Llegué Valencia por primera vez en 1976. La ciudad celebraba sus Fallas. Y me sumé para siempre a la idolatría del fuego. En aquellos tiempos viajaba yo en los viejos expresos que atravesaban España de madrugada para llegar a destino de bon matin. Esta vez he acudido en alta velocidad. 98 minutos desde Madrid. Conozco Valencia. No en vano viví aquí años importantes de mi vida. Coincidiendo con la entrada del milenio. Y con su última transformación urbana. Esta ciudad siempre me enseña algo nuevo. Es la ventaja que tiene el viajero. Pero también la de los lugares abrigados por su historia. Hoy es sábado 12 de febrero. Y Valencia ha amanecido soleada. Huele a pan recién horneado. Que se mezcla con la brisa marina. Y el aroma a café que desprenden los bares por donde paso. Desayuno con El País en El Parisién. La pastelería francesa de Guillem de Castro que abrieron en 2007 Isabelle y Philippe Augier. Enric González me va contando con arranque en portada la caída de Mubarak. Crónica magistral. Y Neus Caballer -entrañable periodista que me acompañó en la aventura mexicana de El País– me pone al día desde el cuadernillo local sobre lo que me interesa de Valencia. Una guía que muestra la ciudad a través del diseño y el arte contemporáneo conciliándolos con el espacio histórico. La acaban de presentar. Y no dispongo de ella. Así que inicio mi ruta a ciegas. Como hago siempre cuando acudo a Valencia. Pero hoy cruzando el barrio dels Velluters. O de los artesanos de la seda. Y de sus terciopelos. Casualmente encuentro abierta la Ermita de Santa Lucía. Que está por debajo del nivel de la calle. Y cuyos muros fueron levantados hace cinco siglos. Si bien fue retocada posteriormente hasta alcanzar su actual aspecto neoclásico. La preside la imagen de la mártir ataviada a la usanza de las doncellas romanas. Este templo estuvo desde sus inicios vinculado al Hospital de los Pobre Inocentes. Embrión del que fue luego Hospital General. Creado por Fernando el Católico, cuya segunda esposa -la cruel Germana de Foix– llegó a ser virreina de Valencia. Entonces concebida como ciudad-estado. De aquel Hospital General apenas queda en pie el portal. Que emerge desnudo entre jardines. Y como si se tratara de un arco triunfal. Es uno de los iconos de la Valencia renacentista. Como también lo son el Palau de la Generalitat, la Universidad, la Iglesia del Patriarca San José y la Lonja. Cerca de las ruinas del hospital está el Colegio del Arte Mayor de la Seda. Y su huerto. Que acogían al gremio de velluters. El edifico se encuentra en restauración tras años de abandono. Y todavía se alzan sobre su fachada principal dos viejos mástiles que reposan sobre su escudo cardenalicio. Un león que guarda la lanzadera, los hierros y la tallerola del arte de tejer. La seda llegó a Valencia con los árabes. Procedente de Sicilia, Berbería y Creta, aunque era oficio de judíos. Y fue con los reyes cristianos cuando alcanzó su apogeo.
Velluters se convirtió con los años en un barrio marginal dentro de la ciutat vella. Con prostíbulos infectos y hediondos en torno a la calle Viana. Todavía quedan restos del barrio chino. Con prostitutas a la busca de clientes por sus oscuras (y laberínticas) callejuelas. El barrio camina lentamente hacia su reintegración. Pero camina. La rehabilitación de la Plaza del Pilar es un hito. Como lo son también ciertos tramos de la calle Torn de l´Hospital. Y en cuyo número 17 nació el actor Ismael Merlo (1918-1984). Una lápida de mármol sobre la fachada del caserón así lo recuerda. Hijo de artistas, debutó sobre tablas en 1934 en el reparto de La Vuelta al Mundo en 80 días. De Verne. Fue en el Teatro Ruzafa, catedral (y gloria) del artisteo valenciano hasta 1973. Año en que fue derribado para ser sustituido por el primer establecimiento de El Corte Inglés que se abrió en la ciudad. Espacios abiertos como la Plaza del Pilar -uno de los bastiones falleros de Valencia- y el Jardín de Parcent -con sus cuatro estatuas de mármol sobre fuentes circulares- suponen un alivio para el paseante tras sortear la ola de miseria humana que acompaña a la prostitución. Es un regreso a la luz en este barrio donde otrora se tejieron los hilados más preciados de la ciudad. Pero también la entrada a otro universo. Que sin salir de las fronteras espirituales de Velluters dibuja una Valencia distinta. Con el Mercado Central, la Lonja y la Iglesia de los Santos Juanes como adelantados de su monumentalidad. Este templo -coronado en su exterior por una pirámide que sostiene a un águila (o pardalot) en vuelo que representa al Evangelista- acoge en su nave central trece esculturas de estuco de grandes dimensiones que corresponden a Jacob y sus doce hijos. Tantos como tribus tuvo Israel. Y está alineado al Mercado Central. Un edificio modernista de 1914 lleno de colorido donde se concentra a diario el murmullo de la ciudad. El conjunto lo completa La Lonja (de la Seda), que está enfrente. También llamada de los Mercaderes. Levantada por Pere Compte en el siglo XV es hoy el mayor exponente del gótico civil valenciano. Cuenta con un salón columnario donde se hacían las transacciones de la seda, un patio exterior con naranjos y una torre con merlones a la que se accede por una escalera de caracol tallada en piedra. Trabajo magistral de Comte, cuyo nombre recibe una calle aledaña con peldaños que conduce a la bulliciosa plaza del Doctor Collado. Y en donde se encuentra uno de los establecimientos más emblemáticos de Valencia. La horchatería El Collado. Que en esta época invernal sólo abre en horas de merienda. Ofreciendo sus exquisitos buñuelos con chocolate.
