El 4 de julio de de 1776 se suscribía la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. Inmediatamente después se acuñó moneda propia y se establecieron las primeras relaciones con potencias extranjeras, dos de las cuales –Francia y España– prestaron apoyo real a los insurgentes. Pero la guerra con Inglaterra continuó. Y no es hasta 1782, mediante el Tratado de París, cuando Jorge III, tercer monarca británico de la Casa de Hannover, reconoce como soberanas a las trece colonias levantadas en armas. De la redacción de aquella declaración se encargó principalmente Thomas Jefferson mientras George Washington asumía, como comandante en jefe, el mando militar continental, ocupando Boston, haciéndose con la ciudad de Nueva York y derrotando a las tropas enemigas en Trento, Nueva Jersey, tras cruzar el río Delaware. Junto a estos primeros grandes padres de la patria -nacidos ambos en Virginia– la historia destaca a otros dos: Benjamín Franklin -inventor del pararrayos, las lentes bifocales y las aletas para nadar- y John Adams, que más tarde sustituiría a Washington como segundo presidente de Estados Unidos. Aquella declaración de independencia estaba firmada por 56 congresistas, de los cuales 14 murieron en combate frente a las tropas británicas. Entre los firmantes no se encontraba Washington, pero sí un destacado congresista, gobernador después de Pensilvania, que emparentó con España. Me refiero a Thomas McKean, padre de Sally McKean, marquesa de Casa Irujo, una de las mujeres más notables de la nueva nación americana. Y también de la corte de Madrid, en donde se instaló más tarde. Tras residir un tiempo en Cádiz, en donde su esposo implantó un molino de vapor de técnica revolucionaria hasta entonces desconocido en España. Y del que fue su legítima propietaria hasta su fallecimiento de 1841. Thomas McKean era hijo de un tabernero de origen escocés, pero recibió una educación esmerada que le llevó a doctorarse en leyes. Durante la dominación británica fue juez y fiscal en Delaware, pero también administrador de aduanas. Representó a este condado en la firma de la Declaración de Independencia, combatió como coronel a los británicos formando parte de una milicia creada por Franklin y en 1781 presidió el segundo Congreso Continental de las trece colonias. Consumada la independencia, estuvo al frente del Tribunal Supremo de Pensilvania y fue gobernador de este estado durante tres mandatos. De nariz aguileña, carácter malhumorado y de 1.80 de estatura, caminaba cubierto por un inmenso sombrero de tres picos y ayudado de un bastón con empuñadura de oro. Muy amigo del presidente Adams, su hija Sally lo era igualmente de Dolley Payne, esposa después de James Madison, cuarto presidente de los Estados Unidos. Y por tanto primera dama de ese país entre 1809 y 1817, aunque también ejerció dicho protocolo con anterioridad a solicitud de Jefferson, tercer presidente, puesto que éste era viudo.
Entre las 25 mujeres más importantes de la corte surgida tras la independencia de Estados Unidos, figuran cuatro amigas: Sally McKean y Dolley Paine, además Harriet Chew, hija de un magistrado de Pensilvania, y Elizabeth Willing, hija del alcalde de Filadelfia y primer presidente del Banco de los Estados Unidos. La primera pertenecía al círculo de George Washington, que la consideraba una hija más entre sus hijastros. Tanto es así que el propio presidente le pidió expresamente, cuando contaba 20 años, que le acompañara en conversación (y con su belleza) mientras posaba para el célebre retrato que le realizó Gilbert Stuart, desde 1963 reproducido en el anverso de los billetes de un dólar. La segunda, Elizabeth Willing, estaba casada con el secretario personal de Washington, el comandante Williams Jackson. Pero tuvo una hermana mayor, de nombre Anne, de exquista formación y cultura, que pese a su juventud -se casó a los 16 años con el acaudalado congresista (y presidente pro temporem del Senado) Williams Bingham– le permitió viajar por Europa conociendo sus principales salones cortesanos, experiencia que trasladó a su casa de Filadelfia hasta que, en una travesía a Madeira para recuperarse de un principio de tuberculosis, murió con 37 años al agravarse su estado en una escala en Bermudas. En esa corte que surge de la nueva sociedad republicana aparece en 1796 el español Carlos Manuel Martínez de Irujo y Tacón, hijo de un contador del Ejército en el Reino de Valencia que vino al mundo en Beriáin, Navarra. Pero desde los 21 años diplomático al servicio de Carlos IV. Martínez de Irujo, nacido en Cartagena -su abuelo fue brigadier de la Armada-, llegaba a Filadelfia como ministro plenipotenciario de España con diez años de experiencia en el servicio exterior en Holanda y Reino Unido. Instruido