Confieso que siendo un adolescente me escapé una noche al Teatro Chino. Que era un espectáculo ambulante de variedades que recorría las ciudades y pueblos de España de feria en feria bajo la dirección de un veterano artista del Circo Price llamado Chen Tse Ping. El teatro llevaba el nombre de su esposa, Manolita Chen. De soltera, Manuela Fernández Pérez. Una extraordinaria vedette madrileña hoy retirada en Sevilla junto a su familia. Y que había conocido a su marido cuando ambos trabajaban en el circo, él al frente de una troupe de acróbatas del cuchillo. Y ella todavía menor de edad. Todavía recuerdo aquella luminosa carpa rectangular, con el escenario al fondo, un corral principal de sillas de tijeras y dos gradas laterales. Y también a Chen Tse Ping, oteando la llegada del público. Y ultimando los preparativos de las funciones. El Teatro Chino era un espectáculo de adultos que se instalaba alejado de las atracciones de feria. Y del paso de quienes en compañía de hijos menores buscaban lo insólito en la barraca de la mujer barbuda. O en la del fakir que atravesaba con su sable a una joven doncella encajonada. En Cádiz se emplazaba en la Cuesta de las Calesas. Y en Madrid en la Avenida de los Toreros. He visto anunciar sus espectáculos en Valdepeñas, en Alicante e, incluso, en Pamplona durante Sanfermines. Cuando acudía a Sevilla coincidiendo con la Feria de Abril, Chen Tse Ping se presentaba en persona en la pequeña oficina que el diario Abc tenía en la calle Velázquez para insertar el anuncio que a modo de módulo advertía de la presencia del espectáculo en la ciudad. 5o artístas internacionales y 20 bellísimas señoritas, rezaba el reclamo. Recordando también que ofrecía taquilla propia en La Campana para la venta anticipada de boletos. Ocho funciones diarias llegó un día a representar. Y también algún espectáculo infantil los domingos dada la capacidad multidisciplinar de sus artistas. Cuando fuí a presenciar aquella función nocturna no había cumplido aún los 18 años. Y temeroso de que me pudieran descubrir, me sumé a un grupo de mayores del colegio que seguía desde la grada (y cuán gamberros) los pases más atrevidos del espectáculo. Fue mi primera incursión al mundo del cabaret. Y de la revista o vodevil. En la que pícaras bailarinas, voces finas de la copla, acróbatas de circo y osados humoristas (en suma, payasos) hacían las delicias del público con un repertorio de erotismo sano y lleno de colorido. Digno de la calidad de sus artistas. Y del prestigio popular que arrastraba aquel teatro ambulante de variedades. Pués llegó a anunciar a grandes artistas como el clown Donaldson, el mejor imitador que ha tenido Charlot en España, o a la propia Marifé de Triana, reinona indiscutible de la copla.
El año que cumplí 20 años pasé parte del verano en Barcelona. Y un grupo de amigos me llevó a El Molino, el teatro de variedades más importante del Paralelo. Y cuyo espectáculo de cabaret era de una calidad exquisita. Pero marginal. El Molino existía como sala de fiestas desde principios del Siglo XX. Y se identificaba facilmente por su fachada ad hoc. De la que sobresalía la silueta de un molino cuyas aspas iban girando en medio de un juego de luces. Recibía su nombre del viejo Moulin Rouge parisino de los affiches de Toulouse Lautrec. Pero la censura franquista le había desposeido de su primitivo color por entender que el rojo podía tener connotaciones políticas. Lo que era completamente absurdo. Pero propio de las cabezas descerebradas del régimen. En aquellos años 70, El Molino (a secas) mantenía en cartelera a uno de los mejores cómicos del momento, El Gran Jhonson. Un artista (nacido en Buenos Aires) que se reía a carcajada limpia de su propia tendencia homosexual. Y se burlaba inocentemente de la vida (y del mundo en general) con cuentos picantes llenos de imaginación y frescura. Jhonson era el rey del Paralelo. Como reina lo fue antes La Bella Dorita. Porque el Broadway barcelonés no era solamente conocido por el número de sus teatros -entre ellos el Apolo– o la variedad de sus espectáculos, sino por haber sido igualmente el espacio más trasgresor de la España tardofranquista. Las aspas iluminadas de aquel viejo edificio advertían de que se trataba de un lugar diferente. Con actores y con público también diferentes. Que al término de cada función volaban con ganas de seguir de fiesta hacia Las Ramblas. Que en aquel tiempo era una extensión de El Molino en versión libre. Con el peculiar y excentrico Ocaña, entre plumas y colores bombón de licor. Mitad Jhonson. Y mitad Escamillo, alma mariquita del Paralelo. Y otro de los grandes cómicos del cabaret barcelonés.
