El 17 de julio de 2007 embarqué en el buque-escuela Juan Sebastián Elcano para una travesía de cuatro días de Marín a Cádiz, gracias a una invitación que nos hizo Soledad López Fernández, entonces secretaria de Estado de Defensa, a Miguel Ángel Aguilar y a mi. Miguel Ángel, licenciado en Ciencias Físicas además de periodista, es uno de mis grandes amigos. No sólo es un elegante profesional de la información, que se batió el cobre en los años díficiles del tardofranquismo, sino que fue (y es) un exquisto cronista de aquella añorada Transición a la que, con su ingeniosa pluma y extraordinaria sabiduría, ayudó sobremanera a mejorar, poniendo a algunos militares bravucones en su sitio, que no era otro que el de cuadrarse ante la democracia civil que nos dimos los españoles el 15 de junio de 1977. Director de Diario 16, de la Agencia Efe y del breve, pero interesante, diario El Sol, Miguel Ángel sigue siendo un extraordinario referente del periodismo español, como lo podemos comprobar a diario con sus agudos comentarios a mediodía en la Cadena Ser y sus magistrales artículos en El País, La Vanguardia, Cinco Días y El Siglo. Aquella estancia a bordo fue todo un privilegio, al que accede cada año un grupo de invitados seleccionados por el Ministerio de Defensa, y en mayor número por la Armada, aprovechando que este bergatín-goleta, escuela flotante de la Marina Española, regresa a su base gaditana con sus literas desocupadas, después de desenrolar en tierras gallegas a las damas y caballeros-guardiamarinas de cuarto curso que durante meses son instruidos en el arte de navegar por aguas universales.
Aquella mañana del 17 -tras pernoctar en Pontevedra y en tiempo de espera para el embarque- le pedí a Miguel Ángel que me acompañara al cementerio de Villagarcía de Arosa porque tenía ganas de conocer la tumba del contralmirante don Antonio de Azarola Gresillón, ministro de Marina de la II República fusilado en agosto de 1936 en El Ferrol por no sumarse al levantamiento de Franco. La figura de Azarola, marino avanzado de su época, hombre de profundas convicciones religiosas y casado con una cubana-gaditana de culta estirpe (biznieta del escultor José Fernández Guerrero y sobrina-nieta del pintor Joaquín Fernández Cruzado), acaparaba en aquel momento mi interés porque, además de pertenecer a una familia de mi tierra natal que dio glorias a España entre los siglos XVIII y XX, formaba parte del temario de una investigación histórica que estaba concluyendo para armar mi conferencia de ingreso en el Ateneo de Cádiz, lo que materialicé al año siguiente. Me impresionó aquella sepultura porque, 71 años después, rebosaba de rosas frescas, probablemente allí depositadas el día anterior en recuerdo a la onomástica de dos Cármenes -esposa e hija-, que con él yacen, pero también en el suyo, porque no hay nada más hermoso que rememorar a un hombre del mar en una fecha como el 16 de julio. Mi sorpresa fue mayúscula porque pensé que me iba a encontrar con una sepultura anclada en el tiempo y, visto aquello, me di cuenta que aquel marino -que se enfrentó de uniforme a la descarga de sus propios fusileros con un crucifijo en la mano- continuaba aún vivo en el recuerdo de muchos.
Ya en el barco, en plena navegación a vela, Miguel Ángel y yo nos hicimos amigos de Antonio Cano Cereceday, invitado por el Ministerio de Defensa, al igual que nosotros, a este corto viaje por la costa atlántica, pero con más merito que cualquiera de los tripulantes y acompañantes allí reunidos, porque durante casi veinte años formó parte, como trompeta, de la banda de música de este señorial buque-escuela de la Armada Española, que desde que fue botado en Cádiz en 1927 navega cada año por aguas de todos los continentes, tocando los más recónditos puertos. Cano, que es de San Fernando y tiene ya los 83 cumplidos, nos ilustró con su sabio conocimiento y destreza marinera en aquella travesía, que adornó con pasajes personales y un sinfín de anécdotas vividas (y sufridas) en el que fue su templete musical a vela durante tantos años y en tantos lugares del mundo. Pero quizás lo que le delató como extraordinario y paciente hombre del mar fue la narración de sus riesgos y avatares a bordo, como aquel crucero de instrucción de 1954 en que este buque-escuela de 23 velas -entre aparejos de cruz y de cuchillo, cangrejos, foques, estays y escandalosas- navegó con 48 grados de escora, sin posibilidades de regresar durante un tiempo a flotación, lo que no le hizo perder la calma. Cano, Miguel Ángel y yo hemos creado desde entonces un triangulo de amistad, que alimentamos a través del correo electrónico, las llamadas telefónicas, el intercambio de fotografías o las visitas a Cádiz. Siempre que me encuentro con este amigo, que se retiró como subteniente músico de Infantería de Marina, me viene al recuerdo una pieza que llevo grabada conmigo desde niño y que escuchaba en los desfiles militares. Me refiero a Ganando barlovento, del maestro alavés Ramón Sáez de Aldana, que fue director de la Banda Municipal de Santander. Todo un canto a los hombres del mar en su lucha contra los vientos en el arte de navegar. Vaya también, con el recuerdo a esta composición, mi homenaje a Antonio y su trompeta de latón plateada, que tantas veces le pusieron música a la senda de los mares.