Felipe IV de España -conocido como el Rey Planeta– perdió en apenas cinco años a su esposa, Isabel de Borbón, a su único hijo varón y heredero, el príncipe Baltasar Carlos, y a su hermano menor, el infante Fernando, que mandaba las tropas españolas en la Guerra de los 30 años. Y que era además cardenal-arzobispo de Toledo. Todos ellos se encuentran retratados por Velázquez en la sala 12 del edificio Villanueva del Museo del Prado. La misma que preside el cuadro de Las Meninas. Cuyo nombre original es La familia de Felipe IV. Lo cierto es que el monarca -progenitor por otro lado de hasta seis hijos bastardos en sus 44 años de reinado- se vió obligado a casar en segundas nupcias para restablecer la línea sucesoria. Y eligió para ello a Mariana de Austria, hija de su hermana María Ana y del emperador Fernando III. Que le dio cinco vástagos, tres de ellos varones. Felipe Próspero, príncipe de Asturias, falleció a los cuatro años. Fernando Tomás duró apenas uno. Y quien reinó fue Carlos, al que llamaban El Hechizado porque se decía que estaba poseido por el diablo. El hijo de Felipe IV estuvo en el trono 25 años, pero murió sin descendencia de sus dos matrimonios. Poniendo fin así a la dinastía de los Austria en España. Alemana era la segunda esposa del monarca. Con quien no consumó sus deberes porque era impotente. Le apasionaba el chocolate. Y tenía aspecto de monstruo, pese a que Carreño de Miranda -su pintor de cámara- hizo encajes de bolillo para dejarlo retratado lo mejor posible para la posteridad. Mariana de Neoburgo, la esposa alemana, era mentirosa e intrigante. Malvada, para ser más exacto. Hasta el punto de llegar a fingir once embarazos. Pero derrochaba belleza, a tenor de como luce en el retrato que de ella se exhibe en el Prado. Obra de Luca Giordano. Cuando llegó a Madrid, lo hizo a través de un arco (o puerta) de piedra labrada en su honor que ya había sido inaugurado por su antecesora y primera esposa del rey, María Luisa de Orleans. Que murió de un ataque de apendicitis. Desde entonces la puerta -levantada en 1680 por el maestro cantero Melchor de Bueras– ha estado en varios lugares. Junto a la fuente de Neptuno hasta mitad del XIX. En Los Jerónimos desde 1857. Y en el Jardín del (Buen) Retiro a partir de 1922. Configurando uno de sus más emblemáticos accesos. El que hoy conocemos como Puerta de Felipe IV.
Todo este entresijo de nombres reales me invade. Y me envuelve. Como tela de araña. Reinas que mueren en plena juventud. Conspiraciones palaciegas. Caza mayor, caza menor. Meninas velazqueñas. Infantas encorsetadas. Matrimonios endogámicos. Y una galería de retratos de El Hechizado a cual peor. Es domingo 13 de junio. El reloj marca hora lorquiana. Y el cielo cubierto amenaza lluvia. Que no llega a producirse. Paseo entre el Museo del Prado y el Parque del Retiro. Tranquilo, pero con destino. Dejando a mi derecha el Monasterio de los Jerónimos. Felizmente asociado ahora a la modernidad gracias al cubo de Moneo. Es este uno de los enclaves más solemnes, pero también más recios de la arquitectura madrileña. Si la plaza de Oriente fue elegida como ubicación real por los Borbones, Los Jerónimos fue la de los Austrias. Especialmente en tiempos del Rey Planeta, amante del teatro. De ahí el Casón del Buen Retiro, salón de baile real que se aprovechaba para representaciones. Y amante también de alguna que otra actriz. Como fue La Calderona, conocida igualmente por Marizápalos. Madre del bastardo real Juan José de Austria, nacido castizo por haberlo parido aquella en la calle Leganitos. Cuya tumba profanaron El Hechizado y su malvada esposa un día en El Escorial. Que se entretenían así descubriendo como eran fisicamente los difuntos reales. Gracias a los embalsamientos. Hasta que el bastardo Juan José, cuyo cadáver no estaba incorrupto, les sorprendió con su esqueleto. Y despidiendo un fuerte hedor que inundó toda la cripta. Saliendo ambos corriendo. Después de todos estos esperpentos (anteriores a Valle) no sé como España no abrazó antes la República. Que ya existía en Venecia desde el siglo IX para prevenir el poder absoluto. Pero me conformo con El Hechizado, que es quien acaba con la Casa de Austria. Aunque pienso (y sostengo) que quienes vinieron después tampoco se salvan. Esta vez estoy en este enclave de paso. Camino del Retiro. Y de esa Puerta de Felipe IV, o de Mariana de Neoburgo, que me permite acceder al parterre. Donde voy en busca de un árbol sobre el que me ha puesto en antecedentes mi buena amiga Silviana Rivera. Mexicana de Veracruz. Que es donde Cortés -ya acompañado de Malinche– quemó sus naves ante sus capitanes. Y fundó la primera ciudad con cabildo de Nueva España. El hoy Puerto de Veracruz. Entonces Villa Rica. En tiempos de Carlos I, tatarabuelo de El Hechizado.
