Había una vez una vieja cantina con burdel cuya fama se extendía por toda la costa occidental de África. Nadie recuerda su nombre original, pero con el tiempo le pusieron Battling Siki. Próxima a los muelles de San Luis de Senegal, era frecuentada por las tripulaciones de los buques allí atracados. Y también por colonos blancos, clase de tropa francesa y solitarios paisanos de diferente laya, y paises del mundo, en tránsito. Apenas queda referente en la memoria de lo que fue aquel burdel, pero debió de conformar un cuadro surrealista, o protocubista, que con seguridad habría atraído el pincel de artistas como Tolulouse-Lautrec, La inspección médica, o Picasso, Las Señoritas de Aviñón. Emplazado junto a un puerto fluvial africano, aunque próximo al mar, jamás fue motivo de inspiración artística. Y sólo la imaginación a tiempo pasado podría dar fe de su aspecto, con lóbregas y desnudas paredes, lámparas en penumbra y un largo mostrador de alterne bajo las aspas de un par de ventiladores en el que concurrían marineros y tripulantes, soldados uniformados, y viajeros con blanco ropaje de algodón. O de lino irlandés. Mientras un selecto grupo de jóvenes damas negras aguardaban su turno en la oscuridad a la voz de una madame blanca. Entre cervezas bien frías. Kepis. Lepantos de borla roja. Canotiers y panamás, además de algún que otro salacot. Esta estampa es muy diferente a las que acostumbran a presentar como fondo las novelas y películas históricas de África que tienen como protagonista al hombre blanco. Y que tienden a situar escenas decisivas en un club inglés, en un almacen de provisiones o en una aislada iglesia-escuela regida por un misionero belga. O francés. Pero este burdel que nos ocupa fue parte también de la colonización de África, aunque casi todos los locales de alterne del mundo, ya sean de hoy o de hace cien años, tienen en común, y como finalidad, permitir la pasión fugaz del placer por deseo según la tarifa de cada momento. Y no suelen contribuir más allá de ese tope en el devenir de la humanidad. Ocho cuartos tenía aquel burdel, todos ellos instalados en la planta superior. Justo encima de la cantina. Y separados del murmullo de la calle, en donde niños semidesnudos y descalzos aleccionados como guías de clientes por un pimp (1) reñían entre sí por las propinas. O se apostaban junto a puertas y ventanas para presenciar con infeliz inocencia el grand spectacle de cada tarde. Hoy aquella cantina con burdel es un coqueto hotel de ocho habitaciones (propiedad de un español) llamado Siki. Nombre que encierra una historia real de la que cada cual hace su leyenda. Y Siki por tanto pudo haber sido (y lo fue) uno de aquellos niños pobres que transitaban de los muelles al burdel llevando clientes. Y a quién la suerte, que también se presenta fatídica, le permitió brincar el miserable destino que le aguardaba en África al embarcar sin retorno en uno de aquellos vapores que regresaban a los puertos de la metropolis. De nombre Amadú Fal Mbarick, y musulmán de orígen, Siki nació en San Luis en 1897 en el seno de una familia absolutamente pobre cuyo progenitor compartía a su madre con otras dos mujeres. Dicen que una rica bailarina alemana de nombre Frieda König –Madame Falkemberg– se encaprichó de él tomándolo como criado en una escala del buque que la devolvía a Marsella tras un exótico viaje a África para olvidar la muerte de su amado. Y bajo su cuidado viajó a Francia, en donde se inició en el boxeo con apenas quince años. Entre 1912 y 1914 libró 17 peleas, nueve victorias, seis combates nulos y dos derrotas. Y en 1919, tras una meteórica carrera en Holanda y Alemania, se enfrentó a los grandes de Francia, entre ellos al ídolo George Carpentier, a quién -ante 40.000 espectadores congregados en el Stadium Buffalo del barrio parisino de Montrouge y tras un injusto intento de descalificación por parte del árbitro- le arrebató el título mundial del peso semipesado al tumbarlo en el sexto asalto. Fue el primer boxeador negro de la historia de Francia. Y pronto los periódicos le apodaron El Niño de la Selva. E incluso Championzé, dechado de crueldad. Pero emigró a Nueva York para proseguir su carrera, en medio de una turbuleta vida de trampa y violencia que acabó en tragedia. Cuando un día al amanecer fue encontrado muerto de dos disparos a quemarropa junto a un edificio de la calle 41. Tenía 28 años. Y dicen que le gustaban las mujeres blancas. Los coches. Y los perros blancos. Deliraba ante las burbujas de la champaña. Y era insolente, estrafalario y chulo. Vicios y remedos de su relación con el hombre blanco. O con la mujer blanca. Porque aquella bailarina alemana lo paseó aún niño y vestido de terciopelo rojo, cual exótica mascota, por los teatros y lugares de diversión de Paris y Marsella. Hasta que un día lo dejó escapar a su propia suerte.
