Primeros días de otoño. El atardecer en Segovia es poesía silenciosa. Poesía del paisaje, que diría Blas Zambrano, cuando el sol en su caída apura el camino hacia el crepúsculo. La luz se apaga, pero deja espacio para la claridad, que se recrea en siluetas de impresionante belleza atestadas de colores. Los álamos tornan en ocre, desprendiéndose suavemente de sus primeras hojas. Y el cielo aprieta con su azul cobalto sobre la ciudad, que convierte en vieja plata las aguas del Eresma al tiempo que lanza rayos cárdenos sobre sus murallas que -desde el valle- se divisan a lo lejos protegiendo con fuerza medieval el barrio de Las Canongías, entre el Alcázar y la Catedral. El verde ya ha sido vencido por la penumbra, que en el Romeral de San Marcos es temprana. Situado al pie de un farallón de piedra caliza que protege su vegetación, este romeral -antigua huerta- es el jardín particular que nos ha dejado para la posteridad el paisajista Leandro Silva. Su obra más personal, fruto de casi treinta años de trabajo. Fallecido en 2000, Silva es el padre del paisajismo moderno en España. Nació en 1930 en Salto (Uruguay), pero tras estudiar en Versalles se afincó en Madrid. A él se debe la remodelación del Jardín Botánico, al que devolvió al dieciocho, pero también otros jardines de extraordinaria relevancia, como los de Torre Picasso, o los de la plaza de Logroño -estos en Burgos-, además de los del campo de Golf de Valderrama, en San Roque (Cádiz).
El Romeral de San Marcos es una obra creativa asociada a la sensibilidad de su artífice. Dónde el tiempo y la mano del hombre son garantía de vida. Y en el que la vegetación -un conjunto combinado de plantas y árboles de diferente orígen-, crece silvestre, aunque en geometría ordenada, al abrigo del lugar, alimentada por una fuente natural cuyas aguas sosiegan dos albercas, de las que emanan canales. Como en la Alhambra. Visito este jardín invitado por Julia Casaravilla, la viuda de Silva. Es ella quien me adentra en el romeral, situado a los pies del Alcázar, entre la Iglesia de la Vera Cruz y el Monasterio de El Parral. Nos acompaña Monique, entrañable amiga de ambos. Pero mía desde los tiempos de México, donde la conocí cuando trabajaba en la Embajada de Francia. Lugar hermoso este, sobre terrazas fluviales que hacen escalón, alejado de los vientos del norte, donde unos setos de durillo advierten esmero en su poda. Contemplo campos de lavandas. De romeros. Un haya de La Granja. Higueras, laureles y clemátides. Rosales que trepan por los troncos. Tejos, tilos y abedules. Parrotias persas, peonías de China, arces japoneses. En mi camino hacia el jardín secreto, tras dejar la escalera de Ulises y enfilar la colina de Iris, Julia me ofrece una mata de yerbaluisa. Y me cuenta que esta planta -en inglés, lemon verbain– llegó a Sevilla tras la Conquista del Perú, desde donde viajó de nuevo a América a través de La Plata. Identificada científicamente como lippia, debe su nombre a un médico naturalista de Luis XIV, de apellido Lippi. Es medicinal, aromática, pero también de delicada y hermosa flor. La sostengo con una mano y sigo.
El jardín tiene una superficie de poco más de media hectárea. Y conforma un laberinto, al que se accede por un eje central que conduce a un sendero de abedules. Me cuenta Julia que originariamente pudo ser una huerta romana. O tal vez anterior. Leandro Silva trabajó con paciencia la tierra aportándole especies impensables en estos fríos campos de Castilla. Iris, viburnos, rosas, bambúes chinos, crisantemos. Plantó lirios. Y mantuvo sus árboles frutales originarios. Manzanos, avellanos, membrillos. Incluso unos olivos toledanos del antiguo propietario. Incorporó ciruelos, perales, granados y palmera chinas, configurando un oásis en el que se desarrolla con libertad la Naturaleza. En un microclima excepcional. Tenía muchas ganas de conocer este lugar, que algunos músicos frecuentan alentados por su silencio. Y en donde en 2007 el escultor Francisco Leiro instaló temporalmente once de sus obras en sintonía con el paisaje. Algo que me perdí, pero que la imaginación me hace disfrutar. Sobre todo después de este paseo vespertino. Con Julia a mi lado, que me habla de Proust, de sus flores de espino rosa -sus aubepines-, que este jardín también agrupa haciendo camino romántico. Pero la tarde cae, aquí más temprano. Y el jardín se vuelve sombrío, sepárandonos de la luz algunos clarioscuros que buscan espacio entre la arboleda. Contrariamente a la salida, donde el sol de otoño aún resiste con fuerza. Y caminamos hacia Segovia. A un lado, el Alcázar. A otro, la torre cupulada de la Catedral, con su girola coronada de pináculos labrados. Calles que recorría Machado. Donde jugaba de niña María Zambrano. Y que nos llevan a la plaza Mayor, previo paso por la torre de San Esteban. La reina bizantina. Majestuosa ella. Que nos saluda desde su grandeza. Pero yo sigo sin desprenderme de mi yerbaluisa. Que es mi recuerdo de esta tarde de poesía silenciosa.