El 9 de abril de 1977 me encontraba de vacaciones en Londres. Era Sábado Santo, víspera de mi regreso a Madrid. Que hice con escala en Amsterdam obligado por una huelga aérea. Y con tiempo para visitar por unas horas la ciudad. Que celebraba como toda Europa la Pascua de Resurección. Me había ocurrido lo mismo a la ida. Con aterrizaje imprevisto en Bruselas. Donde nos alojaron en un hotel próximo a la Estación Central. Para un joven de 22 años como yo -que simultaneaba los estudios de tercero de periodismo con una plaza de meritorio en la redacción de Informaciones– fue una experiencia divertida puesto que conocí tres capitales europeas de una vez. No solían en aquellos tiempos las compañías aéreas dejar tirados a los pasajeros en los aeropuertos. Ya fuera una huelga de controladores. De personal de tierra. O de tripulaciones. Y se esmeraban en buscar todo tipo de combinaciones que asegurasen la llegada a destino. Eran otros tiempos. Y -en aquel caso- afortunados. Porque en esa Semana Santa conocí por primera vez (y por azar) los canales de Amsterdam, entre ellos el Singelgracht. Que es el principal. Y también la cervecería Le Roi d’Espagne. Ubicada en el número 1 de la Grand Place de Bruselas. Que es donde cuelgan las marionetas de los soldados españoles de los Tercios de Flandes. Cuando los de mi generación pretendíamos en aquellos años viajar a Centroeuropa siempre salía alguien más mayor que nos metía miedo en el cuerpo con aquellos Tercios represores capitaneados por el duque de Alba. Pero España era más cuestionada entonces por la falta de libertades que por episodios ocurridos cuatro siglos antes. Mi corta estancia en Londres coincidió con algunos actos públicos con motivo del 25 aniversario de la coronación de Isabel II. Y pude comprobar con mis propios ojos lo integrada que estaba la Casa de Windsor en la democracia británica. Experiencia muy interesante habida cuenta de que los españoles apenas llevábamos año y medio de Monarquía. Jamás habíamos participado en unas elecciones. Los partidos a la izquierda del PSOE todavía estaban perseguidos. Y el país se regía por leyes franquistas pese a que meses atrás se había votado una tímida reforma política.
Mi sorpresa al llegar a Barajas tras aquel viaje fue encontrame con el Partido Comunista ya legalizado. Había ocurrido la misma tarde del sábado 9. Por decisión de Suárez. Y de manera tan súbita como intencionada. Cuando media España estaba de vacaciones. Y la otra presenciando los desfiles procesionales. De hecho, Suárez ya había convenido en secreto con el Rey celebrar elecciones generales el 15 de junio. Y para que el ciclo reformista quedara cerrado al completo meses antes de esa fecha era necesaria la legalización inminente del partido que lideraba Santiago Carrillo. Que se movía ya por Madrid sin peluca. Y con la fuerza que representaba ser la autoridad de un partido perfectamente organizado que había combatido al franquismo cuarenta años seguidos desde la clandestinidad. El único riesgo que corría Suárez con esta decisión era la imprevisible reacción militar. Y eso fue lo que empañó la buena nueva. Porque ni el reconocimiento de la Monarquía por parte de los comunistas. Ni la aceptación de la bandera bicolor impidió a la Marina -estigmatizada por la Guerra civil– amotinarse. Por creerse engañada al entender que existía un pacto tácito entre Suárez y la cúpula castrense contrario a la legalización. El mismo lunes 11 presentaba su dimisión el ministro de Marina, Gabriel Pita da Veiga. Con la advertencia a Suárez de que ninguno de los almirantes en activo iba a aceptar su relevo. El primero en fallar fue Carlos Buhigas García, jefe del Estado Mayor de la Armada. La segunda autoridad de Marina tras el ministro. Y padre del entonces militante comunista José Luis Buhigas Viqueira. De manera que Suárez se vio obligado a recurrir a un almirante prematuramente retirado. Pascual Pery Junquera. De 66 años entonces y padre de ocho hijos, tres de ellos marinos de guerra. Que estaba en posesión de la medalla naval individual por su heroica actuación como oficial en la explosión de Cádiz (1947). Y que hasta ese momento ocupaba la presidencia de la Compañía Trasátlantica. Hace tres años tuve oportunidad de conversar con su hijo Juan Carlos. Que me contó algunos detalles de lo dura que fue aquella travesía al frente del Ministerio de Marina para su padre. Por la crueldad con que fue tratado por sus compañeros de armas. Y por la soledad que le acompañó durante aquellos tres casi interminables meses. Pero hoy más que nunca su familia se siente orgullosa de lo que hizo. Como todos los españoles de bien que conservan inalterable aquella memoria.
Recientemente acudí al homenaje que en el Goethe Institut de Madrid recibió Walter Haubrich. Corresponsal de Frankfurter Allgemeine Zeitung en Madrid durante los últimos cuarenta años. Y uno de los periodistas que mejor han contado la Transición fuera de España. En un momento de la celebración, Felipe González -que participaba como orador- se dirigió a Haubrich instándole a que siguiera ejerciendo activamente como testigo de aquel periodo de nuestra reciente historia. Frente a los revisionistas que intentan ahora degradarlo. Cuando no falsearlo. Porque fue -en opinión de González- lo mejor que le pudo ocurrir a España en el siglo XX. E incluso durante el XIX. “Donde unos y otros nos pusimos de acuerdo en crear una casa común para que los españoles no volvieran jamás a las manos”. Ese Walter, ayuda lanzado por Felipe me ha puesto en guardia. Y como testigo también de algunos de aquellos acontecimientos no puedo permanecer pasivo ante las falsedades que recoge el libro Los presidentes, en zapatillas. Que acaba de poner a la venta una editorial de prestigio. Espasa. Y del que es autora una secretaria de las dependencias administrativas de La Moncloa recien jubilada. Me duele que el lugar de los historiadores lo ocupen personas aprovechadas. Y capaces de cometer deslealtades a cambio de dinero. O de vanidad. Hasta ahora lo hemos sufrido con ex empleados de famosos que acuden a los platós de televisión a contar intimidades. Pero no con una secretaria que se supone gozó de la confianza de cuatro presidentes. Y que asegura en el libro que Suárez fue encañonado por un militar que le exigía así su dimisión. En una reunión celebrada el 22 de enero de 1981 que jamás presenció. Un mes antes del 23-F. Y aprovechando la ausencia del Rey. Que en ese momento había abandonado la sala. Para colmo en La Zarzuela, muy lejos de su lugar de trabajo. Sorprendido por tal afirmación, me cuesta creer a modo de hipótesis que Suárez se hubiera dejado amedrentar por una pistola. Y menos delante de dos generales leales como Manuel Gutiérrez Mellado y José Gabeiras Montero. Que forzosamente debieron de estar presentes en aquel encuentro. La tranquilidad de que la memoria no va a ser alterada me la ha dado Adolfo Suárez Illana al desmentir rotundamente tal falsedad ante la imposibilidad de que pueda hacerlo su padre. Que sufre desde hace años el mal de alzheimer. Y advertir que de haber sido cierta tal secuencia su progenitor no habría dudado un minuto en enviar al agresor a un castillo. Reacción lógica en un presidente que jamás sucumbió a las bravuconadas de quienes empezaban a perder sus privilegios como guardianes de las esencias de la Patria.