El Retiro lo creó Felipe IV a través del Conde-duque de Olivares en la primera mitad del XVII como recreo de la Corte en torno al Monasterio de los Jerónimos. Que era el antiguo retiro de la Casa de Austria. Mientras que el parterre -que forma parte del conjunto, pero que está muy reformado- es posterior. Concretamente del primer Borbón español, Felipe V. Que ordena levantar un jardín llano de planta basilical con un cuerpo central prolongado hacia un ábside con dos estanques laterales. En un intento de establecer un real sitio a la francesa a base de complicados arabescos con aspecto de tapiz bordado. Llego a este lugar tras pasar la Puerta de Felipe IV. Y buscando el único ahuehuete, o ciprés calvo, que existe en el Retiro. Que es el árbol más antiguo de todo el recinto, pués se plantó en 1633 junto a otros de su misma especie traídos expresamente de México por orden del Rey Planeta. Con la suerte de que sobrevive porque albergó en su horcadura una pieza de artillería durante la Guerra de la Independencia. Lo que permitió que escapase de la tala general que sufrieron entonces los árboles originales de este parque madrileño ya que en su interior se instaló el cuartel general de las tropas napoleónicas. Pero lo primero que veo en el parterre es un magnolio. Cual hermosa realidad en la que se cifra la imagen de la vida. Y que me acerca a Cernuda, tan extraño en este mundo velazqueño. Pese al paisanaje. Y pese a la belleza botánica del lugar. Donde majestuosamente -ya hacia el norte- irrumpe este grandioso arbol que extiende su inmensa sombra sobre arbustos y plantas. Es el árbol de la Noche triste. El mismo en que bajo su copa lloró Cortés tras la derrota de sus huestes por Cuitláhuac, penúltimo tlatoani mexica. Que sacrificó a los prisioneros españoles tras la batalla. Y que murió meses después sin saborear la gloria a consecuencia de la epidemia de viruela desatada por la presencia de los conquistadores. Inmunes, pero propagadores de la enfermedad a los indios por contacto directo. Lo que sembró Tecnohtitlan de cadáveres. Aquel árbol de la Noche Triste todavía existe porque los ahuehuetes son robustos, pero sobre todo milenarios. Los mexicanos lo ubican junto a la estación de metro de Tacuba. En el Distrito Federal. Y hasta allí acuden en romería. Como estoy haciendo yo hoy en el Retiro, pero sin motivo sentimental ni nostálgico. Pura curiosidad en este momento de la tarde. Cuando un joven con acento centroeuropeo lee en alto para su novia latina pasajes de la Biblia. Un niño intenta devorar sin éxito una manzana caramelizada. Y un grupo de turistas fotografía con sus móviles los cipreses (auténticos) de poda toparia que flanquean el monumento dedicado a Jacinto Benavente. Atrás he dejado ya al hechizado Carlos, que necesitó en su prolongada lactancia catorce amas de cría porque les destrozaba los pechos con sus incisivos dientes. Y al difunto Juan José, que por bastardo no llegó a ser embalsamado. Me sobran reinas, infantas y meninas. Y no quiero saber de príncipes ni reyes. Tampoco de matrimonios endogámicos. Porque huyo de las sombras. Salvo las que me proporciona este viejo ciprés calvo. Que sé que cobijaría mis sollozos en cualquier noche que se me presentara triste.