Cada vez es más frecuente viajar en vuelos low cost (bajo coste). Al menos en Europa. No sólo son vuelos económicos, sino que la proliferación de aerolíneas de este tipo permiten un tránsito cada vez mayor entre ciudades que -estando donde siempre han estado- otrora sentíamos más lejanas y como más solemnes a la hora de proyectar un viaje. Cualquier día del año, a veces por menos de cincuenta euros, los españoles podemos viajar perfectamente en ida y vuelta a Londres, Paris, Roma, Venecia, Berlín, Praga, Bruselas, Dublín, Marrakech y otras ciudades más que están a dos o tres horas de destino. Lo mismo ocurre con los naturales de esas ciudades, que pueden desplazarse -de ocio o trabajo- a las principales capitales españolas con tarifas más que razonables. Todo ello ha creado una nueva cultura del viaje aéreo, en la que los paneles de búsqueda de internet desempeñan un papel fundamental no sólo para la obtención de boletos -asociados a una escala de precios- sino en la oferta de hoteles, que es variada y abierta a descuentos. A esto sumamos una ligera navegación previa por las webs de metereología -para obtener la predicción del tiempo- y una breve inmersión en Wikipedia y sus enlaces, donde -a falta de una guía de bolsillo- podemos encontrar lo más elemental del lugar elegido, incluidas las conexiones de transporte público entre el aeropuerto y la ciudad, el precio del bus turístico si lo hay, rent a car a tarifa concertada y los restaurantes más económicos.
Con los vuelos de bajo coste, los españoles hemos aprendido a viajar con menos carga -sólo se acepta un bulto de equipaje de reducidas dimensiones-, a gastar lo preciso y a ser más horizontales en el trayecto, ya que estas aerolíneas sólo disponen de clase única, ofrecen una alimentación elemental (previo pago) a base de sandwich y bocadillos fríos y en muchos casos no permiten reclinar los sillones de a bordo. Cada vez que he viajado al resto de Europa en estas compañías aéreas -fundamentalmente en fines de semana- he percibido un ambiente juvenil y bullicioso, con pasajeros que entran rápidamente en sintonía, fundamentalmente erasmus que van y vienen, estudiantes de todas las edades y muchos jóvenes en grupo que emplean sus contados ahorros para conocer con ganas el mundo. Pero también parejas de adultos, familias enteras de clase media que se pueden dar este lujo gracias a las tarifas reducidas y cada vez más hombres de negocios, que aprovechan el vuelo para trabajar con sus portátiles o para relajarse observando como disfrutan los demás.
Los usuarios de estos vuelos de bajo coste nos llevamos semanas atrás una grata sorpresa al comprobar que la Reina Sofía elegía precisamente la compañía irlandesa Ryan Air para desplazarse de Santander a Londres para visitar a su hermano Constantino -convaleciente entonces de una operación quirúrgica-, lo que le honra porque podría haberlo hecho perfectamente en una avión del Estado. Estoy convencido que la decisión de la Reina de España ha sido un regalo caído del cielo para el marketing gratuito de esta aerolínea, cuyo propietario, el locuaz y osado empresario irlandés Michael O´Leary, nos ha sorprendido (y sigue sorprendiéndonos) por su espiritu imaginativo. No hace mucho dijo que Ryan Air estaba estudiando la posibilidad de cobrar una libra por el uso de la toilette de a bordo -lo que hacen ya algunos establecimientos públicos del Reino Unido, por ejemplo- y días después se rió de todo el mundo diciendo que era una broma. También anunció una tasa especial por obesidad, jamás aplicada, y ahora acaba de informar la compañía -no él- que va a promover una tarifa aún más éconómica para aquellos pasajeros que quieran hacer el trayecto de pie, pero recalcando que esta vez no se trata de tomarle el pelo a nadie. A falta de verlo, o de creerlo, el experimento consistiría en viajar de pie en la parte de trasera del avión, pero junto a asientos verticales similares a los de la barra de un bar, que dispondrían de cinturones de seguridad para los momentos de despegue y aterrizaje, turbulencias u otras emergencias. ¿Quién será el primero?