Ando estos días por las costas de Barbate y Zahara, justo donde el Estrecho de Gibraltar se abre hacia el Atlántico y sus dos principales vientos -el Levante y el Poniente– discuten y luchan entre sí, hasta hacerse unos de ellos con el dominio, a veces con furia. En este litoral de referencia mitológica se han asentado a lo largo de los tiempos casi todas las civilizaciones de la Península Ibérica, dejando huellas que llegan hasta nuestros días. Barbate es tierra de hombres de la mar, al igual que Zahara, su inseparable aldea. La de estos pagos es gente recia, que domina las artes de la pesca y que cada año, entre mayo y julio, se emplea en trabajos de almadrabas, técnica artesanal que desde la Antigüedad se monta en estas aguas para la captura de los atunes de derecho que en Primavera pasan por el Estrecho para desovar en el Mediterráneo. Entre Barbate y Zahara se encuentra la Sierra del Retín, hermoso paraje forestal de colinas y cerros que toca el mar y que hoy día ocupa una unidad de adiestramiento anfibio de Infantería de Marina, cuyo centro de operaciones se encuentra en el Cortijo del Casma y en el que se levanta un hermoso y blanco caserío con palmeral que se divisa desde la carretera. El Casma y su dehesa -donde se criaban los bueyes de arrastre empleados en las viejas almadrabas- fueron propiedad del duque de Medina Sidonia, otrora dueño y señor de estas tierras y pesquerías, que los usaba como recreo durante la temporada de atunes, pero también como castillería, que era un peaje que se le tenía que abonar como derecho para poder transitar por sus caminos.
Estas costas de Barbate y Zahara son para mi muy familiares y suelo frecuentarlas cada vez que puedo. Hace años un lugareño me comentó una historia que, a todas luces, me pareció fruto de la imaginación popular, pero que siempre me mantuvo en la duda sobre su verosimilitud. Me habló de una princesa extranjera que vivía sola en el Cortijo del Casma y que cada tarde salía a cabalgar por la dehesa, acercándose al mar, donde se detenía fijando su mirada melancólica hacia el horizonte, para volver otra vez a galope al caserío. El relato no tendría nada de particular sin el ingrediente final, que no es otro que quien la visitaba de vez en cuando. Se refería aquel lugareño al mismísimo rey Alfonso XIII, que acudía a aquella propiedad de la Sierra del Retín conduciendo su propio automóvil. Muchos reyes de España han tenido amantes a las que visitaban en castillos y otros lugares escondidos, pero no me cuadraba a mi aquel monarca -que no necesitaba de estos desplazamientos para sus escarceos- acudiendo desde Madrid a las costas de Barbate y Zahara para encontrarse con una bella princesa extranjera. Así que aquella historia me pareció irreal, pero simpática, y como tal la recordé durante algún tiempo, hasta que un día, contemplando la colección histórica de La Vanguardia, comprobé que el relato era cierto, pero con un trasfondo de amor diferente en el que el papel del rey de España era otro.
Corría el año de 1915 y Europa estaba inmersa en su Primera Guerra. España era un país neutral, pero las dos reinas de entonces tenían a los suyos divididos. María Cristina, madre de Alfonso XIII, era austriaca y Victoria Eugenia, la joven esposa del Rey, inglesa. Aquella aristócrata que galopaba por los senderos del Cortijo del Casma hasta llegar a las playas de Barbate y Zahara era la archiduquesa María Cristina, sobrina de la reina madre de España y, por lo tanto, prima carnal de Alfonso XIII. Estaba casada con Manuel Alfredo Leopoldo de Salm-Salm, principe alemán que había sido hecho prisionero por los ingleses en alta mar y trasladado a Gibraltar, donde sufría cautiverio. La familia real española se abrió con la princesa de Salm-Salm, poniéndole a su disposición todos los recursos posibles para que pudiera estar cerca de su esposo, siempre que se lo permitieran las visitas. Circunstancia por la que esta princesa, madre de cinco hijos, estuvo durante meses recorriendo posesiones y casas palaciegas de las costas de Cádiz que le brindaban como acogida familias aristocráticas de la zona. Una de sus residencias fue aquel cortijo otrora del mayorazgo de Medina Sidonia, a donde la llevó y la recogió personalmente el propio Alfonso, aprovechando un viaje a Andalucía. El principe de Salm-Salm fue canjeado por un coronel inglés en poder de los alemanes y puesto en libertad ya entrado 1916, incorporándose de inmediato al frente, donde pocos meses después -un día de agosto como el de hoy- perdería la vida en una acción militar. Era capitán de Caballería de los Ejércitos prusiano y austriaco, y dejaba viuda a aquella bella princesa y huerfanos a sus cinco hijos, la mayor de trece años y el menor de cuatro. La princesa de Salm-Salm no volvió jamás a aquellas costas de Barbate y Zahara desde donde observaba con melancolía la lejanía de aquel mar en el que fue prendido su esposo por los ingleses, pero si fue en años siguientes asidua invitada de la familia real española en sus estadías de verano. Los periódicos de esta otra etapa la recuerdan también cabalgando, pero por los palacios de Valsaín y La Granja, muy lejos de aquellas almadrabas que divisaba desde los pastos del Cortijo del Casma y de aquel otro caballo que cada tarde la acercaba al mar.