Me alojo en uno de esos ocho cuartos del viejo burdel ahora reconvertido en hotel. He llegado a San Luis tras cuatro horas de trayecto en un 4×4 por la playa que une Dakar con esta ciudad al norte de Senegal. Y aprovechando el piso seco que permite la bajamar. Entre el fuerte oleaje del Atlántico. Que torna de verde a plata por el efecto crepuscular. Y un paisaje de dunas que corta en seco una primera línea de vegetación en la que asoman arbustos espinosos, cocoteros y frondosas ramas de matorral. Sobrevuelan bandadas de aves acuáticas. Y se cruzan legiones de cangrejos que trasiegan rápidos, y a la deriva, por la arena alertados por el paso del automóvil. Hay restos de naufragios. Y descansan varadas centenares de canoas, o pirogues, de espectacular colorido en espera de salir a faenar al amanecer coincidiendo con la primera oración. Mientras que por la orilla transitan carros tirados por frágiles caballos que portan cajas de pescado y otros enseres. No es este aún el espacio en que se asientan el pelícano o el gaviotín real, pero ya cerca de San Luis se avistan grupos de monos verdes corretear junto a los humedales de la sabana. San Luis es una hermosa ciudad de corte colonial encajada dentro de una isla en la desembocadura del río Senegal. Todavía conserva parte de su hermosa arquitectura. Y también algunas de sus grandes obras de ingeniería, entre ellas un gigantesco puente de hierro en arcos sobre uno de los dos brazos fluviales que la flanquean. De 508 metros de longitud y diez de ancho, este puente fue proyectado en 1860 por Michel Nouguier, el mismo ingeniero que diseñó el que cruza el Duero a la altura de Oporto, y su construcción concluyó siete años después. Hoy sigue siendo el único acceso a la ciudad colonial, porque al oeste se encuentra la Lengua de Berbería. Que nace en el límite arenoso donde acaba Senegal. Y comienza Mauritania. Ya en San Luis, paseo por sus antiguos muelles. En donde reposa silenciosa, y ajena a los tiempos, una vieja grua de vapor de 1843 que permaneció en activo más de un siglo después. En el cantil se encuentra atracada una motonave de los años 50 de construcción holandesa que costeaba el litoral senegalés transportando pasajeros y carga general. Es el Bou el Mogdad, rescatado ahora para paseos turísticos. Pero cuya silueta incorpora el añadido naval que reclama el perfil colonial de la ciudad para que la postal no quede incompleta. San Luis es una ciudad abierta al río, también al mar. Y en sus muelles atracaban viejos vapores-correos que comunicaban a la colonia con otros puertos de África. O de la metrópolis. En trayectos con o sin retorno, como aquel de ida que eligió Siki para hacer realidad su sueño. Y para no volver jamás a San Luis. Cerca de esos muelles, y a las puertas del puente Faidherbe, se encuentra el Hôtel de la Poste. Es un símbolo de la aviación, pués los franceses, ya entrado el siglo XX, sumaron al correo marítimo con África una línea aérea postal a la que se incorporaron los más arriesgados y experimentados pilotos de aquellos tiempos. Uno de ellos fue Antoine de Saint-Exupéry. Y otro Jean Mermoz, antiguo combatiente francés en Siria, que en 1927 entró al servicio de Latècoére al mando de un hidroavión que unía Toulouse con Alicante, previo amerizaje en Barcelona. Mermoz residió en ese edificio, antigua sede de la Compagnie Générale Aéropostale. Y en San Luis han quedado registradas para siempre sus grandes dotes como aviador. Un día, cuando intentaba prolongar el servicio postal desde San Luis a Natal (Brasil), desapareció con su hidroavión y otros cuatro tripulantes en aguas del Atlántico. Francia le honró. Y su rostro, junto a su aparato, quedaron plasmados en una serie de sellos postales franceses que durante más de cincuenta años franquearon los envíos por carta al resto del mundo. Poste aerienne. En las paredes del Hôtel de la Poste cuelgan fotos de Mermoz. Y de otros grandes pilotos de la Aeropostale. Al igual que los principales edificios coloniales de San Luis, comprende dos plantas, habitaciones de techos altos y un gran patio central esquivo al sol en el que crecen enormes plantas de sombra que rebajan las temperaturas. Hay mucho pasado en San Luis, más incluso que presente. Y mucho menos futuro que pasado o presente.
