Llevo dos semanas en Buenos Aires. Y España se me hace lejana interiormente. Por el contrario, a Argentina la siento cada vez más cerca. Suele ocurrir esto cuando uno se involucra en la tierra que visita. Pero se trata de una sensación efímera. Y hasta deseada, dadas las aciagas noticias financieras que me llegan a consecuencia de la crisis de Bankia. Que también ocupan aquí las primeras páginas los periódicos. En breve tendré que regresar a Madrid. Y mis pasiones de hoy se convertirán en nostalgia. Lorca estuvo apenas seis meses en Argentina. Y su espíritu sigue presente. En estos días he acudido cada tarde al Café Tortoni. Dos veces he intentado acceder por la primitiva puerta de la calle Rivadavia. Y estaba cerrada. También lo he intentado por la Avenida de Mayo. Y me he encontrado con largas filas de turistas que esperaban su turno. El Tortoni es un lugar hermoso, lleno de historia. Pero hoy días es más turismo que viejo café. Y no me he sentido a gusto. Prefiero los 36 billares, que está un poco más arriba. Pasada la 9 de julio. Y que ya sólo por su nombre me despierta curiosidad canalla. De los 36 billares sólo quedan ya nueve en sus sótanos. Pero conserva seis mesas de pool y una de snocker con casi cien años. En una de esas mesas, y sobre tapete verde, juegan cuatro clientes a los dados. Mientras un cubo de plástico situado ex profeso va recibiendo sonoras gotas de agua de una filtración que tiene su origen en el techo. Los 36 billares es de los pocos cafés cantantes que quedan en el mundo según la vieja tradición. Podría ser la réplica de uno de aquellos establecimientos sevillanos del XIX donde compartían escenario Silverio Franconetti y Las Viejas Ricas. En Madrid había a finales del XIX más de veinte cafés cantantes. Los 36 billares tiene un piano de cola. Unos días acompaña tangos. Y otros milongas. También chacarreras. Zambas. Y cuecas. “El billar tiene algo de secta, de burdel, de arca, de confesionario, de eternidad”, ha escrito el periodista Raúl García Luna, editor del semanario Perfil. “Dónde se lucha por turnos, con un taco cuya puntera es metafórica punta de facón (cuchillo gaucho). Y la tiza, el corazón de una mitología no escrita”.
En La Biela y en la Munich, que están puerta con puerta, se reune el Buenos Aires postinero de La Recoleta. Un gomero (ficus gigante) con una copa de 50 metros de diámetro (y casi 30 de altura) separa a estos dos clásicos establecimientos del cementerio más distinguido de la ciudad. Es un lugar de sombras, más que de luces. El primer morador del cementerio de La Recoleta fue un niño liberto llamadado Juan Benito, pero después han recibido aquí sepultura grandes prohombres de la patria. El gomero fue plantado en 1780 por los padres recoletos en lo que fuera el huerto de su primitivo convento, hoy Plaza de Francia. Y desde entonces da sombra a los tiempos, robusto y frondoso. Durruti realizó atracos en Argentina. Y al poco tiempo las calles de Buenos Aires estaban llenas de desplegados pidiendo su captura. Alberti pasó aquí 23 años de su exilio. Y un día comprobó que en el altillo de su residencia vivía un hijo de Musolini. Cada rincón de Buenos Aires encierra parte de su historia. Y cuando no, la incorpora. Ocurre en el Café Los Galgos, entre Callao y Lavalle. Es un lugar que parece sacado de un rincón de Montmartre. Pero también de una postal sepia de un viejo bar del puerto de San Esteban de Pravia. Lo fundó un asturiano. Y los paisanos que se quedaron con el traspaso -la familia Ramos– presume de que desde sus ventanas vieron pasar a Eisenhower. De Gaulle. Y Kennedy. En mi último día hago un viaje a la deriva por las calles de Buenos Aires. Un empanadero me ofrece sus productos en una esquina de Corrientes. Y un viejo mozo de la Confitería Ideal echa un cigarrillo a sus puertas aprovechando un descanso. El libertador San Martín reposa en la catedral. Muy cerca de un nazareno al que llaman aquí Santo Cristo del Gran Amor. Fue tallado en 1981 por el imaginiero sevillano Luis Álvarez Duarte. Y donado a este templo catedralicio por los fubolistas argentinos Daniel Bertoni y Héctor Scotta cuando formaban parte de las filas del Sevilla F.C. Saint-Exupéry residió en Buenos Aires de 1929 a 1930, donde coincidió con Le Corbusier. Llegó de Cabo Juby, donde estaba al frente de su aeródromo. Escala obligada de la línea postal Toulouse–Dakar. En Buenos Aires trabajó como director de explotación de Aeroposta Argentina. Y en la bañera de su departamento de la Galería Güemes poseía un cachorro de foca de la Patagonia al que solía proporcionarle agua enfriada con barras de hielo.
Me he reencontrado en Buenos Aires con mi querido amigo el periodista Eduardo Kragelund, antiguo compañero de mis años en México. Él trabajaba para la agencia británica Reuter. Y yo para El País. Por indicación mía siempre hemos convenido quedar en el Bar Dorrego, en el barrio de San Telmo. Él frente a una ginebra nacional. Y yo calmando la sed con una pepsi. Descascarillando (que también desenvainando) cacahuetes tostados. E intentando hablar de cosas agradables. Que para desagradables ya están los periódicos. De Argentina. Y de Europa. También hemos paseado en coche por Buenos Aires. Y hemos acudido a lugares que frecuentan artistas y gentes de teatro. Kragelund sigue en activo, pero ahora trabaja para la agencia nacional de noticias Telam. Sueña con volver de viaje a España, donde residió cuatro años. Y entrar en Andalucía por Portugal. Puente del Guadiana, entre Montegordo y Ayamonte. Yo en cambio quiero ir a Córdoba. A Tucumán. Y a Salta. Recorrer la Pampa argentina. Y escuchar el canto del gaucho. La Avenida de Mayo de Buenos Aires era la más frecuentada por los emigrantes españoles en la primera mitad del Siglo XX. En la postguerra, los exiliados se reunían en el Bar Iberia. Que aún existe. Y los que simpatizaban con Franco, en el Español. Que hoy es la sede de un banco. Estaba uno frente a otro. Como El Globo. Y El Imparcial. Los dos restaurantes españoles que se encuentran a un lateral del Hotel Castelar. Y en donde siguen dando de comer puchero. Alvaro Abós escribe que la vida del escritor español Ramón Gómez de la Serna en Buenos Aires tiene cierto parecido con la de Witold Gombrowicz, novelista y dramaturgo polaco. Vinieron para una visita fugaz. Y se quedaron un cuarto de siglo. En 1956 Ramón publicó uno de sus últimos libros, Carta a mi mismo. La ciudad ya no es el circuito amable de sus paseos sino una urbe cruel que depara sobresaltos. Cuenta Abós que la vida de Ramón se apagó el 12 de enero de 1963, un sábado de verano austral a las ocho de la noche hora argentina. “Y entonces una corriente agitó las cortinas del Tortoni y recorrió las mesas con aire de despedida”.