Las campanas del Micalet acaban de anunciar el mediodía. Hora del Ángelus. Y de la parada para almorzar de los antiguos gremios tras la oración. Los toques retumban con sonoridad en estas calles angostas por donde camino. Calle Corretgería. Donde aún existe una vieja bodega de 1873 llamada Baviera. Plaza del Negrito. Y calle Cavaller. La plaza del Negrito me recuerda noches de bohemia. Sobre un pedestal cuadrangular con mascarones a cada lado se erige una fuente. Que soporta a un infante desnudo cuyas manos sujetan a la altura de la cabeza una concha con canales que surten agua. La escultura es de hierro oscuro. De ahí el nombre de El Negrito. La calle Cavaller lleva al Palau de la Generalitat. Y después a la basílica de los Desamparados. Que colinda con la catedral. Y el Micalet. Pero yo voy buscando lo que llaman Palau de Sant Angel. Que está a mitad de calle. Y fuera ya del alma de Velluters. Que es como definió un día la periodista María José Serra el espíritu que impregna ese barrio. Busco ahora a Josep Renau. El gran muralista valenciano que llegó a México con la primera oleada del exilio. Y que colaboró mano a mano con David Alfaro Siqueiros. Renau dejó en el Casino de la Selva de Cuernavaca un impresionante mural que evoca la Hispanidad. Y que estuvo a punto de ser destruido en 2001 porque en su lugar iba a ser levantado un centro comercial. Pero la ciudadanía se movilizó diligentemente consiguiendo que la nueva edificación respetara aquella pintura. Y las de otros artistas mexicanos que la acompañan. El Palau de Sant Angel es el nombre de un café con ambientación musical que ofrece cocina italiana. Conforma un edificio de tres plantas con salones tipo renacentista, barroco, Luis XVI y modernista. La decoración actual es de los años veinte. Y responde al gusto del hacendado Luis Cuñat Sorní y de su esposa Virginia Ferris, progenitores de la familia valenciana que lo custodió por herencia hasta hace muy poco. En el segundo piso se encuentra una pequeña estancia que en origen fue una sala de baños. Y en cuyos techos ha dejado huella Renau plasmando un bestiario colorista. Los frescos fueron descubiertos en 2008. Y suponen la única obra interior del pintor que conserva la ciudad. Para mi es un privilegio coronar este paseo reencontrándome con este gran artista. Que regresó a España ocasionalmente en 1976 como tantos otros exiliados. Pero que murió en 1982 en el sector Este de Berlín. Donde llevaba años instalado siguiendo la estela comunista. Esta incursión a la calle Cavaller ha sido una pequeña escapada en mi recorrido por la vieja Valencia de hilos y terciopelos. Dejo atrás la Tasca Ángel. Para la que no pasa el tiempo. Y siento otra vez el murmullo del Mercado central. El pardalot de los Santos Juanes sigue ahí. En su vuelo permanente por los siglos. Y la Lonja sustituye a sus viejos mercaderes de la seda por un grupo de turistas italianos que se alimentan de historia entre sus muros. Me despido de Jacob y sus doce hijos. Tantos como tribus tuvo Israel. Y camino hacia otra parte de la ciudad alejándome de Velluters. Oficio de judíos.