Llevo dos días con la película El discurso del Rey rondándome la cabeza. Excelente filme británico que nos traslada a un hecho real acaecido en los momentos previos a la Segunda Guerra. Cuando el rey Jorge VI –Bertie– se propone superar sus problemas de tartamudez para ejercer el cargo. Y se entrega -inicialmente con resistencias- a un curioso logopeda de nombre Lionel Logue. Hijo de un cervecero australiano que cuenta con el rechazo del arzobispo de Canterbury. Logue ayuda al rey a vencer la minusvalía. Y logra que asegure su discurso radiado a los británicos declarándole la guerra a Hitler. La película es un éxito. Pero yo me he distraido de la trama central (con permiso del director Tom Hooper) deteniéndome en un personaje secundario. El pintoresco (y maleducado) hermano mayor de Jorge VI. Que fue también rey un año escaso con el nombre de Eduardo VIII. Y que abdicó en favor de Bertie porque decidió casarse con una estadounidense dos veces divorciada. Visto así se trataría de una historia que desprende ternura. Y que induce a comprender a la pareja con la ayuda de lo mejor de nuestros sentimientos. Máxime cuando no suelen ser frecuentes las privaciones por amor en este mundo en que vivimos. Y más aún cuando episodios así se desatan en el seno de familias regias. Que tienen de por sí garantizados sus privilegios. Confieso que de adolescente me impresionó la historia de amor protagonizada por los duques de Windsor. Título que recibieron el ex rey Eduardo VIII y su esposa Wallis Simpson cuando se reconvirtieron en felices ciudadanos. Tal vez porque los periódicos de Franco acostumbraban a ofrecernos la cara amable de la historia con doble cucharada de azúcar. Fui testigo de manejos similares en México cuando Emilio Azcárraga estrenó en Televisa -entonces la televisión del PRI– aquella telenovela que llevaba por nombre Los ricos también lloran. Y que iba destinada a un público humilde que carecía de cualquier otra atracción que consumir tortillas de maiz con chicharrones frente al televisor. Fue Manuel Azaña quien me despertó hace unos años sobre aquel monarca breve. Que antes de la muerte de su padre -el rey Jorge V– ostentó con la más absoluta frivolidad el título de Príncipe de Gales. Cuenta Azaña en sus Diarios completos que durante la visita que hizo aquel a Sevilla en abril de 1927 le llevaron a una tienta. El becerro de Guadalest se encojó. Y el principe al verlo manco pidió su sacrificio ante el asombro del ganadero. Para mayor desgracia, el puntillero falló en varias ocasiones. Y entonces el príncipe increpó al anfitrión -en correcto castellano- diciéndole que aquello era repugnante y salvaje. Dándose la media vuelta en dirección a su automóvil. Un hispano-suiza con matrícula inglesa, para más señas, que lo trasladó al Hotel Inglaterra. Que es lo que más se parecía entonces en Sevilla a su tierra natal.
Estoy seguro que los antitaurinos aplaudirían hoy la actitud de aquel heredero al trono británico. Pero hace 84 años en España se agasajaban a los invitados oficiales con corridas de toros y tientas. Quiérase o no, aquello fue una grosería. Como también lo fue su actitud al día siguiente en las Bodegas González Byass, de Jerez de la Frontera. Cuando la familia bodeguera -celosos cronistas sus miembros del paso de Lord Byron por la ciudad- intentó ofrecerle uno de sus más exquisitos vinos generosos. El príncipe lo rechazó y pidió un whisky. Cuenta también Azaña que cuando asistía en Sevilla a una fiesta flamenca en su honor empezó a bostezar. No sólo repudiaba así al cuadro artístico que le honraba con su actuación sino que, ante el espanto de sus acompañantes, pidió que fuera sustituido por unos músicos de jazz. Cuando participaba en un lanceo de jabalíes en el coto de Doñana de repente desapareció creando alarma. Tras una búqueda infructuosa entre el matorral -en la que participó el propio Alfonso XIII-, se lo encontraron acostado en los aposentos de la casa campestre. Pero ahí no queda lo cosa. Parece que el príncipe de Gales sólo encontró diversión con una conocida señorita sevillana. Que según Azaña fue la única persona que a su marcha iba por la ciudad loándole sus excentricidades. Aquella señorita mostraba en lugares públicos un zapato propio con un desgarrón. Que guardaba en su bolso como souvenir del príncipe. Según ella, fue consecuencia de un mordisco en una noche de borrachera. Preguntado Alfonso XIII por la huella dejada por el futuro Eduardo