Sevilla tuvo como alcalde en los sesenta a un hombre culto. Del mundo académico. De las Bellas Artes. Fundador de su primera Escuela. Me refiero al profesor José Hernández Díaz, que presidió el Ayuntamiento entre 1963 y 1966. En años de desarrollo. Con Franco en el poder. Aquelló se notó, al menos estéticamente. Porque fue un nombramiento de los que se salen del guión. De los que rompen. No era marqués. Tampoco señorito. Procedía de la Universidad, de la que había sido rector. Y se hizo acompañar en la corporación de algunos docentes. Fue el caso de Antonio Sancho Corbacho, catedrático de Bellas Artes, a quien nombró teniente de alcalde delegado de Cultura. Aunque yo no le doy importancia alguna, cuentan que Sancho Corbacho rebajó el nombre solemne de la entonces Avenida de José Antonio -hoy de la Constitución-, colocando un azulejo justo encima con la inscripción Antigua de Calle de Génova. No me creo que don Antonio, al que conocí años antes de su muerte en 1982, le diera ese pellizco de monja al franquismo, porque de hecho su mentor en la alcaldía no dejaba de ser un hombre del sistema, aunque docto. Como él. Me creo más que aquella iniciativa del azulejo fue por su amor a Sevilla, a su pasado, a su iconografía urbana. Y a su amistad con Francisco Collantes de Terán, archivero y cronista de la ciudad entonces, además de excelso sevillano. El mejor compañero de viaje de aquellos años para apreciar la belleza artística de esta ciudad. Compartir su historia. Y caminar entre las leyendas de sus esquinas.
Cada vez que acudo a Sevilla cruzo esa avenida, que en los años de la II República se llamó de la Libertad. Y antes, calle Cánovas del Castillo. Allí sigue el azulejo de don Antonio, en el número 11, haciendo esquina con la calle Alemanes. En lo que hoy es un Starbucks Coffee, pero que no hace mucho fue un establecimiento histórico, primero café, después restaurante. La Punta del Diamante se llamaba. Chaves Nogales cuenta que el nombre de Génova se remonta a los tiempos inmediatos a la entrada del rey Fernando en la ciudad, allá en el siglo XIII. Cuando en esa calle se establecieron los genoveses que vinieron a repoblar Sevilla. La calle comprendía el tramo que hoy va de la Parroquia del Sagrario, en la vecina catedral, al arquillo del Ayuntamiento. Y que no era como la contemplamos ahora, ya ensanchada desde el primer tercio del XX -sin sus primitivos edificios- para concebirla como avenida del 29, imitando a las Grandes Vías de la época. Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao. Fue (Génova) calle de impresores. De libreros. De luz de cera e incienso. Y de aromas de Corpus. Tomillo, juncia, romero. Con La Punta del Diamante como referente de su historia. Primero tienda de quincalla. En los tiempos del asistente Arjona. Luego célebre café. Hoy ya sin nombre, reconvertido en Starbucks. Pero siempre identificando a aquella esquina. Cada Semana Santa punto de relevo de costaleros. Y que con los árabes fueron gradas. Después mentidero de la ciudad. Donde el rey de Fez (Muley Nazar), protegido de Felipe II, dio de beber a su caballo. Junto a su sobrino, el principe Muley Xeque, después converso. En lo que llamaban la Pila de hierro. Y por donde siglos después paseaba Francisco Montes Paquiro. También con su sobrino, El Chiclanero. Cuando la rivalidad con Cúchares. Tiempos de Espartero.
Justo encima de La Punta del Diamante residía en los primeros años de la II República el torero Ignacio Sánchez Mejías, el del llanto de Lorca. Casado con una hermana de los Gallos –Dolores Gómez Ortega-, su vivienda ocupaba uno de los pisos del inmueble. Sánchez Mejías pasaba más tiempo en su cortijo de Pino Montano, a las afueras de Sevilla, que en la casa de Génova, donde quedaba la servidumbre con su hijo Jose Ignacio. Pepito, que así le llamaban en Sevilla. En la primavera de 1933, José Ignacio invitó a su casa a Rafaelito Bienvenida, el cuarto de los hijos toreros del Papa Negro. Que era como su hermano. Niño prodigio del toreo. Millonario ya por sus temporadas en América. Rafaelito era un estudiante del Colegio Villasís de sólo 17 años que sufría persecución por parte de un empleado de la familia. Al que rehuía. Temeroso de sus intenciones. Antonio Fernández Gallego, que así se llamaba aquel pervertido, había entrado en celos. Desesperado porque Rafaelito se le escapaba, se presentó con una pistola en la casa. Y le arreó dos disparos. Uno en el corazón. El otro en la cabeza. Hubo un tercero, con el que el asesino se quitó la vida. Aquel crimen -que hizo llorar a Sevilla- pasó a los anales como el de La Punta del Diamante, cuando no ocurrió allí. Sino en la vivienda superior. En la casa de Sánchez Mejías, a quien el toro Granadino condujo a la muerte en Manzanares un año después. La Punta del Diamante de mis tiempos colegiales está identificada con Santiago Montoto de Sedas, escritor sevillano que le dio a sus veladores rango de tertulia literaria. Ya en decandencia, el establecimiento sobrevivió a la Expo 92 y llegó a entrar en el siglo XXI, que no pudo remontar. Demasiada modernidad para tanto pasado. Y tanta historia para una sóla esquina.