Iba yo este mediodía por el Paseo Pereda de Santander con mi amigo Ricardo Aparicio Imaz cuando dos señoras emperifolladas se detuvieron ante él para saludarle. Como cortesía, le dijeron: “Pirri (que así es conocido universalmente), qué reloj de pulsera más bonito llevas”. Y Aparicio -esbozando una sonrisa-, respondió a su manera. “Me lo han puesto a punto en la Joyería Seoane“. Quedé soprendido con la respuesta. Y ya alejados ambos de aquellas dos señoras le mostré mi curiosidad por el reloj. Diciéndome: “Te voy a contar su historia”. Lo que hizo mientras paseábamos camino de Puerto Chico. Y que ahora yo narro: Había en Cádiz en los años 60 un prestamista, pero también banquero de los pobres, llamado Rafael Bravo. Yo le conocí de niño porque era amigo de mi padre. Había heredado una considerable fortuna de su madre. Que era una conocida madame de la ciudad que regentaba con otra socia un meublé de lujo sito en la Calle José de Dios. Y con fama más allá de nuestras fronteras. Que tuvo su apogeo en el primer cuarto del siglo XX. Cuando lo frecuentaban pudientes hacendados de media España. Y apuestos pasajeros en tránsito de las compañía navieras que unían Europa con América con escala en Cádiz. Cuando Rafael el Gallo desembarcaba en la ciudad tras sus temporadas americanas convidaba en aquel meublé a toda su cuadrilla jaleado por los componentes de Las Viejas Ricas. La mítica murga gaditana de Perico Roldán y Antonio el del Lunar. Otro que acudía con asiduidad era el general Primo de Rivera. Que había enviudado pocos años antes. Y que ejercía por entonces como gobernador militar de la plaza teniendo al cuidado de sus hijos a dos de sus hermanas solteras. Rafael había nacido entre sedas. Y desde muy niño sabía ya cosas de mayores. Nunca tuvo otro trabajo que el de prestar dinero. O el de recibir empeños. Así que por sus manos pasaron relojes de calidad, relucientes centenarios de oro mexicanos y todo tipo de piedras preciosas. El reloj de mi amigo Pirri lo lució muchos años Rafael Bravo en sus paseos por la Calle Nueva. Que hasta los años 60, y por su cercanía a los muelles portuarios, era como una pequeña extensión de Wall Street en el Cádiz naviero.
Pirri se quedó siempre prendado de aquel reloj. Y cuando murió Rafael le preguntó a su hijo Ignacio por la suerte que había corrido. Entonces supo que no era un bulova -como él siempre había creido-, sino un omega de oro. Que Ignacio -hombre generoso y muy querido en la ciudad- se lo colocó para siempre en su muñeca izquierda como muestra de la amistad que les une. Aquel reloj se lo había regalado Lola Flores a un futbolista internacional del Atlético de Madrid llamado Gerardo Coque con el que tuvo amoríos. La relación entre ambos fue tormentosa. Coque había sido el fichaje más caro de la temporada 1952-53, pero sus escarceos amorosos con la artista le jugaron una mala pasada como deportista. Y su paso por el Atlético de Madrid fue un fracaso. Cuando rompieron la relación, Lola Flores le exigió que le devolviera el reloj. Y en un viaje a Cádiz con su compañía buscó a Rafael Bravo por la Calle Nueva para vendérselo. Quedándose para siempre en Cádiz, hasta que Pirri se lo llevó a Santander. La tierra de su madre. Y donde ahora reside retirado a sus 82 años. Llevaba yo tiempo con ganas de pasar un día con Aparicio en la capital montañesa. Donde doy fe que manda. Y en esta pequeña escapada que he hecho estos días al Norte huyendo del calor madrileño me he encontrado con él aquí. Aparicio entró de botones con 14 años en el Instituto Nacional de Previsión. Y era el funcionario que cada día le pasaba la firma a mi padre. Terminada la jornada laboral, mi padre, su mecánico Antonio González y Pirri se trasladaban a una cervecería austriaca que regentaba la familia Kieslich en la Calle Zorrilla para compartir unas cañas. Que no eran tales, sino una medida inglesa llamada book equivalente al doble. Como yo sabía de aquella parada, allí me desplazaba a esperar a mi padre sabedor también de que la familia cervecera elaboraba un embutido de marisco siguiendo el patrón de la salchicha vienesa. Con la salvedad de que el picadillo de cerdo era sustituido por otro de gambas.
Ricardo Aparicio estaba considerado en mi casa como un miembro más de la familia. De porte elegante, en sus momentos libres se subempleaba como modelo de sastrería fina recorriendo las principales pasarelas de España. Durante un tiempo residió en Sevilla. Y un día que mi madre me llamó por teléfono al internado sevillano para interesarse por mi le dije que tenía frío. Dos horas después -por indicación de Pirri– Pepín Lirola en persona se presentaba en el colegio con un paquete de sus Almacenes Vilima conteniendo una manta palentina que hasta hace muy poco tiempo he llevado siempre conmigo. En las vísperas del verano de 1976 no tenía asegurada mis prácticas de segundo año de periodismo. Y cuando se enteró Pirri le faltaron minutos para llamar a su amigo José Antonio Blázquez para que intercediera por mi ante Joaquín Carlos López Lozano, entonces director de la edición sevillana de Abc. Que 48 horas después me enviaba un telegrama a mi casa reclamándome en la redacción. Le he contado muchas veces a Catalina Luca de Tena, entrañable amiga, cómo entré a hacer prácticas en el periódico que hoy preside. Y ahora que Catalina se ha hecho una asidua visitante de Cádiz es una lástima que no pueda presentarle a Pirri. Que reside en Santander rodeado de grandes amigos. Y con quien he recorrido hoy la ciudad acompañado del arquitecto e interiorista bilbaino Rafael Zabala y del empresario hostelero Carlos Crespo. Propietario ahora del histórico Mesón del Riojano, que fue donde empezó el llorado Víctor Merino. El pionero de la cocina española renovada. Me he quedado atónito cuando Crespo y Zabala me contaban anécdotas gaditanas de mi padre que Pirri ha regado estos años por Santander. Como cuando un día el montañés que lo atendía en el bar que frecuentaba en Cádiz le reclamó con tacto exquisito una factura pendiente. “Don Fernando -le dijo con voz tímida- tiene usted ahí 12.50. A lo que le respondió: “Pués dámelas”. Hoy ha sido un día de vivencias. Y de grandes emociones. Me he reecontrado con Pirri y con su sabiduría. He viajado a las generaciones gaditanas que me han precedido. Y he reconstruido el Cádiz de la Calle Nueva desde el Paseo Pereda de Santander. Con Rafael Bravo luciendo el omega de Lola Flores. Ricardo Aparicio e Ignacio Bravo haciéndole un nudo medio windsor en la corbata a Periquito el Melu que ya quisiera Pedro Domecq. Luis el Chino emborrachando a Luis Mariano de mostrador en mostrador. Y Juan Felix Camacho recién desembarcado de Nueva York contando historias del puente de Brooklyn. Mientras Manolete vocea el España de Tánger. El Cubanito vende medias de nylon de estraperlo. Y yo de pantalón corto me empino a un balcón de casa de mi abuela atraído por la sirena de un vapor que reclama la presencia del práctico.