VIII en tierras andaluzas, espetó: “Ya sabía yo cómo es”. Le comento estos episodios narrados por Azaña a mi amigo el sociólogo (y periodista) Lorenzo Díaz en un paseo que estamos dando hoy sábado, 28 de enero, por el centro histórico de Alcalá de Henares. Ciudad patrimonio de la Humanidad vecina a Madrid. Y en la que nació Cervantes. El recorrido me hace olvidar por unos momentos a Eduardo VIII. Pero tengo fijación por el personaje. De hecho he rebuscado en la prensa de la época para ver qué hizo en sus diferentes viajes a España. Que fueron varios. Unos a San Sebastián invitado por la familia real española aprovechando sus baños de mar en Biarritz. Y otros a Madrid, Bilbao, Santander y Sevilla. Poca cosa. Trajes oscuros. Corbatas a rayas azules y encarnadas. Zapatos de antes. Té, vermú, partido de polo y juegos tenis en el Club de Puerta de Hierro de Madrid. Además de los actos oficiales con la familia real escoltado por su ayudante el general G.D. Trotem, al que le faltaba el brazo derecho. Que perdió en la Primera Guerra defendiendo a Su Majestad británica. El discurso del Rey es respetuoso con la historia, pero en el caso de los hijos de Jorge V no repara en trasladarnos la frivolidad del primero y la soberbia del segundo. No es película para llorar, sino para reflexionar sobre las monarquías. Colin Firth encarna magistralmente a Bertie, pero Geoffrey Rusch -el actor principal de El sastre de Panamá- no se queda atrás interpretando al logopeda.
La casa de Windsor -a la que pertenecían Eduardo y Jorge de Inglaterra- coqueteó con la Alemania nazi antes de la guerra. Eduardo VIII visitó Berlín un año después de abdicar y se entrevistó con Hitler, Goebbels y Göering. Y en el Discurso del Rey se ve a su hermano tartamudo atraído por la forma en que Hitler arengaba a las masas. Los Windsor tiene ascendencia germánica. Y en 1917, como consecuencia de la Primera Guerra, cambiaron la versión alemana de su apellido Battenberg por el de Mountbatten. Si bien la rama española -introducida por la reina Victoria Eugenia– siguió utilizando el apellido alemán. Como fue el caso del conde de Barcelona. Dignas de Wikileaks son las observaciones de Azaña. Como también lo son los informes secretos que Scotland Yard realizó sobre la pareja. Recogiendo comentarios sobre la apasionada sumisión de Eduardo VIII a la que luego sería su esposa. E incluso advirtiendo de que ella le compartía con otro amante. Coincido con Lorenzo Díaz en que el mejor antídoto para olvidarse de las estupideces de aquel caprichoso príncipe de Gales es la ciudad que estamos recorriendo. Fundada por el Cardenal Cisneros, que la dotó de la mejor universidad de la época. Y ciudad en la que nació también Azaña. Dos siglos antes de que el futuro Eduardo VIII se paseara frivolamente por el mundo, en Alcalá de Henares se doctoraba en Artes y Letras la primera mujer española. María Isidra de Guzmán y de la Cerda. Conocida popularmente como la Doctora de Alcalá. Hija de dos grandes de España. El marqués de Aguilar de Capoo y la duquesa de Nájera. Así que concluimos Lorenzo y yo que lo de aquel príncipe inglés era fundamentalmente un problema de educación. Y no de clases sociales, pese a la soberbia que ha caracterizado por lo general a la realeza. Criado por niñeras -y sin la afección de su padre-, fue saltando de colegio en colegio. E incluso se retiró de la Escuela Naval donde se preparaba antes de graduarse. Le pasó lo mismo en Oxford, de donde salió sin título alguno. La casa natal de Cervantes es uno de los lugares más atractivos de Alcalá de Henares. Recrea la vivienda tipo de una familia acomodada del siglo XVI. Y registra diez mil visitas aproximadamente al mes. Da a la calle de La Imagen. En cuyo número 5 nació y vivió Azaña. Y que hoy reune un conjunto de viviendas privadas. En su fachada cuelga una austera lápida de granito negro que lo recuerda. Unas señoras entrometidas se nos acercan para indicarnos que Azaña nació entre dos conventos. El de las Carmelitas Descalzas -donde profesó una hermana de Cervantes- y el de las Siervas de Jesús. Intuyo que lo han hecho para descargar su anticlericarismo. Pero no pueden convencernos. “Yo he aprendido en las páginas de un libro, escrito por unas manos que para mi eran santas [en alusión a su padre], cuanta gloria, cuanta magnificencia encierra la historia de esta ciudad”. Y nos retiramos Lorenzo y yo camino de Guadalajara ya sin hablar de aquel príncipe de Gales.