Estoy en el Puerto de Veracruz, México. Es domingo. Desde mi habitación del Gran Hotel Diligencias, joya colonial que se asoma majestuosamente a los portales del zócalo (o plaza mayor) de la ciudad, escucho música de mariachis y de grupos jarochos que van de mesa en mesa por los cafés que la circundan. Veracruz es de las ciudades más bulliciosas de este maravilloso país donde he vivido siete años. Y este hotel, un edificio originario del XVII desde donde partían otrora las diligencias que iban y venían a Ciudad de México, empieza tempranamente a acoger a las viejas familias de origen español, en su mayoría montañesas, que tienen por tradición reunirse a almorzar cada domingo en sus comedores, como lo hacían también años atrás sus padres o abuelos. Mi amigo Armando Quintero, que me ha traido a la tierra que vio nacer a sus ancestros, me apresura. Viene con dos botellas de Arzuaga reserva, que acaba de adquirir en la cantina del hotel y que vamos a llevar como presentes a su prima Marisa Moolick Gutiérrez, que nos espera en su Hacienda de Pacho, a una hora de viaje y ya en las cercanías de Xalapa, otra gran ciudad veracruzana. La Hacienda de Pacho es también conocida como la de Nuestra Señora de los Remedios, por ubicar en su impresionante capilla, coronada por una espadaña que hasta hace unos días daba cabida a tres viejas campanas de bronce, a una talla diminuta de esta advocación. Marisa heredó hace unos años esta impresionante hacienda, primero ingenio y luego cafetal, que su familia -en concreto sus tatarabuelos José Julián Gutiérrrez y Damiana Hidalgo- adquirieron poco después de la Independencia, cuando el general López de Santa Ana, nefasto prócer, gobernaba México, desprendiéndose primero de Texas y después de California, Nuevo México, Arizona, Nevada y Colorado, estos últimos a cambio de quince millones de dólares. La hacienda, sin embargo, era anterior. Allí residía una comunidad tolteca antes de que llegaran los españoles, que la convirtieron en una merced de indios llamada Nexapa hasta que en el siglo XVI dos portugueses levantaron un ingenio aprovechando la existencia allí de un caudaloso manantial.
Marisa nos recibe junto a la cancela. Es una mujer de extraordinaria cultura que me habla de Cádiz, ciudad donde nunca ha estado pero que se imagina por la profunda lectura que ha hecho de Alberti. Está casada con el californiano Bill Cruse, director de arte y miembro de la Academia de Hollywood, a quien conoció hace unos años cuando este participaba en el rodaje en tierras veracruzanas de una película de Harrison Ford. Bill no nos acompaña en este luminoso domingo veracruzano, pero su presencia en la hacienda se siente. Fue cámara, constructor de escenarios y diseñador de efectos especiales. Levantó la maqueta del World Trade Center neoyorkino por el que escalaba King Kong en la segunda versión de este clásico del cine que interpretó en 1976 Jessica Lange. Una excepcionalidad en esta historia cinematográfica porque siempre tenemos en nuestra retina a King Kong conquistando el Empire State, símbolo histórico de la grandeza urbana de Manhattan. Cruse lleva retirado unos años en esta hacienda colonial rodeada de frondoso paraje forestal, donde cohabitan ficus gigantes y una multivariedad de helechos de árbol, buganvillas y guardalobos, jimicuiles y olmos, liquidambares y plumbagos, y donde cada año, entre otoño y primavera, se detienen a descansar por unos días -en viaje de ida y vuelta- colonias de vencejos que buscan las cálidas tierras de Centroamérica huyendo temporalmente de las crudas temperaturas del norte, en un paso natural que provocan la estrechez entre Sierra Madre Oriental y el Golfo de México. Me cuenta Marisa que su marido ha ganado con el cambio, privilegio de la naturaleza y paraiso en el que reside, pero detrás hay un drama al que se han enfrentado los grandes artesanos de Hollywood, el mismo que les ha tocado a los viejos impresores del mundo con la llegada de la revolución digital, que crea y sustituye el talento manual del hombre por el ratón de una computadora.
Nos acompañan en la sobremesa Jorge Saldaña, vieja estrella de la televisión mexicana, su esposa Leticia, y la hija de aquel Silvia, que hoy regenta una galería de arte en Xalapa. Marisa nos entristece a todos cuando cuenta que días atrás desaparecieron dos viejas campanas de las tres que alberga la espadaña de su capilla. Campanas del siglo XVIII fundidas en tierras de Castilla. Nos sentimos como en aquel vagón del Orient Express donde todos buscan al asesino, cada uno interpretando a nuestra manera el papel del inspector Hércules Poirot. Barajando sospechas e incluso aportando pesquisas. Pero al final le aventuramos a Marisa, para su sosiego, un final feliz pero imaginario, que le dio tranquilidad y esperanzas. Volverán esas campanas algún día, pero fruto del arrepentimiento de quienes las descolgaron y también -ilusos nosotros- de su posible ignorancia, porque nadie allí nos imaginamos un trágico final del crimen, reconvertidas en metal fundido o en manos de un depravador de antiguedades. Sobre el mantel de una larga y espaciosa mesa van pasando platillos de guacamole, que acompañamos con pico de gallo o chiles jalapeños sobre tortillas de maiz, una exquisita sopa de papa y una excelente carne al carbón, que regamos con nuestros Arzuaga de la Ribera del Duero. Ya en los postres, sentados en el porche, tomamos café acompañado de un pastel hecho ex profeso para nosotros. Marisa nos cuenta los orígenes de su familia, cuando su bisabuelo emigró a Estados Unidos para poner sus conocimientos de ingeniería en manos de Edison, nos enseña la tumba de su madre, que reposa en la capilla de la hacienda, muy cerca de la talla de Nuestra Señora de los Remedios, y nos muestra los lugares más recónditos de su hacienda, de pasado industrial y agrícola, con sus fuentes, su acueducto, sus hornos y sus viejos pabellones, que utilizaban como vivienda los obreros del cafetal y sus familias. Ya ha anochecido y nos despedimos con nostalgia de Marisa y de esta hacienda de corte neoclásico, fruto probablemente de los gustos afrancesados del primer Gutiérrez que la habitó, no sin antes acercarnos al apeadero de la vieja línea del ferrocarril Interoceánico que une Xalapa y Veracruz -tren al que dio gloria la Revolución-, y que antaño se utilizaba para acceder a la propiedad. Ya camino de Veracruz, dejando atrás el blanco mirador gaditano que identifica el caserío de Pacho, nos llama el gobernador Fidel Herrera, conocedor de nuestras andanzas. Nos espera en el célebre Café La Parroquia con el escritor Carlos Fuentes y su esposa Silvia Lemus, admirados y queridos amigos de mis tiempos mexicanos. Pero allí ya empieza otra historia.