Jueves, 28 de julio. Después de 37 años he vuelto hoy a El Molino. Que cerró sus puertas en 1997, aunque las volvió a abrir hace menos de un año reconvertido en un moderno café-concierto para 250 personas que ofrece como espectáculo un revival de lo que fue este teatro a lo largo de su historia. La sala aún conserva su fachada primitiva de molino con sus aspas en movimiento, pero su interior da cabida a un teatro moderno y funcional de cinco plantas, probablemente el más alto de Europa, distribuido en forma rectangular, y con un pequeño escenario abierto a la platea, más dos anfiteatros superpuestos con barandillas retroiluminadas. Es una excelente obra de los arquitectos Bohigas Arnau, Pla Ferrer y Baquero Riazuelo. Que han tratado de reinterpretar las diferentes épocas que tuvo este teatro para que el público de hoy se pueda reconocer en ellas. La veterana vedette Merche Mar, que debutó con 13 años en el local tocando el acordeón, es la anfitriona encargada de conducir el espectáculo desde la platea. Inicia una animada charla con los espectadores. Les convida a una copa de cava. Y después revela los mitos y leyendas de la sala antes de dar paso al music hall. Cabaret, burlesque y flamenco. Copla, cuplé, rumba y tango. Por Merche Mar he sabido que Carmen Amaya bailó muchas noches en El Molino. Que el bailaor Antonio Vargas se pasó toda su vida diciendo que tenía 57 años. Y que Christa Leem revolucionó de tal manera el streptease en los 70 que muy pronto se convirtió en la musa de la transición en Barcelona. Merche Mar representa el tránsito entre el viejo Molino y éste de ahora. Es la memoria viva. Y también la última vedette de una esplendorosa época. No muy lejana. Y sin el reconocimiento que merece. El público aplaude a Merche. Que es la sublimación de lo popular. Y la nostalgia emocionada. O el cabaret en persona. Mientras una orquestina en vivo de piano, violín, percusión y viento anima el local con notas rápidas de vodevil. Para que un grupo de ballet -seis teams, seis girls– encadene de actuaciones el espectáculo hasta llegar a sus dos principales artistas. La actriz argentina Miriam Penela, abrazada a un tango. Y el bailaor sevillano Amador Rojas, que lleva el sonido de la fragua a sus botas. El nuevo Molino ha recreado al viejo Molino. Hace una noche fantástica en Barcelona. Y la brisa marina se adentra desde el puerto en el Paralelo. Creo ver a lo lejos a un marinero de la VI Flota agarrado borracho a una farola. Y a cuatro putas discutiendo en una esquina de El Raval a ver quien lo caza antes. Pero esa estampa canalla es de los tiempos de Jhonson. Y de aquel Teatro Chino que recorría España de feria en feria. Ahora los alrededores del cabaret destilan finura. Y sus espectáculos de luz y sonido revisten lo sensual de hermosura. Ha muerto la picardía, pero siguen naciendo estrellas.
(Foto: Rosa Puig, de Diario Desing. Barcelona)