El calesero que me pasea por las calles de San Luis en esta mañana de sol radiante cuenta que las tejas de los edificios coloniales eran traídas en barco desde Marsella. Y los ladrillos, de Toulouse. Mauritania está cerca. Y la frontera en Diama suele tomar aspecto de gran bazar en las horas de labor. Todo allí se compra. Y todo allí se vende. La Gran Mezquita de San Luis tiene un campanario, pero sus badajos -que permanecen sellados desde la independencia en 1960- llegaron a repicar durante la administración colonial en sustitución del salat, o llamada a la oración del almuédano, porque al invocar a Dios con sus cánticos aquel molestaba a los colonos al amanecer. Y en la siesta. También en la fachada de la mezquita luce un reloj ante el que acudían los devotos musulmanes para comprobar sus horas de oración. La mezquita fue levantada en la parte colonial de la ciudad y lejos del barrio musulman, en donde no existían pozos que suministrasen agua dulce para las abluciones. Un día llegó el marabut con su vara de Zahorí. Se detuvo en un lugar propenso a una corriente subterránea. Y dijo: “Aquí levantamos la mezquita“. El río Senegal nace en Guinea y discurre por el sur de Mali adentrándose en Mauritania. Plinio el Viejo lo llamó Bambuta, palabra usada en la antigüedad para identificar al hipopótamo. En San Luis se creó el primer regimiento de Tiradores de Senegal, unidad de combatientes africanos que vertieron heroicamente su sangre en las dos últimas guerras mundiales en defensa de Francia. No ha cambiado mucho el aspecto de campamento militar que presenta la parte norte de esta antigua colonia. Y en ese espacio continúan tal cual edificios y barracones que pertenecieron a la vieja administración militar de África Occidental Francesa, de la que San Luis fue su primera capital. En la línea 8 del metro de Paris hay una estación de nombre Faidherbe. Es el mismo que recibe el puente de hierro de San Luis puesto que este ingeniero militar fue en dos ocasiones gobernador de Senegal. San Luis fue desposeida de la capitalidad colonial cuando Faidherbe fundó Dakar. Y ahí comenzó su decadencia. Hoy es una ciudad pobre o más entre tantas otras existentes en África. Y que vive esencialmente del trasiego comercial de la frontera con Mauritania y de la pesca artesanal, que ocupa a 45.000 personas que se concentran en el barrio de Guet Ndar. Hasta aquí llegan camiones frigoríficos procedentes de todo el país. E Incluso de Mauritania y Mali. Y desde aquí se envían proteínas a la sabana mediante cargamentos de pescados secos. Las canoas, o pirogues, de estos pescadores son esos mismos cayucos que algunos depravados patrones emplean para el tráfico humano. Y que, tras navegar una semana costeando Mauritania y el Sahara Occidental, intentan alcanzar atestadas de hombres, mujeres y niños las Islas Canarias. Unos llegan. Otros son apresados. Y muchos mueren en alta mar. Pero todos han debido pagar en tierra mil euros por cabeza antes embarcar. Siki perseguía también un mundo mejor. Y lo alcanzó, pero no lo supo aprovechar. Once años después de aquel combate frente a Carpentier, la revista parisina Le Miroir des Sports recogía unas revelaciones del speaker de la contienda en la que aseguraba que el boxeador senegalés no quería pelear con el francés porque era su ídolo. Y porque tenía miedo. Todo estaba arreglado para que Siki cayera en el cuarto asalto tras una pelea dulce, pero en el tercero, y de improviso, el negro partió con un swing (gancho) de derecha que llegó a la mandíbula del campeón del mundo, dejándole tocado y machcándole a golpes precisos con ambos guantes. Desorientado, Carpentier perdió la vertical y recibió el out definitivo en el sexto asalto. Aquella noche, Siki disfrutó en desorden de la noche parisina, enfundado en un traje blanco y acompañado de su mascota, una cría de león. Estuvo descorchando sin cesar botellas y botellas de champaña. Y cayó rendido al amanecer entre sábanas blancas. Y rodeado también de damas blancas. Los periódicos franceses que llegaban con semanas de retraso a San Luis recogían en sus portadas los éxitos del boxeador senegalés. Y los niños semidesnudos y descalzos que frecuentaban aquellas calles coloniales acudían en busca del hombre blanco para que les contara las hazañas de Siki porque no sabían leer. El nombre de aquel boxeador senegalés se extendió entonces de boca en boca por la ciudad. Y en torno a aquel burdel se fue creando una leyenda. El muelle. El pimp. La madame. Los clientes. Y aquella Miss Falkenberg que lo subió a bordo. Battling Siki fue el primer campeón africano. Y con el tiempo su nombre fue adoptado por un grupo de rock de Detroit y por uno de los comandantes que frecuentaban al Ché Guevara. Pero fue también una vieja cantina con burdel cuya fama se extendía por toda la costa occidental de África.
(1) Pimp (sustantivo, inglés): Proxeneta. De ahí pimpi, voz que se usaba en Málaga y Cádiz para denominar a los guías que se ofrecían a las tripulaciones de buques extranjeros para conducirlas a los establecimientos de cambio y al barrio chino.