Llegué a Colombia por primera vez como corresponsal del diario El País en 1991. Cuando ya se encontraba desmovilizado el M-19. Que fue el grupo guerillero que tomó con rehenes el Palacio de Justicia de Bogotá en 1985. Y que concluyó en masacre. Como consecuencia de un asalto sangriento del Ejército y la Policía colombiana que se saldó con 55 muertos, once de ellos magistrados. Habían transcurrido desde entonces seis años. Y el Estado colombiano -generoso siempre en los procesos de paz- respiraba airoso tras la conversión del M-19 en partido político con el compromiso de aceptar la legalidad constitucional. De hecho, su máximo dirigente, el otrora comandante Carlos Pizarro Leongómez, encabezaba la candidatura presidencial por esta formación (legalizada politicamente como Alianza Democrática M-19) en las elecciones de 1990. Pero un atentado paramilitar en plena campaña (cuando se encontraba a bordo de un avión comercial) acabó con su vida. El M-19, lejos de optar por la venganza, decidió continuar en democracia. Y mirar hacia adelante. Postulando como sucesor en la candidatura a su número dos, el ingeniero sanitario Antonio Navarro Wolf. Hoy feliz gobernador de Nariño, departamento del Pacífico fronterizo con Ecuador. Y que obtuvo en aquellas elecciones de 1990 el tercer lugar. Incorporándose como ministro de Salud al nuevo Gobierno, a la sazón presidido por Cesar Gaviria (liberal). Fue Navarro uno de los primeros políticos que conocí al llegar a Bogotá. Tenía entonces 43 años. Y me soprendió saber que como estudiante había sido becario de la Fundación Rockefeller, del British Council y del IDRC de Canadá. Poseía muy buena información de España, pués tenía como asesoras a dos enfermeras valencianas que llevaban algunos años en el M-19 como internacionalistas. Secundando una llamada que la guerrilla hizo llegar por entonces -digamos que por solidaridad revolucionaria- a la sección sindical de Comisiones Obreras del Hospital La Fe.
Con Pilar, una de ellas, pasé gratos momentos en aquel Bogotá de los 90 donde no cesaban las bombas. Ni los crímenes políticos. Entonces perpetrados por el ELN. O por las FARC, guerrillas que estaban enfrentadas. Pero cada tarde periodistas y políticos nos reuníamos de asueto en el barrio de la Candelaria. Para terminar después, prolongando la diversión y sin importarnos los controles militares, a una hora de carro en Andrés Carne de res. El local de moda, donde la tradición obliga a bailar sobre las mesas a ritmo de vallenato, merengue o salsa. Aquella joven se había incorporado a la guerrilla como idealista después de que Milans del Bosch sacara los carros de combate por las calles de Valencia. Y en pleno desencanto de la izquierda española con Felipe González por el ingreso de España en la OTAN. Le costaba adaptarse a la rutina burocrática de un ministerio. Lejos ya de la selva. Y de la acción armada, aunque me confesó que como sanitaria siempre estuvo en retaguardia. Donde nadie solía portar armas. Cierto o no, Pilar era -un año después de la desmovilización del M-19- una mujer desubicada. Que tuvo que recuperar los zapatos de tacón para acudir a diario al ministerio. Porque las mujeres colombianas así lo hacen. Y ella no podía ser la excepción. Que bailaba con periodistas y políticos sobre una mesa del Andrés Carne de res de la misma manera que lo podría estar haciendo a esas horas de la noche en El Negrito, en el barrio del Carmen de su Valencia natal. Local nocturno que frecuentaban también periodistas y políticos en aquellos años. Y para lo que no merecía la pena residir a tanta distancia. Desde aquel viaje no supe más de ella. Pese a que seguí viajando a Colombia, donde me tocó cubrir la muerte del narcotraficante Pablo Escobar (1993). El mayor criminal de la historia de ese país, con más de 5.000 asesinatos a sus espaldas. Y que para los pobres de Medellín se había convertido en un engañoso Robin Hood que les facilitaba recursos a cambio de adhesiones. Siempre invocando al Santo Niño de Atocha, del que era ferviente devota su madre Hermilda. Y para cuyo culto costeó capillas en muchos rincones de la República.
Tenía intención de escribir estos recuerdos de Colombia de manera sosegada. Acompañados de una reflexión amable. Y probablemente coincidiendo con algún acontecimiento relacionado con la paz. Porque llevo a los colombianos en el corazón. Y sé lo que han sufrido (y sufren) por la imagen que proyectan en el resto del mundo. Pero no ha sido posible. Porque me ha desbaratado la idea una noticia que por más que intento lo contrario me resulta aberrante. Me refiero a la decisión de la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt (y de su familia) de reclamarle al Estado colombiano 6,3 millones de euros de indemnización por los seis años en que estuvo secuestrada por las FARC. Y que ha llenado de tristeza a toda Colombia, cuyas autoridades han denunciado indignadas la ingratitud y la desvergüenza con que la ex cautiva ha actuado contra su país. Porque esos 6,3 millones que pretende arrancarle al Estado soberano por “daños y perjuicios, afectación psicológica, fisiológica y mental” son de todos los colombianos. Un tercio de los cuales gana menos de 200 euros mensuales. Repudiada por tamaña afrenta, Betancourt (que reside en Francia y acaba de garantizarse otros 6,8 millones por los derechos de un próximo libro sobre su cautiverio) se ha visto obligada a abjurar de lo dicho, si bien no ha dejado claro que abandone la demanda. Un espectáculo lamentable en una persona que considero para mi acabada definitivamente como política y con la reputación ya por los suelos. Lo que por desgracia no es de ahora. Porque mientras en Europa era propuesta para el premio nobel de la Paz. O se le agasajaba con el Principe de Asturias o la Legión de Honor francesa. E incluso se le facilitaba una audiencia privada con el papa Ratzinger. En Colombia siempre hubo desconfianza hacia su persona. Ya antes del secuestro (al que le llevó su propia imprudencia) era una política oportunista que repartía condones y píldoras de Viagra con fines populistas. O protagonizaba escandalosas huelgas de hambre para llamar la atención contra la corrupción política en su propio partido. Es cierto que sufrió un cruel secuestro, pero las novelescas versiones sobre sus relaciones con otros cautivos, la utilización abusiva de la conacionalidad francesa y su desembarco -tras la liberación- en el lujo parisino dejaron entrever que el mundo se había cegado con su persona ansioso de fabricar una cause célèbre en tiempos planos. Y lo que Ingrid Betancourt llevaba dentro era a una niña bien, egoista y caprichosa que siempre pensó para sí misma. Y que en los últimos días nos acaba de enseñar la peor de sus caras. La de la codicia.