Quedan aún restos de nieve en el Ocejón. El pico principal de la sierra de Ayllón, al noroeste de la provincia de Guadalajara. Es sábado 24 de abril. Los vecinos de Cogolludo -otrora señorío de los duques de Medinaceli– acuden a mediodía a la plaza Mayor, que luce engalanada. Reclamados por pasodobles (a todo volúmen) que anuncian una tienta taurina. No hay reses todavía sobre la arena de la placita cuadrada que se ha levantado como tentadero. Con remolques y tablas que hacen cierre a una rinconada. Emulando aquellas plazas de carros y talanqueras de antaño. Pero sí un plantel de jovencísimos alumnos de la Escuela Taurina de Guadalajara dirigidos por José Luis (el) Bote que ensayan los pases que en la tarde intentarán materializar allí mismo con cinco eralas de un ganadero de Atienza. En una exhibición cara al público a modo de clase práctica. Colofón de una jornada pedagógica de la lidia, que incluye un alto con vino de la tierra y un plato de migas. Que miembros de una peña local cocinan a leña en tres gigantescos calderos frente a la Casa Consistorial. Estoy en Cogolludo camino de los pueblos de la arquitectura negra. Que según la leyenda popular, Dios los hizo el último día de la Creación. Cuando no había luz. Por eso su oscuridad. Pero que en realidad son un conjunto de pueblos de extrema austeridad construidos en pizarra y cuarcita negra en medio de un espectacular paraje natural de robledales, hayedos, pinares, quejigales y encinares. Por el que discurren los ríos Sorbe y Jaramilla, además de un sinfín de arroyuelos y torrenteras de abundante agua cristalina. Entre corzos, zorros y jabalíes. Águilas reales y perdiceras. Buhos, lavanderas y mirlos. Pueblos negros repartidos en el paisaje verde. Y que ahora en primavera rompen su uniformidad cromática para recibir los colores de la estación. Blanco, violeta y amarillo. De los manzanos en flor. Los lilos. Y las forsitias.
Valverde de los Arroyos irrumpe con su negritud azulada en medio de este paisaje agreste. Ha pasado media hora desde que dejé Cogolludo. Y observo que la verdadera España rural esta aquí. Primer pueblo que me topo de la arquitectura negra. Todo un contraste con otros enclaves de la meseta. El día es luminoso. Pero de repente torna a gris. Y llueve. Convirtiendo en penumbra el paisaje. Y haciendo de la oscuridad belleza. Hay dos tipos de pueblos negros. Los que utilizan la piedra de cuarcita en sus muros mezclada con pizarra. Y los que están construidos enteramente de esta última. Valverde de los Arroyos es de los primeros. Junto a Palancares y Almiruetes. Estoy ante edificios ancestrales levantados con lajas de piedra negra, trabadas con mortero de paja y barro, y sostenidas con vigas de madera de roble. Hay construcciones de dos plantas, pero los edificios no están agrupados. Sino dispersos alrededor de cada iglesia. Las casas de estos pueblos tienen aspecto hermético. E integran un conjunto de pajares, cobertizos y cuadras que ocupan la planta baja. Compartiendo el aposento. Que es elemental. Unos pocos cuartos para dormir y la cocina. Lugar de encuentro. Y que cuando dispone de horno evidencia pujanza. En la planta superior se sitúa el desván. Que es donde se depositan los alimentos, el grano, la leña y el forraje para el ganado. La arquitectura negra no hace concesiones. Está en conjunción con la vida dura de otros tiempos. Porque allí los inviernos son largos y el sol escaso. De ahí sus fachadas ciegas. Sin apenas ventanales. Con gruesos muros que aislan de las nevadas. Representó la morada de una población entregada a la supervivencia. Que se empleaba en la ganadería y la agricultura al tiempo que conocía oficios y menesteres necesarios para la vida en comunidad. Hoy día estos pueblos son ya otra cosa. Están mejor comunicados, no sufren el éxodo vecinal que estuvo a punto de hacerlos desaparecer en los 60 y aguardan desde su transformación para el turismo rural que sean declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Candidatura que está ya presentada.
De los ocho nucleos poblacionales que recorro, siete están habitados y uno no. Es el caso de Umbralejo, anterior a Valverde de los Arroyos. Viajando desde Cogolludo. Y hoy recuperado por el Estado y la Junta de Comunidades como aula educativa de la comarca. La mayoría de los pueblos nacieron al calor de tainas o majadas pastoriles de la Edad Media. Conforman una herradura a los pies del pico Ocejón. Entre localizaciones naturales de gran belleza, como la Chorrera de Despeñalangua, en Valverde de los Arroyos. Una catarata con más de 120 metros de caída. Y el hayedo de Tejera Negra, a 24 kilómetros. Uno de los más meridionales de Europa, con hayas y tejos centenarios. De seiscientos años algunos. Majaelrayo es el pueblo más secular de los levantados unicamente en pizarra. Le acompañan Campillejo y El Espinar. Que son dos de las seis pedanías de Campillo de Ranas. Donde junto a la iglesia aparece un viejo reloj solar que durante siglos marcó en esta tierra los tiempos. Las piedras, lajas y lanchas de pizarra que conforman los muros de estos pueblos del entorno de Majaelrayo le dan un aspecto más oscuro al caserío. En el frontal de algunas edificaciones se intercalan piedras blancas en forma de cruz o hileras a modo de distintivo. Y plantas de matorral, arbustos y frutales se alinean silvestres sobre los lindes de piedra. Mientras chopos y álamos avisan del curso de arroyos y torrenteras. En un sotobosque de brezo y gayuba. Jarales, zarzas, arándanos y plantas aromáticas en floración. Tomillo. Lavanda. Y romero. Las fiestas de Valverde de los Arroyo son en junio. Con ocasión de la octava de Corpus. Ocho danzantes con indumentarias del siglo XVII bailan con palos y cintas ante el Santísimo. Lo mismo que en Majaelrrayo con motivo de la festividad del Santo Niño. En el primer domingo de septiembre. Con los danzantes recorriendo después el pueblo acompañados de un personaje enmascarado al que llaman Botarga. Y que cubierto de esquilas y cencerros persigue a los adolescentes con cachiporras. Con la caída del sol abandono los pueblos negros ya en dirección a Tamajón, en el camino de vuelta. Hay cartelería que anuncia la venta de miel pura. Una ciudad encantada de piedras calizas. Y una ermita del siglo XVIII dedicada a la Virgen de los Enebrales. Poco a poco voy dejando atrás el pico Ocejón, con sus restos de nieve. La bella oscuridad desaparece del paisaje. Y la luz del atardecer me devuelve a los colores de siempre.