He acudido a Mérida a renovar mi cita de agosto con el Teatro Romano. Esta vez sobre el escenario se representa Antígona, la tragedia de Sófocles en la que se enfrentan dos nociones opuestas del deber, la religiosa y la civil. En este último caso identificada en Creonte, tres veces rey de Tebas. La puesta en escena es impresionante, reforzada por el potente marco histórico en el que se desarrolla la obra. El teatro se construyó en el Siglo I antes de Cristo. Y probablemente sea hoy el mejor espacio escénico de España para representar una obra clásica. Así que pasar por allí debe ser para cualquier actor o actriz un ejercicio de máxima responsabilidad. Porque si esas piedras imponen de por sí respeto para el espectador. Cómo lo serán para los actores. En esta 57 edición del festival, Antígona (en versión contemporánea de Ernesto Caballero) es la obra estelar. Representa al personaje Marta Etura. Una joven actriz donostiarra novel en este tipo de tablas. Aunque (para mi) ha sido sorprendente su actuación, sobre todo por la forma que traslada el dolor. Sé que existen opiniones divergentes sobre su actuación, pero no podemos exigirle a una actriz de 32 años que tenga las mismas tablas que Nuria Espert. Ni la magistral sabiduría de Margarita Xirgú, cuya estatua en bronce luce desde hace unos años junto al proscenio. Pués fue quien reinaguró las representaciones en el Teatro Romano en 1933 al encarnar a Medea. Me ha encantado Etura, pero también Blanca Portillo. Que forma parte del reparto con un breve papel masculino en el que representa a Tiresias, el adivino ciego de la ciudad de Tebas. Blanca Portillo es la codirectora dimisionaria del Festival de Mérida. Sin quererlo, se ha encontrado con los eternos problemas de la provincia española. Y una absurda polémica sobre una fotografía (de un crucificado) le empujó a renunciar de sus responsabilidades sobre el certamen. Nunca mejor que Antígona para que Blanca aprenda la lección entre las dos nociones opuestas del deber, la religiosa y la civil. Pero estoy convencido que lo ocurrido pasará como una anecdota insignificante en su carrera actoral. Me horrorizaría ver a Portillo dentro de unos meses en una de esas estúpidas series de televisión a las que acuden los actores para ganar dinero. Y en la que se prodigó un tiempo. Como igualmente me sorprendería que aceptara funciones de directora en otros festivales de la provincia española. Porque para eso hay profesionales del cuento que se mueven como pez en el agua entre las burocracias de la política local. Blanca es hoy día una de las mejores actrices dramáticas de España. Está ya tan cerca de Nuria Espert que muchos la ven dentro de ella. Tiene 48 años. Y tocó el Olimpo hace dos al representar precisamente en Mérida a Medea. Por el papel de Tiresias no cobra un sólo euro. Y muy pocos saben que las ganancias que ha obtenido en algunas obras que ha producido las emplea después para ayudar a jóvenes actores que empiezan. Así que he salido satisfecho de Antígona. No sólo por la calidad de la obra, la puesta en escena y su excelente representación. Sino porque he estado rodeado de gente pura (y honesta) del teatro.
Antígona ha sido el motivo de este viaje que en mitad de agosto me ha llevado a la calurosa Mérida. Me gusta pasear por sus calles porque en ellas permanece la huella de su esplendoroso pasado. Fundada en época del emperador Augusto, fue capital de Lusitania. De todos los restos arqueológicos que conserva, me ha llamado siempre la atención el llamado templo de Diana. Por eso he aprovechado mi estancia aquí para contemplarlo nuevamente. En la mitología romana, Diana era la diosa virgen de la caza que protegía la Naturaleza. Hija de Júpiter y de Letona, formaba una trinidad con Egeria, la ninfa acuática, y Virbio, dios de los bosques. Su equivalente en la antigua Grecia sería Artemisa. En esta noche de luna llena, Diana marca mis pasos. Pués también fue diosa de la Luna. El templo luce espléndido. De planta rectángular (y con un frontal de seis columnas corintias de granito rematadas en un frontispicio), su magnífico estado es consecuencia de que durante años formó parte del palacio de los condes de los Corbos. Pese a que se le conoce por el templo de Diana, jamás se levantó para venerar a esta diosa romana. Fue un error que le ha acompañado durante años. Hasta que se supo que se trataba de un templo dedicado a la deidad imperial en el foro de la ciudad. O sea, un templo en el que se adoraba a Augusto. El emperador romano que más tiempo permaneció en el poder. Y el primero del Imperio. Mérida le honra en una moderna estatua ecuestre en uno de los extremos del puente de (Santiago) Calatrava. Y la ciudad se llegó a llamar en su mejor tiempo Augusta Emérita. Un día me dijeron que el verdadero templo de Diana estaba supuestamente en otro lugar de la antigua Lusitania, ya en territorio portugués. Y siempre tuve pendiente escaparme hasta allí para conocerlo. Me cuesta trabajo abandonar Mérida el día después de Antígona. Los actores comparecen a mediodía en el museo de la ciudad en un encuentro con el público. Eso no sólo es proximidad, sino también teatro puro. Máxime cuando la temperatura va subiendo de forma imparable a medida que avanza el sol. Dejo atrás el Guadiana, el fluminus Anae de los romanos. O río de los patos. Dominio indiscutible de Diana, diosa protectora de la Naturaleza. Y me encamino hacia Portugal, que se asoma silenciosa ante el viajero. Pero también triste, como una tragedia grecolatina. Porque hoy es un país intervenido por el Fondo Monetario Internacional.