en Salamanca, y con un perfecto dominio del inglés, fue recibido con todos los parabienes. Y pronto se integró por sus esmeradas y distinguidas dotes en esa corte de bellas damas y grandes padres de la patria, pués no en vano, además de alto diplomático, era el traductor del inglés al español de La Riqueza de las Naciones, de Adams Smith. Doce años permaneció en Estados Unidos, llegando a frecuentar a sus cuatro primeros presidentes, si bien la compra de Luisiana y Florida le enfrentaron con la dirigencia republicana, fundamentalmente con Madison. En Pensilvania conoció también a Sarah María Theresa MacKean, la joven Sally hija del gobernador, con quién se casó por el rito católico, pese a ser ella presbiteriana. Concluido su mandato, y conferido del título de I marqués de Casa Irujo, se instaló con su familia en Cádiz. Y desde esta ciudad andaluza realizó misiones diplomáticas, bajo mandato de la Junta Suprema Central establecida en la Isla de León, con Brasil, capital de facto del Imperio portugués en la que se encontraba refugiado el rey Juan VI a consecuencia de la ocupación de la metrópolis por las tropas napoleónicas. Tarea que no le resultó facil porque desde Río de Janeiro tuvo que enfrentarse a acontecimientos imprevistos, como los primeros conatos emancipadores en el Virreinato de la Plata. Al comprobar la precariedad de medios industriales de aquella España en guerra, Martínez de Irujo creó en 1809 su primer negocio en territorio peninsular. Un molino de vapor en Cádiz importado de Pensilvania para la fabricación de harinas, revolucionando con su maquinaria el procedimiento de muela que hasta ese momento se realizaba en su término mediante molinos de aspa y de mareas.
En el poco tiempo que Martínez de Irujo y Sally -acompañados de sus dos hijos y sirvientes- residieron en Cádiz lo hicieron en una casa próxima al convento de San Francisco y ya en Madrid, en un palacete junto al de Liria. El molino de vapor permaneció en funcionamiento hasta mediados del siglo XIX, pasando a ser Sally su propietaria al fallecer su esposo en 1824. Quedóse tan impresionado Fernando VII del progreso de aquel molino que, tras ser restituido en el trono, extendió un real decreto para España e islas adyacentes incrementado en 30 reales de vellón los aranceles de cada barril de harina importada para que no perjudicase a la industria del marqués. Tuvo que ser también de tal importancia aquella factoría -llamada de San Carlos por el viejo rey- que la construcción del edificio de tres pisos que lo albergaba, justo entre la confluencia del Campo del Balón y el Hospital Real, fue encargada al maestro mayor de la ciudad, el arquitecto Torcuato Benjumeda. La maquinaria, de hierro forjado y con procedimiento hidráulico, permitía moler mil fanegas de trigo en 24 horas y almacenar otras trescientas mil. Ocupaba a 60 operarios cuando en una tahona tradicional eran precisos para esa misma producción 500 hombres y trescientas mulas. Martínez de Irujo fue secretario de Estado (ministro de Exteriores) en tres ocasiones. Y también embajador de España en París. Tras su muerte, y cumplido el luto, en el domicilio de Sally se instaló uno de los salones cortesanos más distinguidos de Madrid. Y por el que pasaban todos los estadounidenses célebres que recalaban en España. El escritor Washington Irving, que lo frecuentaba, le llamaba el salón de la marchioness (por marquesa). Y en sus tertulias coincidía con su traductor George Washington Montgomery, hijo del cónsul de Estados Unidos en Alicante, antiguo secretario del marqués y amigo de la viuda que, por esta circunstancia, y también por trabajar en la legación americana en Madrid, hacía de coanfitrión intelectual. Cuando murió Sally, dejó una importante fortuna y bienes a sus vástagos Carlos, II marqués de Casa Irujo, y Narcisa María Luisa, casada con el hijo de un oficial francés de Napoleón que sufrió cautiverio en España. El testamento incluía el molino de vapor de Cádiz y grandes extensiones de tierra en el condado de Allegheny, Pensilvania, así como tres retratos familiares del pintor Gilbert Stuart y todo el ajuar y joyas de la familia. El II marqués, Carlos Martínez de Irujo y McKean, fue -al igual que su padre- varias veces ministro de Estado y embajador en París. Y llegó a ocupar indistintamente las jefaturas de Gobierno y de Palacio con Isabel II. Levantó un impresionante palacete de cinco plantas en las confluyentes calles madrileñas de Alcalá y de Barquillo que recordaba a los hoteles de la nobleza francesa en el faubourg del Saint-Germain parisino, según recogía en Semanario Pintoresco Español de 1837. Un tataranieto de Sally en rama directa emparentó en 1947 con la Casa de Alba al contraer matrimonio con la actual duquesa Cayetana.