Villa que La Mallorquina madrileña fue otrora un establecimiento de elegancia, en el que sus camareros vestían de frac y hablaban francés. Donde las clases refinadas acudían a tomar el chocolate a la taza. Y en cuyos salones -ya en el entresuelo- se reunían tertulias literarias. Teodoro Bardají, uno de los mejores escritores culinarios del siglo XX, trabajó en su obrador como repostero, antes de su formación en Francia y de su etapa ferrocarrilera, donde llegó a ser cocinero de la Wagons Lits. La Mallorquina de la Puerta del Sol fue fundada en 1894 por un balear llamado Juan Ripoll, que traspasó el negocio a sus actuales propietarios -las familias Quiroga y Gallo– durante la Guerra civil.
Otro balear, Antonio Carbonell, fue el fundadador de La Mallorquina del viejo San Juan. Contrariamente al establecimiento confitero de su mismo nombre en Madrid, nació como casa de comidas. Fue en 1848. Los boricuas se sienten muy orgullosos de su antigüedad. Incluso presumen de que se trata del restaurante de mayor edad de América. No lo sé. Al menos lo es de la isla. Pero lo cierto es que ha llegado a nuestros días tal cual, gracias a los herederos del asturiano Julián Rojo Fabián, su segundo propietario. La Mallorquina puertoriqueña está en la calle San Justo, en pleno corazón de San Juan. Ubicada en la planta baja de una casa colonial, conserva todo el sabor de su época. Techos altos. Suelo ajedrezado de marmol. Gigantescos espejos enmarcados en caoba labrada en barroco. Frescos con motivos regionales. Una pulcro mostrador donde se expone su licorería. Un reloj de pared de 1860 que sigue marcando las horas. Y un bello patio interior repleto de vegetación. Es el primer lugar en que recalo cuando llego a Puerto Rico, a donde suelo viajar de vez en cuando. La última vez en agosto de 2008. Hago esta visita porque deseo que La Mallorquina registre mi primera impresión de la isla, a la que amo profundamente. Y que lucha denodadamente contra el desgarro de la americanización, la misma que ha llenado el espacio colonial de su capital de bistros bars y foods cafes.
La Mallorquina de la calle San Justo combina la cocina española tradicional con la criolla, de la que destacan su variedad de asopaos, las arañitas de platano rayado al ajo y el fricasé de pollo al Jerez, platos que se pueden rematar con su afamado flan de vainilla. Fue también este establecimiento centenario lugar de tertulias -más políticas que literarias-, ya que a su comedor acudía Luis Muñoz Rivera, prócer autonomista, excelente poeta y padre de Luis Muñoz Marín, el político más importante que ha dado Puerto Rico. El café lo suelo dejar para La Bombonera, en la cercana calle de San Francisco. Es el otro clásico de San Juan, fundado en 1902. Tal vez sea lo más parecido de la isla a La Mallorquina madrileña por su arquitectura interior. Pero también por combinar el café local con su bollería, de la que destacan -como las napolitanas de la Puerta del Sol- sus ricas mallorcas, pequeñas ensaimadas polvoreadas con azúcar. Inicialmente fue una panadería, curiosamente llamada también La Mallorquina por haberla fundado otro balear, Antonio Rigó Ferrera, llegando a ser -ya con su actual nombre- proveedora del Ejército estadounidense. Cumplidos mis deseos, me dispongo a pasear por el viejo San Juan. Plaza de Toribio, donde los sanjuaneros juegan al dominó. Calle de Norzagaray. El fuerte de San Cristobal. La garita del Diablo. La Perla. El cementerio. El castillo de San Felipe del Morro, con su prado verde. Pero siempre el mar. Y de nuevo, el caserío colonial, sus balcones, sus colores, sus calles empedradas. El cuartel de Ballajá. El hotel del Covento. La calle del Cristo. San Francisco. La Fortaleza. Buscando la plaza de Armas, con su templete musical y la fuente con las cuatro estaciones. Allí me detengo, contemplando la Casa Capitular, con sus dos torres gemelas, inspiradas en la Casa de la Villa, lo que me hace regresar unos instantes a Madrid. Para sentirme entre dos mallorquinas.