Extremadura y el Alentejo son dos regiones hermanas (y de similar vegetación) que compartieron la provincia romana de Lusitania. Que estaba dividida en tres conventos, la propia Mérida o Emerita Augusta, Beja o Pax Iulia y Santarem o Scalabis Iulia. En esa encrucijada se encontraba una primitiva avanzadilla romana que Augusto convirtió en municipio tras crear la provincia. Concediéndole el privilegio de acuñar moneda. Hoy es una hermosa ciudad llamada Évora (y protegida por la Unesco) a mitad de camino entre Lisboa y Badajoz, que cuenta con un espléndido templo romano que -como el de Mérida- llaman allí de Diana. He llegado hasta ese lugar movido por la curiosidad. Y convencido de que tampoco se levantó para venerar a Diana porque data igualmente del Siglo I antes de Cristo. Y la deidad entonces (y después) correspondía a Augusto. Es el único resto romano de la ciudad, además de un acueducto y un recinto amurallado reconstruido posteriormente sobre su estructura original. Pero el templo de Évora (o Liberatia Iulia) está considerado como unos de los principales símbolos de la dominación romana de Portugal. Es más pequeño que el de Mérida y sus columnas son también de granito con capiteles corintios. Seis intactas en su frontal menor y otras ocho repartidas a partes iguales en sus laterales. Junto al templo se encuentra un jardín público que llaman de Diana. Y en el que se ubica un quiosco de refrescos a donde acuden los turistas para fotografíar los restos arqueológicos. Escucho a uno decir que el edificio sirvió de cantera de piedra para levantar el castillo de Évora. Y a otro apuntar que durante siglos su estructura albergó una sala de despiece de carne de ganado. Pero nadie discute su adscripción a Diana. Porque lleva siglos llamándose así. Guardo una baza a mi favor porque he llegado a Évora documentado después de descubrir que en la Real Academia de la Historia se custodian como tesoro siete dibujos a tinta del templo remitidos a la institución en 1801 por el arquitecto Melchor de Prado Mariño, integrante de la expedición que a finales del Siglo XVIII realizó a la antigua Lusitania romana el geógrafo José Córnide de Folgueira. Ya entonces Prado Mariño dudaba de su adscripción a Diana. Que al parecer fue una invención de un sacerdote portugués del Siglo XVII que quiso así bautizar lo que por desconocimiento no podía certificar. Pero de lo que sí estaba convencido aquel arquitecto es que Diana, o la griega Artemisa, fue una de las deidades más venerada en la Península Ibérica. Tal vez por ser la diosa más asociada al ecosistema. A la Luna. Y a la virginidad. La caída de la tarde va dejando en penumbra la silueta del templo de Évora. Mientras en Mérida a esa misma hora Marta Etura y Blanca Portillo preparan una nueva función sobre las dos nociones opuestas del deber. Antígona y Creonte. Ha sido un día caluroso, pero ha merecido la pena recorrer estos lugares de la antigua Lusitania. Con el recuerdo de una noche espectacular de teatro clásico en Mérida. Y la sensación de que Diana sigue siendo la señora de todos estos campos. No renuncio a seguir buscando su verdadero templo. Porque podría ser una manera de sentir cómo se toca el Olimpo.