Habib Bourguiba fue un excelente presidente que lideró Túnez durante treinta años. Y que fue derrocado in extremis por su primer ministro Zine el Abidine Ben Ali -hoy presidente- porque entró en delirio a consecuencia de una demencia senil. Ocurrieron estos sucesos en 1987. Cuando yo ejercía como corresponsal de El País en el Norte de África. Lo que me permitió ser testigo del deterioro físico (y progresivo) de aquel respetado estadista. Que entonces tenía 83 años. Y del arresto domiciliario que sufrió hasta su muerte trece años después. Lo que evitó que su figura histórica fuera manipulada. Fue una pena aquel interruptus biológico, porque Bourguiba era el padre de la nación tunecina. Independizada de Francia en 1957. Y todo un adalid en la occidentalización del país. Al que dotó de progreso social. Y en donde la mujer obtuvo derechos hasta entonces inimaginables en otras partes del mundo. Baste señalar que abolió la poligamia, estableció el divorció y facilitó su acceso a la enseñanza y al empleo. Sólo esto sería hoy una conquista monumental en cualquier país islámico donde la mujer se ve obligada a llevar el burka o el niqab. O donde incluso tiene prohibido acceder al divorcio. Conocí politicamente este país gracias a mi buen amigo Ridha Tlili, sociólogo, historiador e hispanista tunecino. Con quien he compartido muchas sobremesas en L’Orient, el viejo restaurante colonial de la calle Ali Bach Hamda. Junto a la avenida de Habib Bourguiba, que es una de las arterias principales de la capital. Y antes de desplazarnos -como cada tarde- a Sidi Bou Said para tomarnos un té rojo con piñones en las escalinatas del Café des Nattes. Tlili tiene pasión por el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. Pero también por la trascedencia histórica de Cartago, la colonia -después Estado- que los fenicios levantaron en 814 a.c. en el litoral tunecino por indicación de una hermana de Pigmalión, rey de Tiro. Y que tuvo su primera réplica en la actual Cartagena -entonces Cartago Nova-, fundada en 228 a.c. por Asdrúbal. General cartaginés yerno de Amílcar Barca.
Los tunecinos hablan con pasión de su historia. Que mantienen viva cuando entran en conversación con los europeos. Ocurre lo mismo en México con la Conquista. Que siempre recobra actualidad cuando el interlocutor es español. Pero en Túnez la cosa es distinta. Quizás sea una manera de presumir de país. Y también de ser diferente en una región como el Magreb con estados de personalidad muy acusada. Caso de Argelia y Libia, entre los que se encuentra encorsetada esta pequeña república mediterránea cuyo principal recurso es el petróleo. Nada comparable con la producción de sus dos vecinos. Y cuya explotación está bajo control del Estado. He pasado muchas horas paseando por la medina de la capital tunecina. Declarada en 1979 patrimonio de la humanidad por la Unesco. Bajando por ese serpentín de callejuelas que va desde el Palacio del Bey -hoy oficina del primer ministro- a la Puerta de Francia. Oliendo a especies. Rebuscando baratijas. Y acompañado por las llamadas a la oración del muecín de la Mezquita Zitouna. La Puerta de Francia recibe su nombre de los europeos, pero los tunecinos la conocen como Bab Bhar. Que significa Puerta del Mar. Y que era el acceso más próximo de la vieja ciudad amurallada al Mediterráneo. Sin embargo, el verdadero puerto de Túnez está a diez kilómetros al sur de la ciudad. La Goulette. Que no tiene nada que ver con el buque de dos mástiles con velas aúricas. Sino con la gola de río. Que en este caso responde al canal de 28 metros de largo que comunica el Lago de Túnez con mar abierto. La Goulette fue hasta 1964 un asentamiento siciliano. Que se formó cien años antes con familias de pescadores y trabajadores dedicados a la carga y estiba. Y que convivían con otras de confesión judía y musulmana en una armonía idílica que fue desapareciendo -al igual que esta colonia pluriconfesional- entre la II Guerra y la de los Siete Días.
El cineasta tunecino Férid Boughedir recreó en ficción el enclave en una película estrenada en 1996 de nombre Un eté (verano) en La Goulette. Donde narra una historia previa a la Guerra de los Siete Días que protagonizan tres familias de diferente religión hasta entonces inseparables. Cuyas hijas –Meriem (musulmana), Tina (cristiana) y Gigi (judía)- juran que perderán su virginidad el 15 de agosto al paso de la procesión de la Virgen. Y con tres muchachos de diferente confesión. Enfrentándose así a un tabú hasta entonces respetado que había permitido la amistad entre las diferentes familias. La Goulette fue conquistada a los turcos en 1535 por Carlos I, que dejó allí para siempre una fortaleza denominada La Carraca. Y que con la Piccola Sicilia -el barrio donde nació la actriz Claudia Cardinale– comparte la iconografía de este arrabal cuyo atractivo hoy son sus restaurantes de cocina marinera. Desde La Goulette, bordeando la costa hacia el oeste, se llega a Cartago, la que fuera capital del Estado púnico. Pero también importantísima ciudad romana tras su primera destrucción en 146 a.c. por Escipión Emiliano. Apenas quedan al descubierto restos monumentales, salvo algunos lienzos de muralla, el anfiteatro y las termas de Antonino, ya que este enclave ha sufrido las consecuencias de su propia historia. Pero el conjunto se completa con un pequeño museo ubicado en el monte Byrsa que ayuda a obtener una idea de lo que fue ese pasado. Tan esplendoroso como tormentoso. Porque sobre aquellas ruinas se desarrolló también la octava Cruzada (1270). Que le costó la vida al rey Luis IX de Francia tras contagiarse de una epidemia de disentería cuando sitiaba la ciudad. Todos estos lugares me vienen a la memoria al recordar mis conversaciones con Tlili en el comedor de L’Orient. Compartiendo un brik (burek) de huevo con cebolla y perejil picados a modo de entremés. Y recibiendo de él lecciones de historia que jamás he olvidado. Como la muerte de Amilcar Barca. Que pereció ahogado en las aguas de un río del Levante español. Probablemente el Júcar. Y el asesinato de su yerno Asdrúbal a manos de un esclavo del rey celta Tago. Que se perpetró en la Cartagena recién fundada. Lo que me recuerda a la España profunda. Pero de entonces.