Llegué a Caracas en septiembre de 1978 acompañando a Adolfo Suárez en su primera visita como jefe de Gobierno. Hace de esto ya 32 años. Trabajaba yo en el periódico Informaciones. El recordado vespertino madrileño de la Transición. Y que dirigía en aquel tiempo mi querido (y siempre admirado) Jesús de la Serna, maestro de periodistas. Era la primera vez que pisaba tierra americana. Y fue aquel un viaje cargado de emociones. Me hospedé en el Caracas Hilton. Que hoy se llama Alba, las siglas de Alternativa Bolivariana para las Américas. Porque en 2007 Chávez revirtió al Estado la concesión tras 38 años de gestión privada. En su afán por socializar (y destruir) también el turismo en Venezuela. El Hilton era en aquellos tiempos el hotel más distinguido de la capital. Ubicado junto al frondoso Parque de Los Caobos, solía recibir a toda la gente con glamour que llegaba a Caracas. En su Gran Salón conocí al torero Curro Girón y al periodista español Joaquín Soler Serrano, vieja estrella de la televisión venezolana. También a Eduardo Robles Piquer, hermano del que fuera primer ministro de Eduación tras la muerte de Franco. Éste de nombre Carlos. Caricaturista del diario El Sol (1932) y dirigente de la FUE durante la Segunda República, Eduardo era un reconocido arquitecto paisajista que llevaba 39 años exiliado en América, primero en México y después en Venezuela. Culto, pero de verbo apasionado, tuvo un fuerte encontronazo dialéctico con Suárez recriminándole su pasado falangista. Fue allí donde por primera vez saludé al democristiano Rafael Caldera, dos veces presidente de Venezuela. Con quien inicié una amistad que fue a más. Y que renovábamos con grandes paseos por las ciudades en las que coincidíamos. Madrid, Sevilla, México DF. Él preguntándome por los cambios en España. Y yo, interesado en conocer la sorprendente (y agitada) vida del general Francisco de Miranda. El prócer venezolano fallecido en 1816 en una celda del penal de Cuatro Torres, en La Carraca, Cádiz. Que se supone fue amante de la zarina Catalina II (la Grande), veintiún años mayor que él. Y al que autorizó de por vida a utilizar uniforme del Ejército ruso.
Los periódicos no dejan de dar estos días tristes noticias de Venezuela. Cartillas de racionamiento para la población. La muerte por huelga de hambre del disidente Franklin Brito. Sé que muchos venezolanos lo están pasando mal a causa de Chávez. Y les traslado desde aquí mi solidaridad más profunda. Lo hice el viernes con María Alejandra Trujillo a la salida de una audiencia con los Príncipes de Asturias en La Zarzuela a la que habíamos acudido juntos. Excelente periodista. Y corresponsal hasta ahora en Madrid de Radio Caracas Televisión. Que regresa a su país para reforzar la primera línea de la prensa democrática que sobrevive en resistencia al tirano. Fue Chávez quien sustituyó en 1999 a Caldera en su segunda presidencia. Que fue muy cuestionada. Y de la que se benefició aquel sin merecerlo, porque durante ese mandato fue perdonado por el golpe de Estado fallido que perpetró en 1992 contra Carlos Andrés Pérez. Cuando murió Caldera el año pasado invadido por el parkinson su familia renunció al funeral de Estado. En su lugar reveló la última voluntad del ex dirigente a modo de testamento político. Liberar a Venezuela de Chávez, a quién definía como un autócrata ineficiente. Caldera no ha sido el único mandatario de nuestro tiempo que se ha ido de este mundo sin los honores patrios. Le precedió en 2007 el también democristiano Luis Herrera Campins (1979-1984). Un hombre bueno a quien conocí en campaña electoral en aquel viaje a Caracas con Suárez. Y que apostó decididamente por la cultura durante su mandato. Estos óbitos en silencio (y en el olvido) me traen a colación el de Miranda a sus 66 años en la celda de La Carraca. Tres años después de que su subordinado Bolívar lo entregara a los españoles creyéndole un traidor por capitular ante el enemigo tras la caída de Puerto Cabello (1812). Derrota de la que curiosamente había sido responsable el propio Bolívar. Cierto o no, el cautiverio de Miranda favoreció al Libertador porque le despejó el camino para acometer su sueño.
La historia venezolana no tiene muy definido por qué Bolívar -33 años más joven- eliminó a Miranda. Que de hecho era ya el padre de la Independencia. Pero pasado el tiempo, la nación hizo justicia con aquel general restituyéndole sus honores, aunque ya siempre a remolque del Libertador. Lo comprobé en aquel viaje cuando visité por vez primera el Panteón Nacional de Caracas. Una iglesia desacralizada del barrio de Altagracia elevada a altar de la Patria. Y en donde se encuentra la tumba de Bolívar, además de tres cenotafios que esperan a Sucre, Bello y al propio Miranda. La biografía del general fallecido en La Carraca es tan extensa (y atractiva) que necesitaría dedicarle capítulo aparte. Hijo de un español nacido en las Islas Canarias, llegó a la metrópolis con veinte años para ingresar en el Ejército. Donde alcanzó el empleo de coronel tras una brillante carrera. Perseguido por la Inquisición se vio obligado a huir a Estados Unidos primero y a Francia después. Frecuentó a George Washington, Napoleón Bonaparte, Wellington, La Fayette, Federico II de Prusia y Potemkim, entre otros. Y participó en la Revolución francesa. Fue mariscal del Ejército galo y comandante en jefe del belga. Y su nombre se encuentra inscrito en el Arco del Triunfo entre los 558 gloriosos generales del Primer Imperio. Los restos de Miranda constituyen hoy una obsesión para Chávez. Como lo son también los de Bolívar. Que fueron sometidos en julio a una patética autopsia de ADN con intención de demostrar que murió envenenado. Y que es la tesis personal que sostiene el tirano en su intento de cambiar también la historia. La exhumación se convirtió en un espectáculo con Chávez presente. Duró 30 horas y fue televisada a ratos. La Academia Nacional de la Historia montó en cólera por lo ocurrido. Y ha invitado a los venezolanos a una reflexión íntima sobre lo que considera una profanación de la tumba del Libertador (y de los sentimientos patrios) cuando no existen dudas de que Bolívar falleció de tuberculosis. El turno le toca ahora a Miranda. Cuyos restos parecen que han sido identificados en un osario de La Carraca que está por debajo del nivel friático del mar. Seis años ha durado la búsqueda. Pero ya le digo yo a Chávez que aquel general que peleó en tres continentes murió de pena por falta de libertad. Que es una enfermedad que sufren ahora los venezolanos tras la reencarnación de Domingo Banderas. El grotesco y despiadado tirano de Valle que mejor define lo que es un esperpento.
[Ilustración: Miranda en La Carraca (1896). Óleo sobre tela de Arturo Michelena. Galería de Arte Nacional. Caracas]